«Publicada en 1981, Montacerdos entrelaza las violencias que se padecerán durante las migraciones forzosas de los años de terrorismo y conflicto armado en el Perú y las que causarán tres décadas de neoliberalismo. Pero su autor, Cronwell Jara (Piura, 1949), no se anticipó: la vida para los pobres ya era, es y seguirá siendo así. La crueldad estructural hacia las mujeres, los niños y los animales. Las calles sin árboles, ni un instante en la sombra. Incluso entre los desfavorecidos, un club de madres votará por mayoría que no se muden a su local, pese a que mamá Griselda barre y vigila bien. El dolor no es periférico, es capital»
POR KATYA ADAUI
Querido por su madre Griselda, su hermana Maruja y su cerdo Celedunio, Yococo sobrevive con una picadura de araña en la cabeza, mitad costra, mitad pus. Como miles de familias peruanas en extrema pobreza conocen solo intemperie.
Si no está corriendo, Yococo cabalga a Celedunio, pura tripa como él, hasta volverse célebre, tan famoso que inmortal, frente a los niños que se le ríen por andar afantasmado entre los vivos. Les enseña a domar y montar a los chanchos entre basurales, acequias y chacras. Recorridos que casi nunca son solaz o juego: son huida. Siempre alguien los persigue. Caminar sería paseo, contemplación, olvidar el estado de alerta, panza llena. ¿Cómo sueñas si no duermes ni comes, si no consigues reparo? ¿Cómo imaginar un mundo mejor al que te ha tocado vivir?
Publicada en 1981, Montacerdos entrelaza las violencias que se padecerán durante las migraciones forzosas de los años de terrorismo y conflicto armado en el Perú y las que causarán tres décadas de neoliberalismo. Pero su autor, Cronwell Jara (Piura, 1949), no se anticipó: la vida para los pobres ya era, es y seguirá siendo así. La crueldad estructural hacia las mujeres, los niños y los animales. Las calles sin árboles, ni un instante en la sombra. Incluso entre los desfavorecidos, un club de madres votará por mayoría que no se muden a su local, pese a que mamá Griselda barre y vigila bien. El dolor no es periférico, es capital. La solidaridad condicionada. O sol o frío. Y cartones y palos y costales que otros incendiarán para sacarte de encima cualquier idea de techo o de cama o de tregua. Eres tan aire que claman volatilizarte, hacerte ceniza. La policía, ebria de poder, aplasta con sus caballos, le ordena al animal valiente y dulce ser un arma.
Una vez expulsado del sistema, para siempre fuera del sistema.
Un texto seco, polvoriento y a la vez fangoso que se nos mete por la nariz apenas garúa. ¿Dónde está el agua? En el desenfreno del lenguaje que fluye y que Jara hace zigzaguear y reptar de principio a fin. Un texto alado, escrito entre las ramas, pero al ras del suelo. ¿Cómo lograrlo? No embelleció el lenguaje para nombrar el horror: lo ha zambullido en capas de profundidad. En palabras del propio autor en su Décalogo para un aprendiz de cuento, sostener los hechos en todas sus dimensiones frente a «la simple, plana y superficial descripción del retrato epidérmico de lo real».
A Yococo ya no le duele nada, como a los locos o a los muertos. De su boca afilada y desdentada, un consuelo: la música. Toca clarinete, trompeta, imita el canto de los ruiseñores y el cloqueo del pavo. Este hálito musical que no lo abandona nunca es su yo inviolable.
A su hermana Maruja le duele todo, por eso ella narra esta historia.
En la edad de tomar leche, comen ratas. Al inicio creen que son cuyes. El momento de normalización del abuso: en la noche más oscura de sus penas, prefieren despellejar y comer ratas a disfrutar de un huevo frito.
Si dos sentidos están puestos en la escritura de Montacerdos son la vista y el olfato. Huele a pus, a plumas de paloma, a guano y a heces humanas, a charco.
Sobre todo, es un largo cuento lleno de ojos.
Griselda los tiene saltados y “la perla que se descolgaba de un ojo de mamá, brillaba, me parecía más que perla”; los hombrecitos los miran embobados, con ojos sobresalidos; las lechuzas son capaces de comer ojos, Maruja ve los ojos de los muertos; ojos que en la noche fosforescen y espían; hogueras que miran, ojos de fuego lloran candela, el presidente tiene ojos de pajarraco y, durante la procesión de la Virgen de Santa Cecilia, las lenguas parecen tener ojos. Maruja dirá: «pues ahora me sentía observada por miles de ojos como desde fuera de una enorme botella de arañas tamaño del mundo»; «los ojos de las ratas me daban miedo». A los caballos que pisan a Yococo se les saltan los ojos como naranjas. En la única misa a la que asisten como familia, los vecinos tienen los ojos brillantes y tristes, y el cura, «como si Yococo y mamá fuesen invisibles, no los vio». Este cura, rubio y espléndido, les niega la comunión, les arrebata el cielo. Cielo con el que fantasea Maruja, que adora a las palomas y quiere que le crezcan alas, irse volando con y como ellas. Este cura resume a quien elige mirar para otro lado: ver es hacerse cargo.
Derrida irá a decir que los ojos, más que hechos para ver, sirven para llorar. Pero apenas hay llanto en estos niños.
El cuento comienza también por los ojos: «Yococo fue el centro del espectáculo en la mañana que nos aguaitó ahí mismo». Aguaitar viene de vigilar, acechar. Y tantos ojos cercando la lectura también para preguntarnos si sabremos mirar hasta el final, si acompañaremos la permanente sensación de castigo panóptico; si te sabes visto todo el tiempo no hay escondite posible.
Todo lo que rodea a Yococo es tan picante que le hacen probar ají para ver si le duele y se ríe y no le duele, y a Celedunio se lo meten dos veces por el rabo y corre enceguecido. Uno de los ingredientes principales de la comida peruana, liberador de endorfinas y supresor del dolor, es usado para causar dolor. Y el ají se une al fuego. Fuego que en Montacerdos estalla en lenguaje (con su frenética oralidad y sus comas fuera de sitio, caprichosas y precisas) y trama. La familia carga sus leños, enciende hogueras, asa para calentar y para comer, les queman sus pertenencias. Todo arde, todo combustiona en la vida enardecida y alienada.
En este paisaje, los animales son fundamentales.
Están las palomas, las ratas del aire, como las llamaba el poeta Antonio Cisneros, pero ahora son inocuas, hasta amorosas, no son plaga ni peste, sino cómplices de los deseos de fuga de Maruja: el amor de ella las dignifica.
Las ratas de ojos feroces y astutos que serán observadas y a la vez comidas; los ratones en los bolsillos de Yococo; los perros hambrientos que los reciben al llegar, los caballos de la policía que corren nobles para luego aplastar todo y quebrar huesos, las lechuzas que espían la noche; las cucarachas, las arañas, las moscas, los picaflores, los alacranes, los grillos, los gatos, los mosquitos, las pulgas, los zancudos y los piojos; los colibríes, los ruiseñores, gorrión, la gallina clueca, el halcón, el pájaro churretita, los periquitos australianos; lagartija, piraña, pejerrey, gallos, toro, pavos, rana.
Y está Celedunio, «así llamó Yococo al cerdo que una vez, curioso le hociqueó, lo olió y descubrieron que ambos habían sido viejos camaradas aunque sin conocerse». Oler en griego antiguo significaba pensar. Así como el perro Argos olió y pensó a Ulises a su regreso a Ítaca y fue el único en reconocerlo antes de caer muerto, Celedunio olfatea a Yococo y pensarlo ya es quererlo. El afecto es recíproco. ¿En qué se han reconocido? ¿Qué comparten aún sin saberlo? Se domestican. No hay que entenderlo únicamente como amansarse o domar, sino como construir juntos una casa. Celedunio lo ayuda a irse de la rabia ajena, lo lleva de viaje, aunque ese viaje sea dar vueltas por el mismo territorio, sin escape.
Veintiséis años antes, Julio Ramón Ribeyro había escrito sobre un abuelo que obliga a sus dos nietos a escarbar todos los días en un muladar para alimentar a un cerdo en «Los gallinazos sin plumas». En este cuento, el cerdo Pascual engorda y engorda. De voracidad incontenible, exige ser saciado, pero nada lo sacia. Tal es su apetito que cualquier día podría comerse a uno de ellos. ¿A quién y cuándo?
En cambio, Celedunio, tan famélico, ha sido abandonado, enfermo y perdido. Su agonía es pasiva, no reclama alimento. El amor de Yococo mata su hambre, lo cura, lo alivia de la peste, los hermana. Es también un niño. Sin habérselo prometido, se hacen compañeros para lo que dure la vida.
Por tierra fuga Yococo (sobre un chancho, pero cantando como las aves) y, por aire, a través del vuelo de las palomas, su hermana Maruja. Son los animales y no las personas quienes compensan la aridez de la humanidad. Así trabaja Cronwell Jara la piedad y la ternura.
Una espantosa actualidad en Montacerdos.
Consultado en diciembre del año pasado sobre los cincuenta muertos durante las protestas contra el gobierno de la presidenta del Perú, Dina Boluarte, el ministro de Educación, Morgan Quero, dijo que «los derechos humanos son para las personas, no para las ratas». En Montacerdos asistimos a la ciudad desconfiada que sospecha del otro, que lo llama loco, rata, salvaje, basura, y que celebra la deshumanización desde el lenguaje. En junio, también del año pasado, el mismo ministro Quero, al conocerse que 524 niñas de las comunidades awajún y wampís en la selva peruana habían sido violadas por sus profesores, dijo que eran «prácticas culturales» de la región. El rechazo ante sus declaraciones fue unánime: son las dirigentes de las propias comunidades las que vienen denunciando estos actos desde 2010.
En el texto de Jara, la madre de Yococo es violada por quien la había invitado a encontrar refugio en su casa, don Eustaquio, el marido de doña Juana, la presidenta del club de madres. Cuenta Maruja que la tumbó, «la desarmó como a una ranita, la hizo crujir los huesos». Pero mucho antes, los hombres acosaban a Griselda, le silbaban, le decían improperios delante de sus hijos, buscaban meterle mano y lanzaban piedras contra su choza. Alrededor de ocho millones de mujeres en el Perú declararon haber sido alguna vez víctimas de violencia por parte de su esposo o compañero en la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar de 2023 del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
Cronwell Jara migró con su familia a la capital a los seis años, al Rímac, primero a Ciudad y Campo y luego al entonces incipiente barrio Mariscal Castilla, hasta mudarse a la urbanización El Bosque a los diecisiete, también en el Rímac, donde reside aún hoy. Aunque su padre logró ser el primero del vecindario en construir una casa, atestiguó el crecimiento de las barriadas y los movimientos migratorios de los Andes a la ciudad; las viviendas, apenas palos y cartones en el lodo. En Perú a las casas de concreto armado las llamamos de material noble. Y algo de sentido tiene: es innoble no poder acceder a un techo digno.
Jugó con sus amigos a trepar chanchos y árboles, tantos niños para corretear y vecinos trabajadores que no supo que era un barrio pobre hasta más adelante.
Futbolista y maratonista en la infancia, aprendió de resistencia, largo plazo y segundo aire. Desde los trece se supo escritor –deseo que fue alentado por su padre; le contaba historias junto con su abuela Ruperta, le compraba libros y prometió su apoyo– y dejó de correr. Su madre lo felicitaba por sus cuentos. Philip Roth decía que un hijo que se sabe amado por sus padres es un conquistador.
De día y de noche, pleno de historias que macera y fulguran en su cabeza, antes de aterrizarlas, como si se las soplaran, en estado de vértigo. Viste un chaleco con múltiples bolsillos para tener siempre a mano libretitas, resaltadores y lapiceros. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Solo dejó de escribir durante cinco años, en los setentas: creía que a sus relatos le faltaba algo más. Y ha llegado a enfermarse de escritura. Durante este apagón del alma, no podía teclear ni una sola oración o evitaba los puentes por el impulso de saltar, como le ocurrió después de tres meses dedicados a los cuentos de La huella del puma (1990). A la fecha suma unas 40 obras, entre ellas, Film Vallejo/Moriré en París con aguacero (2022), ¡Molotov – Suite! (2021), Manifiesto de ocio (2007).
Recibió el premio Casa de la Literatura Peruana en 2019 y el premio de la Feria Internacional del Libro de Lima, concedido por la Cámara Peruana del Libro en 2023. Es valorado y leído. En 2012, los escritores Diego Zúñiga, Luis López-Aliaga y Juan Manuel Silva fundaron en Chile la editorial independiente Montacerdos, entre cuyos títulos también figura este relato. Ha recorrido todo el Perú como uno de los precursores de los talleres literarios, pero sigue estando –en sus propias palabras– «en quiebra permanente».
¿De dónde proviene su escritura? De la nostalgia y la alegría, ambas de la infancia, pero sin ser infantiles o inocentes, de la conmoción de habitar un país de narradores, y una ciudad ruidosa y desalmada y tierna, y de una cualidad extraordinaria: Cronwell Jara es todavía un joven que escucha la vida con los ojos.