POR CARLOS MARZAL
La primera vez en que me tropecé con el fenómeno de la «audición coloreada», leyendo las páginas de Vladimir Nabokov, creo que fue en Habla, memoria: ese magnífico libro de recuerdos en el que el autor bucea en su experiencia y relata distintos episodios autobiográficos (y que es también una novela a su manera, un ensayo, una elegía a un mundo desaparecido que aún vive, intacto, en la conciencia del artista adulto). Digo la primera vez porque existen muchos otros momentos (entrevistas, análisis literarios, prólogos) en los que Nabokov regresa a ese asunto de su interés, de cuyo padecimiento él siempre se mostró orgulloso: la audición coloreada.

Según parece, algunos individuos poseen, por insondables razones de sobreabundancia neuronal, una curiosa capacidad sinestésica que consiste en la mezcla de sentidos durante los instantes de la percepción. De tal manera, logran atribuir colores a los sonidos que escuchan (e incluso sabores y olores en determinados casos). A veces, aspectos amplios del universo sensitivo (una ciudad, un individuo, un animal) también se tiñen de color, o se adscriben a un sonido o a un gusto concretos.

La audición coloreada cuenta con un ejemplo ilustre al que Nabokov (y todos los que alguna vez han hecho referencia a este «accidente cognitivo») alude. Se trata del famoso soneto de Rimbaud a las vocales, que ha dado origen a múltiples interpretaciones por parte de los especialistas. Como es fama, en él Rimbaud escucha la a negra, la e blanca, la i roja, la u verde y la o azul, en ese orden poco ortodoxo, con la u delante de la o, que ha terminado por trastornar a los exégetas hasta el punto de hacer que padeciesen ellos también accesos repentinos de audición coloreada.

Más allá del sentido de ese texto literario –de su simbolismo, de sus sugerentes juegos–, el fenómeno al que hago referencia nos traslada, me parece, a un problema de mayor amplitud. Hablo de la relación entre el lenguaje y el color, y, más en concreto aún, entre el color y el lenguaje poético. O lo que es lo mismo: apunto a las relaciones entre la poesía y la pintura, por lo que respecta a sus diferentes capacidades para expresar el color mediante sus herramientas propias.

En cierta medida, hablar de color y de pintura (del color en la pintura) puede parecer una redundancia según se mire, dado que el color es un ingrediente necesario, ineludible, de esa disciplina aunque no el único. El color es un tema filosófico que ha conseguido desquiciar a algunas de las inteligencias más poderosas de la cultura en Occidente. Por esa razón me limitaré a hacer unas cuantas conjeturas de carácter personal, a expensas de mi trabajo como escritor y como gozoso espectador de la tradición siempre viva de la pintura.

En el ámbito de la realidad sensitiva, tal vez sea el color –junto con los sonidos pautados, armoniosos: es decir, con la música– el elemento que mejor infunde y transmite la emoción, sin necesidad de que realicemos una interpretación intelectiva de nuestras percepciones. La música y el color (la música del color) no necesitan traducirse, glosarse, para que en su disfrute creen la conmoción de quienes escuchan y ven, aunque esos dos fenómenos admitan y propicien todo género de comentarios, de glosas, de reflexiones. En virtud de su falta de necesidad interpretativa acerca de su esencia, generan y generarán el apetito nuestro por explicarnos su misterio, por analizar sus engranajes interiores, porque esa avidez intelectual es una de las causas finales de nuestra naturaleza humana. Podríamos decir que somos porque aspiramos a explicarnos y a explicar.

¿Qué conexiones recónditas poseen el color y la música, pues, con nuestras aptitudes emocionales y con nuestras actitudes afectivas? ¿Cuáles son las herramientas con que el color logra, con su sola presencia, en ocasiones, transmitirnos un insospechado grado de euforia, o una extraña desazón, o un súbito desasosiego?

Ignoro cuáles son las causas profundas de que así suceda, pero lo cierto es que sucede así. La contemplación del color –en la naturaleza o representado–, la audición de la música nos saben infligir, con su látigo de sutil refinamiento, una alegría o un dolor espiritual que se nos vienen encima como caídos del cielo sin que podamos ni sepamos explicarlos en el instante de sufrirlos. (Tal vez porque sufrirlos, como ocurre tantas veces en el arte, sea la mejor y última manera de hallarles explicación).

Quiero aventurar la posibilidad de que la unión íntima que intuyo entre el color y nuestras emociones sea en sí misma una figura retórica: en este caso, no una sinestesia, sino una metonimia, ese recurso que obra por contigüidad, por cercanía entre dos realidades. Hablando en sentido general, creo que el color representado nos empuja a rememorar las experiencias cromáticas que padecemos frente a la naturaleza: unas experiencias cromáticas que por obligación están ligadas a estados de conciencia y a todo género de acontecimientos de mayor o menor sensualidad. El color –en la naturaleza o representado– es una realidad contigua, por obligación, a nuestras consideraciones de orden emocional. Trataré de ahondar en esta intuición.

El poeta Samuel Taylor Coleridge, en su poema «El ruiseñor», nos indicó que no había nada melancólico en la naturaleza, y el también poeta Antonio Cabrera glosa esos versos del inglés para decirnos que, en efecto, no hay nada que pueda movernos a ese sentimiento en la naturaleza mientras no la pensemos (porque desde el momento en que la pensamos nace en nosotros «la exhausta flor mental de la melancolía»). Es cierto: no existe nada en el mundo natural que pueda ser calificado conforme a nuestras pasiones porque dichas pasiones y dichos calificativos son exclusivamente humanos, no pertenecen a la naturaleza, no están en ella si no los hemos depositado nosotros antes. Lo melancólico, lo eufórico, lo sosegado, lo armónico, lo triste, lo trágico son consideraciones y juicios que los hombres emitimos con respecto a todo aquello que nos rodea.

Ahora bien, ¿nos es posible vivir, percibir lo real, inscribirnos en el espacio y en el tiempo, sin juzgar, sin interpretar, sin pensar en todo aquello que pasa a formar parte de nuestra experiencia? Puede que la naturaleza no sea melancólica, ni trágica, ni triste, pero para los hombres siempre lo parecerá. La misma mudez, la misma indiferencia, la neutralidad de lo natural a las que apunta la idea de Coleridge ya constituyen interpretaciones de carácter humano, ya responden a actitudes psíquicas de los observadores, ya representan una traducción, al lenguaje verbal, de una realidad que no es de índole lingüística. Estamos condenados a pensar (esa condena que nos concede la ocasión plena de ser), condenados a ver en todo lo que percibimos algún rasgo de origen afectivo, porque no tenemos más remedio que pasar por el tamiz del lenguaje todo aquello que llega a nuestra corporalidad. De ahí que el color, en esta reflexión caprichosa que elaboro, constituya ese fenómeno metonímico al que me refiero: una presencia que, debido a la cercanía –a la contigüidad– con nuestros estados psíquicos, siempre remitirá la pupila del espectador, que no puede dejar de juzgar aquello que observa, hacia territorios sentimentales.

Por esta razón el color, insisto, es dueño de esa facultad capaz de sobrecogernos sin razón. Hay rojos y azules, y blancos y negros, y amarillos y ocres que nos empujan de repente a rincones de nuestra interioridad, sin que exista el paso intermedio de la interpretación analítica que podemos realizar más tarde. El color, digámoslo así, posee su música propia, que, como la música, nos puede llevar hasta las lágrimas, nos puede urdir en la garganta el nudo más feroz de la emoción.

Pero ¿qué sucede con el lenguaje del color, con las palabras que lo nombran? ¿Pueden pintar las palabras, con esos colores que mencionan? ¿Saben hacerlo en la superficie del poema?

La verdad es que el lenguaje verbal posee, frente al lenguaje pictórico, muchas desventajas en el ámbito de la experiencia cromática, aunque también alguna ventaja propia de su condición. Para alcanzar sutilezas cromáticas, el lenguaje verbal debe recurrir a la extensión, a lo perifrástico. Mientras que el lenguaje de la pintura alcanza los matices cromáticos de manera sintética (en el grado del color mismo); para matizar en lo referente al color, el lenguaje verbal está obligado a adjetivar, a desplegar su sintaxis y ensanchar el sentido.