Rubén Darío lo citará en dos de los seis capítulos. El primero en el que lo menciona (el quinto capítulo de la obra) se titula «El imperial filósofo». En él Darío recrea la figura del archiduque Luis Salvador (1847-1915), uno de los principales valedores de la obra luliana. Leemos:

 

«[…] Conduce a una blanca y diminuta capilla, levantada por el archiduque Luis Salvador, en memoria y honor del gran Raimundo Lulio, cuyo espíritu, cuya influencia, cuyo aliento, flotan en Miramar y en todos sus contornos, dando a las mismas rocas y a los mismos troncos de los árboles como una animación y una voluntad de intensa vida […]. Pensé en el creador de Blanquerna, en el que hace dialogar al Amigo y al Amado, en el ermitaño que vivió con los espíritus de lo invisible […]. En quien tuvo, como muy pocos, la absoluta conciencia de Dios.

[…]

Las rocas guardarán memoria del ermitaño. Él se personificó en Blanquerna, el pontífice que abandona el más alto solio de la tierra y la representación de Jesucristo, para ir a hacer su oficio vocacional de contemplador. Contemplador de su propio ser con el ansia de lo absoluto; contemplador de la naturaleza, con la cual se compenetra y cuyo misterio lee por virtud de celeste clave; contemplador de la razón suprema por la suprema fe. Mas él arde sobre todo en las llamas del Santo Espíritu, quien más le inspira y levanta de las personas de la trinidad teológica. Es el varón de Amor. Esta terrible águila del Señor se iguala a la tórtola franciscana en divino sentimentalismo. Este caballero del mundo que un tiempo fuera presa del amor profano y cuya contextura revelara bronces y aceros, no habla allí, cuando dialogan el Amigo y el Amado, sino de deliquios místicos, y vienen a sus labios palabras de sensitivo: llantos, suspiros, desmayos, languideces. Estos pájaros que cantan en los boscajes de Miramar han tomado parte en las sublimes conversaciones: «Digues, aucell qui cantes, ¿est-te mès en guarda de monamat per ço quet defena de desamor, e que multiplic en tu amor? Respòs l’aucell: –¿E qui’m fa cantar, mas tan solamente lo señor d’amor, qui’s té a deshonor desamor?». Y Ramon se echó al abismo divino.

[…]

El archiduque Luis Salvador huyó también de la vida palatina, quizá pensando en librarse de la tempestad familiar… Y refugiado en la isla de Mallorca, en el Miramar magnífico y solitario, ¿qué mejor patrono podía escoger que Lulio, el hombre estupendo que predicó y enseñó, con discurso y ejemplo, el abandono del siglo y la pasión de Dios?

[…]

Él entiende profanamente la palabra del místico loco: Com sia cosa que desamort sia mort e amor sia vida» (Darío, 2001, 208-216).

 

La belleza del paisaje de Miramar le sugirió a Rubén los versículos del Llibre d’amic e amat, tan valorado por el archiduque. Rubén lo lee en el marco de Blanquerna, novela en la que el opúsculo místico figura en un interesante ejercicio metaliterario como obra de su protagonista, el papa convertido en ermitaño. Años atrás, cuando Jacint Verdaguer, también en un momento de crisis personal, visitó Miramar invitado por el archiduque, encontró en su mesita de noche una edición del Llibre d’amic e amat que releyó con pasión y le sugirió la redacción de sus Perles.[i] De nuevo, una intervención del archiduque convertía el breve pero intenso texto luliano en materia literaria ajena.

En el sexto y último capítulo de La isla de oro, «Sóller: azul, velas, rocas», Darío citará de nuevo a Llull, aunque no de manera tan profusa y extensa como en el anterior:

«Gozar de esas campiñas, hacerse un alma nueva, o, más bien, encontrarse, en lo hondo de sí mismo, un alma vieja, vieja y buena… ¿No estamos heridos de las pasiones malas de los malos hombres ciudadanos? ¿No vemos que el contacto social trae casi siempre desilusiones y engaños? Blanquerna, Blanquerna, se necesita tu voluntad y, sobre todo, el apoyo desconocido, el báculo que nace entre nuestras manos de repente, la gracia» (Darío, 2001, 219).

 

Es este último fragmento el que nos corrobora sobradamente los argumentos expuestos con anterioridad acerca de las razones que impulsaron a Darío a interesarse por la lectura de Llull en Mallorca. Herido como venía de las «pasiones malas de los malos hombres ciudadanos», habiéndose dado cuenta de que «el contacto social trae casi siempre desilusiones y engaños», esperaba encontrar en ese espacio idílico la paz espiritual suficiente para «hacerse un alma nueva, o, más bien, encontrarse, en lo hondo de sí mismo, un alma vieja, vieja y buena…». Y para ello recurre al ejemplo de Blanquerna, que, tras llegar a pontífice, «abandona el más alto solio de la tierra y la representación de Jesucristo, para ir a hacer su oficio vocacional de contemplador». Y, así como Llull contempla y se exalta, podemos colegir por tanto que el propio Darío espera que del goce de esas mismas campiñas, del paseo por los lugares que inspiraron al «varón del Amor», él mismo pueda, a su vez, experimentar algo del éxtasis contemplativo «de su propio ser con el ansia de lo absoluto», o «de la razón suprema por la suprema fe». De nuevo encontramos unidas, en Darío, en esta época de crisis, la búsqueda de la espiritualidad y también del pensamiento. Y Llull, aquella «pasión vieja», ejercerá de nuevo como pieza clave del proceso.

 

APÉNDICE

LAS COSAS QUE LE DIJO LA ROSA A LA PIMIENTA («Epístola», v. 138)

Entre las referencias lulianas localizadas en la obra de Rubén Darío destaca la de la «Epístola» a la señora de Leopoldo Lugones, de El canto errante. Sus partes iv-vi relatan algunas de las impresiones que extrajo de su estancia en Mallorca. Más arriba hemos citado los versos 136-152 del poema, en los que Darío, paseando por las calles de Palma, evocaba la figura de Llull. El énfasis se hace, como es habitual, en la figura y la biografía del personaje histórico. El pasaje se abre, sin embargo, con una referencia singular y un tanto inesperada:

«Estoy ante la casa en que nació Raimundo / Lulio. Y en ese instante mi recuerdo me cuenta / las cosas que le dijo la Rosa a la Pimienta…».

 

Delante de la casa donde supuestamente nació Llull, Darío se acuerda de «las cosas que le dijo la Rosa a la Pimienta» (v. 138). Este peculiar verso hace referencia a una de las narraciones que el escritor mallorquín recogió en su «Arbre exemplifical», en la que relata una discusión entre los dos vegetales, convenientemente personificados.

El «Arbre exemplifical» es uno de los dieciséis árboles, o partes, que conforman el Arbre de ciència. Se trata, sin ninguna duda, del más literario y original de los dieciséis. Los primeros catorce árboles de esta enciclopedia tratan sobre aspectos que configuraban la comprensión medieval del mundo, como los cuatro elementos («Arbre elemental), la vida vegetal («Arbre vegetal»), el papado («Arbre apostolical») o la Virgen María («Arbre maternal»), por citar sólo cuatro. Los dos últimos árboles, el «Arbre exemplifical» y el «Arbre qüestional», en cambio, tienen una función que podríamos llamar instrumental, pues no incluyen nueva materia, sino que recuperan la de los árboles precedentes. En el caso del segundo, se formulan preguntas y respuestas destinadas a facilitar la memorización y a evaluar el grado de adquisición de los contenidos por el lector. En el «Arbre exemplifical», por su parte, Llull recoge decenas de breves narraciones de contenido normalmente moral, basadas en la materia enciclopédica de los árboles precedentes. Se trata de la transformación de la ciencia en literatura que Robert Pring-Mill describió perfectamente hace ya algunos años.[ii]

Por las páginas del Arbre de ciència circulan brillantes y tersas cerezas que se burlan de una arrugada y oscura algarroba, conflictos entre el día y la noche y entre el fuego y el agua, competiciones en que el círculo, el cuadrado y el triángulo persiguen un mismo premio, a la par que revisan el juicio de Paris, y, claro, la discusión que Rubén Darío recordaba entre la rosa y la pimienta.

No está claro en qué versión del Arbre de ciència leyó Darío el relato. No parece fácil que tuviese acceso a la versión original en catalán, de la que únicamente se había impreso la primera mitad, hacia 1886 y 1887, a juzgar por los fascículos conservados de la edición de Jeroni Rosselló; entre estos pasajes, además, no se encuentra ninguno del «Arbre exemplifical».[iii] La obra se había imprimido en latín en varias ocasiones, y también en castellano. Seguramente fue esta última versión la que leyó Darío, ya fuese la traducción de Alonso de Zepeda impresa en Bruselas en 1663 y 1664, o bien, más probablemente, en el «Árbol de los ejemplos de la ciencia» aparecido en 1873 dentro del volumen Obras escogidas de filósofos, a cargo de Adolfo de Castro.

El relato, que forma parte del primer apartado del libro, según la edición de 1873, es el siguiente:[iv]

«La rosa y la pimienta hablaban de el fuego y de el agua. La rosa alababa á el agua por razon de que multiplicaba la bondad de las partes, conjuntando una parte con otra, para que la bondad fuese grande en el agua. Y la pimienta alababa á el fuego, en cuanto dividia la bondad en muchas partes, para que debajo de su género sean buenas muchas substancias. Tanto se obstinaron la rosa y la pimienta en estas palabras, que hubo gran contienda entre ellas; porque la pimienta decia que más valia aquella substancia que se da á muchos, que aquella que se restriñe y que agrega en sí muchas cosas, de que otras muchas substancias tienen necesidad. Pero la rosa decia lo contrario; y sobre esto, la rosa y pimienta vinieron á juicio delante de la sequedad, por cuanto ella era cualidad que se referia é inclinaba á ambas á (sic) dos partes; pero la sequedad se excusó, diciendo que no queria ser juez, y dijo estas palabras: “Cuéntanse que un rey pronunció sentencia entre dos soldados que litigaban por un castillo. El soldado, pues, que no tenía buen derecho en aquel castillo, dió mil ducados á el juez, para que juzgase en su favor. Y el soldado que tenía buen derecho, dió cien ducados al juez, para que diese la sentencia en su favor. Por esto el juez favoreció más á una parte que á la otra; es á saber, á la parte de aquel que le dió mil ducados, más que á la parte de aquel que le dió los ciento, y juzgó falsamente el castillo por aquel á quien no debia tocar el castillo. (Por lo cual, ella, que era más de parte de la rosa que de la parte de la pimienta, no queria ser juez). Y sucedió que el Rey supo que el juez habia recibido mil ducados de el soldado á quien habia adjudicado el castillo, y ciento de el otro, que debia tener el castillo. Y entónces el Rey mandó llamar á aquellos soldados delante de sí en su consejo, y preguntó á éste si conoceria la naturaleza por la cual un soldado dió mil ducados, y otro ciento solamente á un juez por la pronunciacion de una sentencia; siendo así que los soldados eran iguales en las riquezas. En el consejo de el Rey habia cierto sabio viejo, que dijo que la presuncion era que aquel soldado que no habia dado mas que cien ducados tenía derecho á el castillo. Y la razon era, porque aquel que tiene buen derecho, siente y se lamenta más fuertemente de los gastos que hace en el juicio ó en el pleito, que aquel que no tiene buen derecho, que hace de más buena gana gastos para poder adquirir lo que no es suyo. Y por esta causa, desde entónces estableció el Rey en su tierra por decreto, que de aquel que diese mayor salario al juez se tuviese mala presuncion, y buena presuncion de aquel que diese ménos á el juez”».