POR RAFAEL ARGULLOL
El primer decorado nos transporta a la Tebas arcaica. Quien nos ayuda a hacerlo es Sófocles por medio de su obra Edipo rey. Cuando sucede la escena que quiero recordar los acontecimientos están a punto de precipitarse. El joven rey Edipo se desliza por el filo de la navaja. Hasta hace muy poco podía ser considerado el más dichoso de los hombres: es un dirigente justo, está felizmente casado con la reina Yocasta y, por encima de todo, es señalado como el más sabio de los hombres pues, tiempo atrás, ha descifrado el más complejo de los enigmas, el enigma de la esfinge. Sin embargo, dentro de muy poco será tenido por el más desgraciado de los humanos. Se comprobará que, casado con su propia madre y asesino de su padre, ha cometido incesto y parricidio, los dos delitos más graves para la moral griega. Será un caído, un caído tan radical que, al averiguar su identidad, hasta entonces ignorada, se arrancará los ojos valiéndose de un broche de su amada Yocasta, quien, desesperada, acaba de quitarse la vida.

Pero en la escena que estoy recordando Edipo todavía ve. Es más, halagado por todos tras su triunfo sobre la esfinge, cree que ve con una penetración que nadie tiene. No es así. En esta escena central de la tragedia de Sófocles el encargado de advertírselo es precisamente un ciego, Tiresias. Tiresias no sólo es ciego, sino que también es un adivino sagrado. No ve en lo inmediato, aunque sí en lo profundo del pasado y del futuro. Edipo, por el contrario, es siervo de la inmediatez. Cree ver pero no ve; cree saber pero no sabe. Desconoce quién es, se desconoce.

Tiresias le insinúa su identidad y su desgracia. Furioso, Edipo le insulta aludiendo a su condición de ciego. En versos magistrales Sófocles apunta al corazón mismo de la condición humana: la luz se enfrenta a la oscuridad, la visión a la ceguera, el saber a la ignorancia. Edipo, que tiene ojos, no ve mientras Tiresias, con los suyos cegados, ve. Sófocles hace que Edipo nos represente a todos nosotros, los humanos, aferrados tenazmente a lo inmediato y cobardes ante la perspectiva de mirar dentro de nosotros mismos. A menudo es necesario arrancarse simbólicamente los ojos para empezar a ver.

La caída de Edipo es el inicio de su grandeza. Cuando, terminado el duelo verbal con Tiresias, desciende rápidamente por la pendiente, Edipo tiene sucesivas oportunidades de salvarse, y de continuar con el engaño, utilizando su poder. Puede ocultar su pasado e impedir toda indagación. Sin embargo, la grandeza de Edipo —lo que los antiguos griegos llamaban areté— estriba en su libre elección de avanzar en el conocimiento, aunque éste pueda causarle el mayor de los dolores. El final de Edipo rey nos muestra a un protagonista arrastrado por la destrucción, pero libre. Edipo, quien desconocía los horribles sucesos que conformaban su vida, ha elegido dura y libremente el camino que, cegándolo, le hará por fin ver.

Sófocles no dejó desamparado a su héroe y premió su doloroso denuedo. Lo hizo en una segunda obra dedicada al mismo protagonista, Edipo en Colono. Hay algunas señales significativas en esta obra. Sófocles la escribió a los ochenta años, llegado su héroe a una edad similar, y la situó en Colono, el pueblo en el que había nacido el poeta, hoy un bullicioso barrio de Atenas. Edipo llega al bosque sagrado donde va a morir, acompañado de su hija Antígona. Ha pasado décadas viviendo de aquí para allá como un ciego vagabundo, como un nuevo Tiresias. Ahora por fin ha obtenido la sabiduría. No la engañosa sabiduría que se le otorgaba cuando era el joven rey Edipo, sino la auténtica sabiduría de quien, sin temor, ha mirado dentro de sí mismo y ha elegido. Ahora por fin sabe que el verdadero enigma de la esfinge es él mismo. El enigma de la esfinge es el hombre.

La segunda escena de la que quiero hablar transcurre en un lugar indeterminado, quizá también cerca de Atenas, quizá a medio camino entre ésta y la ciudad arcadia de Mantinea. La relata Platón, quien la pone en boca de su héroe filosófico, Sócrates. Enmarca el momento culminante de El banquete. En realidad, se trata no de comida, sino de bebida. Un ambiente de vino y jovialidad en el que varios contertulios discuten sobre la naturaleza de Eros. Con una magnífica tensión teatral, Platón hace desfilar las diversas opiniones, algunas, como la de Aristófanes, de gran calado simbólico. Lo cierto, no obstante, es que todas ellas sirven de preámbulo para la magistral intervención de Sócrates, en la que Platón sintetiza sus propias doctrinas. Para Sócrates Eros no sólo no es un dios, como alegaban los otros contertulios, sino que es una fuerza, un deseo. Eros es el deseo de belleza que, como se comprobará al final del parlamento socrático, implica también el deseo de bien y de verdad.

Sócrates expone la famosa escalera platónica hacia la belleza en sí misma (auto to kalon): del deseo sensorial al espiritual, del deseo espiritual al ético, del deseo ético al conocimiento. El padre del racionalismo europeo propone una suerte de ascesis de la razón como camino de eros. Con eso llegamos al último peldaño de la escalera. Pero falta el salto final, el abrazo de la belleza en sí que, según Sócrates, es el objetivo de todos los pasos anteriores. Dicho en otras palabras: el salto del conocimiento a la sabiduría. Podemos poseer el conocimiento del cuerpo, incluso el conocimiento espiritual y moral. Nos falta el salto hacia la sabiduría, algo que, siendo el fruto de nuestra razón y nuestra libertad, implica un respeto, que es sensual y espiritual de manera simultánea, por el enigma que llamamos vida.

De repente, junto a los contertulios masculinos, aparece de forma inesperada el recuerdo de una mujer, una mujer sabia y prodigiosa, Diotima. Ella, nos dice Sócrates, es la que en verdad sabe. Ella es la que inicia al filósofo en los misterios de la más alta sabiduría. Sócrates reconoce con humildad que está lejos de haberla alcanzado. Está únicamente en camino. Es impactante el giro teatral provocado por Platón al introducir, como decisivo, un personaje como Diotima. Fijémonos en sus características: es una mujer en una sociedad patriarcal en la que la cultura es un monopolio de los hombres; además, es una extranjera, una bárbara, ajena a la tradición de Atenas. Y, precisamente, en el texto platónico, es esta mujer extranjera la encargada de guiar al gran Sócrates en el tramo culminante de su aprendizaje. Una mujer, y no un hombre; una extranjera, y no un ateniense. A través de Diotima Sócrates tensa el arco de la razón a la espera de la revelación (thaumastón) que implica el acceso a la belleza, al bien, a la verdad. Razón y enigma se compenetran para dibujar el círculo de la sabiduría.

Diotima es un personaje fascinante, aunque aparezca brevemente y, que sepamos, en esta única ocasión en el transcurso de toda la antigua literatura griega. Una aparición fugaz pero poderosa porque pone en marcha maravillosos mecanismos de fecundidad en la contradicción. Para avanzar en el camino de la emancipación personal el hombre tiene que ser mujer, y la mujer, hombre; la otredad tiene que fertilizar a la identidad, y la identidad, a la otredad; la razón tiene que absorber al enigma, y el enigma, a la razón. El narcisismo endogámico y la claustrofobia dogmática impiden al ser humano progresar en su emancipación, la auténtica meta que ofrece la existencia. Sólo el conocimiento del otro, el diálogo con el otro, la aceptación del otro nos orientan en la ruta hacia nosotros mismos.

De la misma manera en que Edipo tuvo que dejar de ser Edipo para convertirse en un hombre libre, Sócrates tuvo que dejar de ser Sócrates, y dejarse guiar por la misteriosa Diotima, para aspirar a ser un hombre sabio.

La tercera escena que antes he anunciado nos traslada a nuestra época y al otro extremo del Mediterráneo. Más en concreto a la ciudad de Sète, en el sur de Francia. Esta vez nuestro decorado es un cementerio sobre el mar. Para los barceloneses no es difícil imaginar este decorado porque el cementerio de Sète se erige en una colina similar a Montjuïc. Ambos escenarios se parecen mucho: se asientan sobre los restos de antiguas necrópolis que conversaban con el mar. Una vez, hace años, fui a Sète, y al cementerio de Sète, en busca de la tumba de Paul Valéry. Quería conocer de primera mano la topografía de El cementerio marino, su principal obra y uno de los poemas más extraordinarios de la literatura moderna. Era un día claro, luminoso, con el color que las gentes mediterráneas conocemos bien. Era fácil intuir la atmósfera del poema. Esperé, como exige éste, la llegada del mediodía, el momento en que el mundo se queda sin sombra.

Paul Valéry se sumerge memorablemente en este momento mientras se recrea en la evocación de las tumbas familiares. Observa el mar que se abre a su frente bajo el dominio del mediodía absoluto, al que califica de «Midi, le juste». El blanco se apodera del horizonte, irrumpe el deslumbramiento. El universo parece la nada, la vida está atrapada en la inmovilidad. El poeta, para explicarse, alude al ser inmutable de Parménides, una de las matrices de la metafísica occidental. Hay algo sumamente inquietante y algo excepcionalmente serenante en el deslumbramiento total. Una coincidencia entre la plenitud y el vacío, cuando, en efecto, el ser humano se convierte en un habitante del enigma. Kazimir Malévich supo transmitir muy bien esta situación en su pintura Blanco sobre blanco. También hicieron experimentos similares John Cage en música o Pina Bausch en danza. Surge, entonces, la tentación del abandono, del silencio ante lo inexpresable.

Si alguien pudiera llegar a enfrentarse a la belleza absoluta a la que aspiraba Sócrates bajo la tutela de Diotima, experimentaría también el gran deslumbramiento de la perfección que domina la primera parte de El cementerio marino. Pero la perfección es inexpresable. Necesitamos lo imperfecto, lo sensorial. El banquete de Platón describe la marcha épica del cuerpo hacia el espíritu; El cementerio marino de Valéry trata de expresar la marcha, no menos épica, del espíritu hacia el cuerpo.