Coordinado por Valerie Miles

Fotografías de Nina Subin, Jaime Navarro y Agustina Battezzati

VALERIE MILES

Philip K. Dick solía decir que escribía sobre un futuro casi-presente. Propuso una ciencia ficción donde el componente ciencia no es tan importante: es accesoria o a menudo falla, y el componente ficcional también queda en entredicho, como sostuvo Rodrigo Fresán en una conversación con Bolaño, quien le replicó que Dick es el escritor de los paranoicos del mismo modo que Byron lo es de los románticos. Por otra parte, Dick trasciende lo genérico y se acerca al pensamiento religioso, como puede leerse en Exégesis. Michel, acabas de obtener el premio O. Henry en Estados Unidos por el cuento dickiano, «Niño Dengue», publicado en Granta, y que defines como una suerte de relato «gaucho-punk». Y Mateo, te encuentras en la selva colombiana investigando lo que llamas «ficción psicodélica». Seguimos la conversación por correspondencias, que iniciamos en México, con mezcales, que no mescalinas, de por medio, en la feria del libro de Guadalajara. 


MATEO GARCÍA ELIZONDO

Querido Michel,

Espero que esta carta te encuentre bien. Te escribo recién salido de la selva en Colombia, con las piernas y los brazos (y otras áreas mucho más recónditas de la anatomía) cubiertas de cientos de piquetes de un mosquito invisible y tenaz que los locales llaman «arenillas». Espero que esto, aunado al proceso intensivo de purga física y psíquica al cual me sometí estos últimos días, explique por lo menos en parte cualquier aspecto delirante o incoherente de mi discurso…

Sería una “literatura de lo raro”, en la cual los fantasmas de la mente se desbordan de los límites del cráneo, y se vuelven indistinguibles de la realidad externa. Tiene sus orígenes en la obra de Philip K. Dick -a quién sé que ambos admiramos- que sería el “padre” de este género, y también está relacionada con la literatura de Borges, que en este caso sería, sin lugar a dudas, la “madre” de la ficción psicodélica

Fui a la selva como parte de una investigación para una serie de cuentos que quiero escribir, en un género que denomino «ficción psicodélica». Sería una «literatura de lo raro», en la cual los fantasmas de la mente se desbordan de los límites del cráneo, y se vuelven indistinguibles de la realidad externa. Tiene sus orígenes en la obra de Philip K. Dick -a quién sé que ambos admiramos- que sería el «padre» de este género, y también está relacionada con la literatura de Borges, que en este caso sería, sin lugar a dudas, la «madre» de la ficción psicodélica.

Es un género íntimamente ligado a la ciencia ficción, pero mientras que la ciencia ficción siempre se ha focalizado en el aspecto «futurista» de la tecnología, a mí siempre me han interesado mucho más las ciencias «primitivas», como la brujería, o la alquimia, por lo general relegadas al rubro de lo «fantástico» sin tomar en cuenta que quizás la brujería es, en realidad, una tecnología avanzada, y que, como nos recuerda Arthur C. Clarke, «cualquier tecnología cuando es lo suficientemente avanzada resulta indistinguible de la magia».

Creo que el yagé del Amazonas es una de estas tecnologías, primitivas y avanzadas a la vez. Los taitas lo utilizan no solo para curar toda clase de aflicciones físicas y psíquicas, sino también para manipular la lluvia y hablar con el rayo, para moverse por la selva transformados en boa, o en jaguar, e incluso para comunicarse con seres que no son de este mundo. En este sentido, el yagé es una tecnología de punta, pero la sociedad moderna lo desdeña porque opera desde un ámbito simbólico y espiritual, territorios no tanto de la ciencia «dura» sino de pseudo-ciencias que aún están en pañales, como lo son el psicoanálisis, o la literatura. 

Los hongos alucinógenos, por ejemplo, más que una tecnología, son una inteligencia avanzada que «pide prestados» sistemas nerviosos, porque carecen de uno propio. Se les puede consultar para encontrar la cura de diversas enfermedades, o para entender los orígenes y el destino final del fenómeno que llamamos «vida». Lo que pasa es que el ser humano es una especie animal tan ensimismada que buscamos inteligencias en el espacio, pero somos incapaces de reconocerlas cuando habitan nuestro propio planeta. 

Siempre me ha fascinado la idea de una historia perdida de la humanidad, un pasado distante en el cual usábamos tecnologías basadas en un manejo de la conciencia que ahora se desconoce. Creo que la obsesión de los mayas por los calendarios los traiciona como viajeros en el tiempo, que los monjes tibetanos son especialistas en realidad virtual y tecnologías anti-gravedad, que los mitos antiguos son tratados cosmológicos, y los monumentos megalíticos son relojes estelares, y que, si nada de esto es cierto, por lo menos da para buena ficción.

Te cuento todo esto, querido Michel, porque me interesa la idea de mirar hacia el pasado -no solo hacia el futuro-, de observar a la naturaleza, no solo a la tecnología (o de observar a la naturaleza como tecnología) y de observar a las culturas ancestrales de nuestro continente para escribir ciencia ficción. Sospecho que entre los géneros futuros existirán el maya-punk, el ayahuasca-punk (o si lo prefieres, la «ciencia-ficción cofán»), y que todas ellas encontrarán un precedente en lo que tú ahora llamas el gaucho-punk. Por eso quería pedirte que me cuentes más sobre este género que inventaste, y me digas si no sientes que a veces los ñandúes eléctricos parecen más reales que los gauchoides mismos. Quizás podemos fundar una nueva corriente literaria, con algún nombre rebuscado que parezca género de música electrónica o de arte rupestre, como «primitivo-futurismo». ¿O «primitive-punk»? A discutir.

Seguimos platicando, Michel.

Te mando un fuerte abrazo.

MICHEL NIEVA

Me encanta tu proyecto de «ficción psicodélica» y por supuesto también me hace pensar en Dick, y en la íntima relación que hay en su obra entre psicodelia, paranoia y complot. En el prólogo a su Antología Personal, Ricardo Piglia afirma que si la estructura narrativa del siglo XX es la de Proust (la narración como río que arrastra o es arrastrada por la asociación caótica de recuerdos y percepciones) la del XXI es sin duda la de Dick: la narración como trastorno paranoico que, ante el estímulo constante de tecnologías y drogas que indistinguen lo virtual de lo real, reconstruye en las ruinas de esta confusión la trama de un vasto complot cósmico o internacional. 

En el prólogo a su Antología Personal, Ricardo Piglia afirma que si la estructura narrativa del siglo XX es la de Proust (la narración como río que arrastra o es arrastrada por la asociación caótica de recuerdos y percepciones) la del XXI es sin duda la de Dick: la narración como trastorno paranoico que, ante el estímulo constante de tecnologías y drogas que indistinguen lo virtual de lo real, reconstruye en las ruinas de esta confusión la trama de un vasto complot cósmico o internacional

Pienso en una novela que leí hace poco (no casualmente también sobre mosquitos) y que se inscribe en esta sintaxis dickiana de la paranoia como instrumento político y literario: Su nombre era muerte, de Rafael Bernal. Es la historia de un alcohólico y misántropo, con vaga vocación de músico, que se interna en la selva lacandona para huir de los fantasmas que atormentan su mente. Tras varios días en la soledad de su choza, sin otro contacto que el de los mosquitos que laceran su piel, intoxicándose con alcohol y plantas que recoge de sus paseos y que alivianan las insoportables picaduras, descubre que el zumbido de los mosquitos que tanto lo atormentan, tras el velo aparente de caos y ruido, obedece a rígidos patrones rítmicos. Gracias a sus conocimientos musicales, logra tomar nota de estas repeticiones auditivas, y descubre que los mosquitos zumban en semitonos, en una escala de doce sonidos, y que esta estructura dodecafónica constituye un complejo lenguaje a través del cual se comunican. Tras el hallazgo, procede a entonar con una precaria flauta de caña, al principio no sin cierta timidez, esta lengua mosquil, y descubre para su estupor que los mosquitos que asedian la choza lo entienden y le responden. Rápidamente, intima con los mosquitos, quienes le revelan que son los verdaderos amos de la selva, que usan a la especie humana como su ganado, a la que dejan reproducirse libremente para extender su soberanía indiscutida a toda la Tierra. Y que como él es el único que entiende su lengua, lo usarán de espía para concretar esta vasta maquinación planetaria.

Pero como no quiero espoilearte el final de la historia, aquí interrumpo mi respuesta, con la esperanza de que el mensaje que las arenillas grabaron en tu piel no sea tan conspiranoico como el de la novela.

Quedaron temas pendientes (tecnologías ancestrales, gauchopunk y ayahuasca) que espero resurjan, pero de momento aguardo tu respuesta, ¿quizá quieras contarme más sobre tu viaje y la ficción psicodélica?

Que te mejores de las picazones, abrazo fuerte.

MATEO GARCÍA ELIZONDO

Gracias por tu carta, y por tu resumen de Su nombre era muerte. Suena como una novela de ciencia ficción que habría escrito Quiroga. Me encanta la ambigüedad entre la posibilidad de que el protagonista haya descifrado el lenguaje de los mosquitos, y la de que solo haya enloquecido -quizás por una fiebre palúdica-, y su delirio consista en creer que puede comunicarse con ellos. Esa clase de ficción paranoica me parece fascinante, y me recuerda una anécdota sobre mi viaje a la selva que quisiera contarte.

El curandero que visité tenía fama de brujo. En palabras de una mujer local, fue un hombre «muy peligroso» en su juventud, pero se tranquilizó con la edad y preparaba «una medicina muy, muy fuerte». No hablaba español, así que no pude hacerle preguntas, y no lo vi sonreír ni una sola vez hasta que cayó la noche, cuando adoptó una extraña expresión de niño travieso. 

El abuelo nos dio una cucharada de su medicina, nos acostó en una hamaca, y se puso a cantar. No sé si puedo describir un canto ceremonial cofán y hacerle justicia. Lo único que te puedo decir es que cuando escuchas a ese hombre cantar, te cagas. Literalmente. Se suelta la lluvia y empiezas a vomitar con movimientos convulsivos y sonidos similares a los gritos de una guacamaya. Tu intestino empieza a hacer sonidos que se asemejan al rugido de un felino. Se pierde toda la compostura y la dignidad urbana, y mientras intentas encontrar un rincón de selva sin tarántulas, y te agachas bajo la lluvia torrencial rezando que no te caiga un rayo en la cabeza, empiezas a hacerte toda clase de preguntas.

-¿Qué hago aquí? ¿Por qué no me quedé en mi casa? ¿En dónde coños me fui a meter ahora?

Y oyes en tu cabeza al taita, diciendo:

-Amigo, para tu infinita desgracia, fuiste y te metiste a mi mundo.

En su fundamental libro Metafísicas Canibais, el antropólogo brasilero Viveiros de Castro explica que para las culturas amazónicas todos los existentes son dueños de perspectiva, y lo que para nosotros es un charco de barro, para un carpincho es una gran casa ceremonial, y lo que para nosotros sangre cruda, para el jaguar la más deliciosa cerveza de mandioca fermentada. El ritual chamánico, así, es la tecnología cósmica que propicia el acceso a la conciencia de otras especies

Recordé una anécdota de Burroughs, en la que cuenta que, durante una ceremonia similar, pensó que el curandero lo había envenenado, y tenía la intención de matarlo. Ahora entendía mejor al tío Bill. Escuchaba cantar al viejo mientras alucinaba demonios con rostro de murciélago y árboles con piel y ojos, y estaba convencido de que el taita era malévolo, que controlaba mis tripas y quería volverme loco, que me había metido sin pensarlo en un mundo de poder y que por mi ingenuidad estaba a punto de morir con las tripas de fuera. Eso pensé.

Poco a poco amainaron la lluvia y la paranoia. El taita me azotó con ortiga y me escupió aguardiente en la espalda, y entendí que uno llega a estos lugares lleno de bloqueos que ni sabe que tiene, y el remedio los hace salir. Es una tecnología selvática sumamente avanzada, y lo que provoca es una especie de exorcismo. Ese terror que sientes son todos tus demonios saliendo de ti. Y los demonios salen por donde pueden.

En fin, querido Michel, disculpa toda la escatología. Esperando saber más de ti y de tus viajes, buenos y malos.

MICHEL NIEVA

Qué fuerte tu experiencia en la selva. Me encanta tu insistencia en considerar este ritual del que participaste y sus medicinas asociadas como una tecnología, al mismo nivel o incluso más avanzado de lo que en la cultura occidental entendemos con esa palabra. 

Pienso que en la época contemporánea se vuelve cada vez más urgente prestar atención a los archivos culturales amerindios, tantas veces denostados por el colonialismo, ya que acaso en sus tecnologías, como decís, exista un horizonte de alternativas políticas a nuestras crisis planetarias. 

En su fundamental libro Metafísicas Canibais, el antropólogo brasilero Viveiros de Castro explica que para las culturas amazónicas todos los existentes son dueños de perspectiva, y lo que para nosotros es un charco de barro, para un carpincho es una gran casa ceremonial, y lo que para nosotros sangre cruda, para el jaguar la más deliciosa cerveza de mandioca fermentada. El ritual chamánico, así, es la tecnología cósmica que propicia el acceso a la conciencia de otras especies, que no difieren del humano en cultura (ya que ellos también poseen casas ceremoniales y se embriagan con cerveza) sino en la multiplicidad de cuerpos y cosas en donde la encuentran. 

Acaso el punto sin retorno al que Occidente ha empujado al planeta sólo encuentre una posibilidad de supervivencia en este tipo de tecnologías, que devuelven la agencia a los mundos considerados no-humanos. 

Pienso que la sensación, desatada por el cambio climático y la pandemia, de que vivimos el fin del mundo, vuelve tan urgentes estos saberes, ya que, como sabemos, las culturas amerindias ya sufrieron el fin del mundo con la Conquista de América. 

Una pequeña anécdota: mientras H.G. Wells escribía The War of the Worlds, una acerba crítica al colonialismo inglés escenificada en una invasión marciana a Londres, no sabía cómo terminar el libro. No sabía cómo introducir que los marcianos morían de un plumazo. Fue así que recordó la historia de cómo la viruela, importada a América por los imperios europeos, había diezmado las poblaciones nativas. Es decir que la única experiencia documentada para imaginar un fin del mundo era las historias de los pueblos colonizados del mundo. Por eso hoy en día los pueblos amerindios son los únicos con una sabiduría sobre el tiempo catastrófico en que vivimos, y que es tan perentorio escuchar.

Cuídate, amigo.

Sí creo que las culturas indígenas del mundo, ya sea protegiendo una corriente de agua, o llevando a cabo una ceremonia de yagé, intentan a su manera impedir un Apocalipsis que el mundo occidental se empeña en provocar, y que podría llegar por tantos frentes: la guerra atómica que puede resultar del capricho de un solo dirigente, el cataclismo climático del que nos separan solo dos grados de temperatura, o una singularidad tecnológica que quizás ya sucedió sin que nos diéramos cuenta

MATEO GARCÍA ELIZONDO

Gracias por tu carta. Sí creo que las culturas indígenas del mundo, ya sea protegiendo una corriente de agua, o llevando a cabo una ceremonia de yagé, intentan a su manera impedir un Apocalipsis que el mundo occidental se empeña en provocar, y que podría llegar por tantos frentes: la guerra atómica que puede resultar del capricho de un solo dirigente, el cataclismo climático del que nos separan solo dos grados de temperatura, o una singularidad tecnológica que quizás ya sucedió sin que nos diéramos cuenta. Creo que está de moda sentirnos seguros argumentando que el humano, «es demasiado insignificante para destruir el planeta», o que «somos la especie más resiliente» (después de las cucarachas), o incluso creyendo que nuestra tecnología nos puede salvar de cualquier cataclismo. A mí, nuestra tecnología nunca me ha parecido tan impresionante; seguimos queriendo llegar a las estrellas impulsados con gasolina. El libro me parece una tecnología mucho más avanzada: objetos tridimensionales que actúan como portales a mundos paralelos, capaces de comunicarnos telepáticamente con seres de otra dimensión, con los muertos y con los que aún no han nacido. En ese sentido, la ciencia ficción es, quizás, una de las tecnologías más poderosas que tenemos para impedir el cataclismo. Me parece fascinante lo que sucede cuando uno mira el mundo sin poner al ser humano al centro de la narrativa. Tu anécdota sobre H.G Wells me recuerda la teoría según la cual el ser humano se habría vuelto sedentario para cultivar cereales destinados a fabricar ya sea pan, o cerveza (no queda claro cuál, aunque muchos científicos y antropólogos se inclinan por la cerveza primero); es decir, para favorecer el cultivo de levaduras. Lo cual querría decir que, de cierta forma, las levaduras nos domesticaron a nosotros. Seríamos, como civilización, simplemente mascotas, o «ganado mamífero al servicio de una especie de hongos que querían asegurarse una ventaja evolutiva». Otras especies de hongos habrían favorecido el desarrollo de nuestra conciencia para que construyéramos naves espaciales y disemináramos sus esporas por el espacio. Yo creo que las historias son parecidas a los hongos en ese sentido: están vivas, viajan por el espacio, y utilizan al ser humano como vectores para su desarrollo y transporte. 

O quizás solo es mi paranoia. Si no es cierto, da para buena ficción, ¿no crees?

MICHEL NIEVA

La historia humana contada desde la perspectiva de las levaduras me encanta, me recuerda al breve cuento de Isaac Asimov, «Does a Bee Care?», en el que se especula que la inteligencia humana fue inoculada por un parásito para que la humanidad alcance la capacidad tecnológica suficiente de viajar a otros planetas y así disperse las esporas de estos engendros por la galaxia. 

Creo que lo que está en juego es una lectura política de lo viviente. Si aceptamos la versión capitalista, que nutrió el nacimiento de la biología moderna, y que afirma que las especies compiten por su supervivencia como si fueran implacables ejecutivos luchando por un ascenso en JPMorgan, o socializamos el entendimiento del ambiente como alianzas colaborativas entre especies. La bióloga Lynn Margulis es justamente famosa por haber propuesto que la unidad mínima de la vida es la simbiosis, y que los grandes procesos evolutivos y las condiciones que posibilitaron la vida en la Tierra fueron una alianza multiespecie propiciada por bacterias y organismos unicelulares. Es decir que los vivientes son menos unidades separadas que momentos o voces de una gran orquesta planetaria en donde dependen y colaboran entre sí. Y si el capitalismo es menos un sistema económico que una forma jerárquica de organizar la Naturaleza, acaso reivindicar este arreglo político de lo viviente sea una de las mayores urgencias para la crisis ambiental en curso.

Mientras tanto, la respuesta al cambio climático del capitalismo de «vanguardia» es apropiarse del lenguaje de la ciencia ficción. Ironhead, el estudio que confecciona el vestuario de Daft Punk y las películas de Marvel, es el encargado de diseñar toda la estética de SpaceX. Con esta parafernalia hollywoodense, vemos a multimillonarios evasores de impuestos como Jeff Bezos o Elon Musk prometer que van a conquistar otros planetas con las mismas tecnologías que destruyeron a este. Por eso quizá una de las misiones perentorias de la ciencia ficción sea disputar estos imaginarios capitalistas de la Naturaleza y del espacio exterior. Ante la estetización ciberpunk de estas grandes corporaciones, la ciencia ficción debe responder con una politización de su arte. Así como Robert Heinlein imaginó en The Moon Is a Harsh Mistress una revuelta anarquista en la Luna, la ciencia ficción contemporánea debe proponer alternativas para habitar este u otros planetas que interrumpan la narrativa de estos multimillonarios miserables. 

Abrazo grande Mateo querido.

Michel.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Mateo García Elizondo. Mateo García Elizondo (Ciudad de México, 1987) es guionista de cine y autor de la novela Una cita con la Lady, ganadora del Premio Ciutat de Barcelona 2019 por Literatura en castellano. Su trabajo fue incluido en la selección de la revista Granta en español 23: Los mejores narradores jóvenes en español 2 (2021).

 

Michel Nieva. Michel Nieva (1988) nació en Buenos Aires, Argentina. Es autor del poemario Papelera de reciclaje, las novelas ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? y Ascenso y apogeo del imperio argentino y la colección de ensayos Tecnología y barbarie. 

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