Si permaneciéramos en el mundo sin sombras del mediodía absoluto, nuestro destino sería la mudez, una contemplación sin comunicación. Seríamos esclavos de la luz pura. Quizá perfectos, pero esclavos. Necesitamos las sombras para ser libres, y necesitamos los colores que proporcionan las sombras para apoderarnos de las formas del mundo. Cuando, tras el mediodía, el sol cae, Valéry rememora a Heráclito, la otra matriz de nuestra filosofía: todo fluye, todo huye. El cambio incesante de las cosas nos hace reconocer la realidad. Es un conocimiento imperfecto pero vivo. La contemplación da lugar a la acción.

El desenlace de El cementerio marino está vertebrado alrededor de la centralidad del cuerpo. El mar ya no está sometido al éxtasis aniquilador del mediodía, sino que es un mar sensual, corpóreo, por el que se desligan los colores y los matices. El protagonista del poema ha abandonado el sitial de la contemplación en lo alto del cementerio para devenir un nadador que goza y se esfuerza en contacto con el mar. El predominio de la muerte deja paso a las metamorfosis de la vida. Las tumbas, vinculadas a la melancolía y el deslumbramiento, se diluyen ante el poder vital del mar. El nadador, es decir, el ser humano, se interna en este poder con dolor, con alegría, con curiosidad, con ánimo de exploración y conocimiento.

La libertad íntima personal implica fecundarse en la contradicción y la metamorfosis, en la contemplación y en la acción. Para obtener esta fecundación Sócrates apela al rescate del cuerpo por parte del espíritu y el nadador de Valéry demuestra con su ejemplo que, en igual medida, el espíritu debe ser rescatado por el cuerpo. Cuerpo y espíritu son una unidad, dos nombres para una realidad única. La belleza no es reconocible ni comunicable sin los estímulos de lo que los sentidos nos hacen apreciar como bello. El bien es una pura abstracción sin los concretos actos de bondad. La libertad es una palabra vacua, cuando no la peor de las mentiras, sin la valentía y el riesgo de elegir libremente.

Pero no quisiera terminar sin referirme a una libertad que va más allá de nuestra esfera íntima, personal, para concernirnos como seres humanos. Para ello voy a abandonar de manera momentánea las tres escenas propuestas para viajar al corazón de uno de los desafíos literarios más titánicos jamás propuestos. Un hombre con la misma edad de Sófocles en el momento de escribir su segundo Edipo, ochenta años, sabe que su muerte no puede estar muy lejana. Debe acabar una obra que le ha ocupado seis décadas, debe dar una solución para el más difícil de los retos. Goethe, en Weimar, está a punto de finalizar su Fausto, enfrentándose estoicamente a las enfermedades e incomodidades de la edad. Empezó su libro hace sesenta años. Hizo que su héroe vendiera el alma al diablo. Fijó la fórmula a través de la cual Fausto expresaría su felicidad completa, aquella por la cual ha vendido su alma. Fausto deberá decir: «¡Detente instante, eres tan hermoso!». El instante de la plenitud humana.

La empresa de plasmar ese instante tiene enormes dificultades. ¿Cuándo podemos decir de un hombre que siente el instante de la plenitud? En la primera parte de la obra, Fausto no acierta con el momento. Ha explorado la sensualidad, el conocimiento, el poder, pero su alma se sabe siempre insatisfecha. Como él mismo dice, va, ebriamente, del deseo al placer y en el placer se consume por el deseo. Está atrapado en el círculo vicioso de la insaciabilidad. El yo encerrado en sus propios hechizos se siente perpetuamente infeliz. Goethe trata de luchar contra esta limitación y, en la segunda parte de su obra, da un nuevo rumbo a su héroe. Fausto, que al inicio ha exigido la permanente juventud como parte de su pacto demoníaco, envejece al ritmo del tiempo. Ya no se propone, como antes, conquistar la plenitud, como si ésta fuera un saqueo de la vida, sino, más bien, descubrir esa plenitud. El conocimiento ya no es un asalto de la existencia; es una experiencia de la vida, la misma experiencia que siente el nadador de Valéry cuando lucha y goza con las olas.

El viraje de Fausto impulsa el yo hacia el nosotros. De la misma manera en que el sendero socrático se fundamenta en el diálogo Fausto abandona el narcisismo egocéntrico para lanzarse a la tarea de descubrir lo otro y a los otros. La plenitud, si es que existe, es una travesía compartida. Amamos a través de los otros y nuestra libertad, si no es también libertad de los otros, es un espejismo estéril. Debemos cultivar el amor propio, pero con el objetivo de amar; debemos enriquecer nuestra libertad íntima, pero para ser cómplices de otros hombres libres.

Fausto envejece y sus ojos se agotan. Al sentir el roce de la muerte, Fausto es viejo y ciego como el Edipo que llega al bosque sagrado de Colono. Y, al igual que el desterrado rey de Tebas en la ceguera, tiene, tras tantos años de lucha, la auténtica visión. Goethe a los ochenta años se encuentra, finalmente, con fuerzas para dar respuesta a un enigma, el de la plenitud humana, que concibió muchos lustros atrás, cuando tenía sólo veinte años. Su Fausto se enfrenta a la muerte y a sus últimas palabras. Concibe el gran instante de la belleza. Y éste no consiste en la posesión de esto y aquello, como creía el primer Fausto en su delirio egotista, sino en la evocación de una humanidad libre. Éste sería el gran instante, éste sería el momento más bello.

Cierto que Goethe no es un ingenuo. Él no ofrece sistemas filosóficos perfectos ni tampoco utopías que prometen una sociedad aséptica y feliz. No se olvida del sufrimiento, del riesgo, de la imperfección. Esa humanidad libre, evocada en condicional por el Fausto agonizante, siempre estará rodeada de peligros, algunos ajenos al hombre, otros causados por el hombre mismo. La vida es una continua metamorfosis. Nada está decidido para siempre, ninguna conquista es irreversible. Por eso, antes de morir, mediante la pluma de Goethe, Fausto pronunciará algunas de las palabras más lúcidas que jamás se hayan escrito: «Sólo merece la vida y la libertad quien sabe conquistarlas a diario».

Creo que libertad y enigma son compañeros inseparables en el transcurso de la existencia humana. «Enigma» quiere decir literalmente lo que se vela y se revela al mismo tiempo. Ser libre es buscar ser libre, es atravesar los sucesivos velos que se nos presentan en nuestro interior sabiendo que, una vez atravesados, se presentarán nuevos velos. La libertad no es un estado; la libertad es una aventura que nos hace avanzar de forma creativa en medio de luchas y contradicciones. Edipo tiene que arrancarse los ojos y errar por el mundo para empezar a ver. Sócrates, el héroe de la razón, tiene que someterse a la guía del misterio que le proporciona Diotima para alcanzar la belleza. El contemplador de El cementerio marino, atrapado en el deslumbramiento de la perfección, desciende, como nadador, al mar de los sentidos, para recordarnos que son las imperfecciones cotidianas las que nos hacen respirar.

La libertad es una aventura. Probablemente, es la gran aventura de la existencia. Difícil, llena de peligros, compleja. Pero vale la pena experimentarla porque, gracias a ella, nos convertimos en seres humanos. Así lo entendió Fausto, el viejo Fausto: «Sólo merece la vida y la libertad quien sabe conquistarlas a diario».

 

 

 

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