POR ESTEBAN CRESPO JARAMILLO
Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale, New Haven, Connecticut,
Estados Unidos. © Ezra Stoller/General Collection, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University
En los ejemplares de las primeras ediciones del Quijote que atesora la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale se aloja una modesta clave de lectura.[i] Cuando uno los pide al bibliotecario, dos libros medianos llegan sin ninguna pompa a la vigiladísima mesa de trabajo.

El de 1605 está guardado en una pequeña caja azul, donde apenas cabe; no así, en cambio, el de 1615, que tiene los cantos decorados con incisiones y cubiertos por pan de oro, y cuya encuadernación, más reciente y muy lujosa —a lo mejor, hecha por algún dueño anterior en el siglo xix—, lo protege bien. Los demás lectores en la sala no lo saben, pero ahí, en sus narices, tienen una de las pocas obras literarias que han dado forma al mundo. Una piedra angular de lo que llamamos literatura. O al menos eso es lo que yo me digo cuando veo al bibliotecario entrar, cargando bajo el brazo, sin sorpresa ni nerviosismo, dos objetos que nacieron hace cuatro siglos en un lejano taller madrileño y que, por una inexplicable sucesión de causas incesantes, están llegando este día de otoño en Connecticut a mis manos. Y es que en presencia de ciertos objetos es difícil evitar la emoción; la cursilería, incluso. Cada quien tiene sus puntos débiles, y aquellos dos puntos, hijos de la reproducción técnica, son lo más cerca que nunca se podrá estar de don Quijote, Sancho Panza y, según me digo a mí mismo, Cervantes.

Y entonces uno lee: «Lo primero que hizo fue hacer desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado vestido» (II, 62).[ii] En efecto, amarillo pálido —que eso es lo que acamuzado quiere decir— es el color de las cubiertas de cuero de becerro, sin duda de la época, en ese ejemplar de la primera parte del Quijote. Además, quien quiera ver el volumen tiene primero que sacarlo de la caja azul que lo protege; tiene, pues, que «desarmarlo». Es casi como si el libro profetizara su devenir. Así, olvidando que ha tenido cuatro siglos de lectores y viajes, las palabras salidas de una prensa castellana renacentista se abren como si fueran de nuevo leídas por primera vez. Sólo que nunca lo serán ya más, y ésa es la clave. Porque, cuando uno lee el Quijote, o al menos cuando yo lo leo, parece como si fuera la primera vez, y no es más que la lectura obrando su ilusión inmemorial.

Esas páginas viejas y los personajes que en ellas se guardan parecen repetir lo que Montesinos le dice a don Quijote en la cueva:

Luengos tiempos ha […] que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado […], hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo […], que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa (II, 23).

 

Como un Virgilio de papel de lino, este libro, leído y leído y releído desde hace siglos, nos convence de que nosotros podemos «dar noticia» de él «al mundo» y desencantarlo. Leer como acto de magia. Y más aún si lo que se lee es un ejemplar del «debut», ya tan remoto, del Quijote.

Se sabe que, como todos los libros correspondientes a la verdadera prínceps de la primera parte, el ejemplar de la Beinecke se imprimió en el taller de Juan de la Cuesta, entre septiembre y diciembre de 1604 en Madrid.[iii] Por el exlibris manuscrito de la portada, sabemos, además, que éste proviene «De la Bibliothèque» de uno de los «sieur du Birit», y que fue «achepté à Paris le 25 d’aout 1656».[iv] Me parece que podría tratarse de un écuyer (no escudero como Sancho, sino en tanto título nobiliario francés, semejante al del esquire inglés)[v] cuya memoria apenas guardan los archivos franceses. Se llamó Philippe III de Kerret, e hijo de Philippe II de Kerret y de Jeanne Jaouennou, fue «sieur de Quillien, du Carpont, du Birit, du Goarzouillat et du Bourgneuf».[vi] Hidalgo de provincia, sieur Philippe —o don Felipe, como lo llamaríamos en español— vivió en la antigua parroquia bretona de Pleyben y, según los archivos de Finistere, nació en 1626 y murió en 1669.[vii] Nada más sabemos de él.

Propongo esta hipótesis no porque la brevísima biografía sea exquisitamente sugerente —hidalgo lector, como Alonso Quijano—, sino sólo porque las fechas que los archivos bretones dan coinciden con la del exlibris. Este noble francés de medio rango, que casó con una tal Julienne du Boisguéhéneuc y que como buen católico hacía donativos a los curas de su pueblo,[viii] seguramente fue uno de los primeros lectores del ejemplar yalense. Al escudero de Kerret, supongo, también se le abrió este libro y le dijo que «luengo tiempos ha» que lo esperaba. ¿Sabría español? ¿Lo habrá leído? Y uno se pregunta sobre las razones que habría podido tener un francés del xvii, sea el escudero De Kerret o no, para comprar un libro español —para entonces ya muy conocido, con traducciones y reediciones— ese día de agosto de 1656 en París. ¿Y quién se lo vendió? Nunca lo sabremos, como tampoco sabremos nada de los dueños anteriores, que llevaron el libro desde Madrid hasta la Île-de-France.

Pero en cambio sabemos, y con toda certeza, lo fácil y rápido que el tiempo, la memoria y los libros mismos olvidan a sus lectores. Si un noble francés del xvii, terrateniente y dueño de la primera edición, «sieur du Birit, etc.», a duras penas ha dejado migajas en las tinieblas del tiempo y un garabato en la portada, ¿qué hay de un lector del xxi, plebeyo, estudiante, extranjero? Y el libro se esfuerza por engañar. Porque no importa dónde, o sobre qué soporte, al abrirlo y leerlo, de nuevo nos persuade de que nuestra lectura es «hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo». Montesinos se lo dijo a don Quijote en la oscuridad de una cueva y la novela nos lo repite en ese sueño controlado que es la lectura. Por muchos tratados y estudios cervantinos que se lean, nada se compara con caer nuevamente en el abismo de las páginas y hallarse, cuando menos uno lo piensa, «sin saber cómo ni cómo no», «en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza, ni imaginar la más discreta imaginación humana» (II, 23). Claro, éste es el «contrato del lector», se objetará, y nada tiene de nuevo. Al emprender cualquier lectura, la conciencia propia debe rendirse frente a otra, ficticia y hecha de papel. Esto, he notado, es algo de lo que suelo olvidarme y, sobre todo, en ámbitos profesionales y académicos. Pero, frente a uno de los ejemplares de su propio libro que Cervantes debió haber visto, al menos de pasada, y que sin duda Francisco de Robles manipuló en el taller de Cuesta, frente a uno de estos libros de los que quedan pocos (según Sotheby’s, son diez),[ix] el engaño es más evidente porque el perpetrador es más insigne.

Al abrir el volumen —mantenido en condiciones magníficas, por cierto—, se torna imposible imaginar la infinitud de lectores que durante estos cuatrocientos años han pasado sus ojos por esas páginas de lino. Aunque le falte el famoso prólogo, y aunque el objeto sea más bien insignificante en tamaño, uno no puede sino sentirse minúsculo. Aplastado. Vencido en Barcelona. Pero luego uno comienza a leer, pasa a la segunda parte y llega al prólogo. «Lector ilustre o quier plebeyo» (II, Pr.), escribe Cervantes. Y da otra pista más sobre una de las diferencias del Quijote frente a otros clásicos. Me parece —pura especulación— que éste es un libro amistoso, humano, y no sólo por tener en su centro una de las amistades más entrañables de la literatura (es sabido que para Borges don Quijote era, antes que nada, un amigo). Pero también hay algo en él, incluso en los ilustres ejemplares de Yale, que lo convierten en un huésped y en un anfitrión magnífico; es como si te quisiera mostrar «las maravillas que este transparente alcázar solapa».

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