«Dice usted en su carta algo sumamente acertado: la tristeza de llevar tantos años ignorada de ustedes –de tres generaciones, por lo menos– solo puede ser compensada considerando el silencio que se ha hecho sobre mí como un honor. Sí, eso es muy cierto, pero ya tengo bastante de ese honor: ahora quiero que me conozcan. Quiero, sobre todo, que me escuchen, y eso es lo que me complace y me conmueve de su carta: usted se ha dado cuenta de que en mi obra puede haber un camino»

POR AZAHARA ALONSO

Fuente: wikicommons

En el mes de septiembre de 1965, una carta salió de Barcelona y cruzó el océano Atlántico hasta llegar a las señas postales de Rosa Chacel en Río de Janeiro. La carta la firmaba una jovencísima Ana María Moix, que quería manifestar su entusiasmo por el libro Teresa —«Pensé que era correcto comunicarle el respeto y la admiración que siento […] y hacerle saber que también en España hay quien aprecia su obra»— y tener noticia del resto de libros que había publicado. A finales de ese mismo mes, Rosa Chacel respondió, también por escrito, a la que en adelante y durante muchos años sería su amiga epistolar. Mediaba entre ellas casi medio siglo de edad y un océano, pero las unía una vida dedicada a la literatura, en la medida en la que cada una podía hacerlo según su contexto. Además de responder al cariño enviado por Moix, en la respuesta Chacel recapitulaba su escritura publicada hasta entonces, reconociendo algo en lo que algunos de sus lectores incidían en aquellos tiempos: «Mi obra no es muy numerosa»; algo, también, que debería hacernos pensar aún —o especialmente— hoy en por qué anhelamos que nuestros autores predilectos sean prolíficos por encima de todo, o por qué parece ser ese un valor en sí mismo, cuando quizá la relectura y reivindicación de sus mejores textos puede ser significativa y menos ansiosa, además de una forma de liberar la escritura del paradigma productivo que tan ajeno a las artes debería ser. En la relación de libros, Chacel mencionaba su primera novela, Estación. Ida y vuelta, «muy pequeña y muy ingenua, como toda primera novela, pero respecto al camino, fundamental», publicada en Madrid en 1930 y por aquel entonces —recordemos, 1965—, «enteramente agotada». Hablaba también de un libro de sonetos de aquel mismo año, A la orilla de un pozo, una de sus pocas incursiones en la poesía. Y de otro «pequeño libro» de cinco cuentos, Ofrenda a una virgen loca, publicado por la Universidad Veracruzana de México. También le hacía llegar dos libros, los únicos de los que tenía ejemplares allá en su exilio brasileño: la novela Memorias de Leticia Valle y el conjunto de cuentos Sobre el piélago. Y añadía: «Del último, La sinrazón, me es difícil conseguir [ejemplares], porque mis relaciones con la Editorial Losada no son muy buenas, a causa de la horrenda edición que me hicieron. Creo que usted podrá lograrlo pidiéndolo a alguna librería, y cuando lo tenga le mandaré la fe de erratas, que ocupa más de dos páginas […] Y eso es todo». Era esa supuesta escasa producción literaria la que hacía que Chacel se sintiera doblemente orgullosa de La sinrazón: «Para que no crea usted que he dejado perder demasiado el tiempo, le diré que La sinrazón es una novela de 400 páginas –en esa edición, casi ilegible por la pequeñez de los tipos y la proximidad de las líneas, pues en una edición normal habría dado casi 800– en la que he trabajado diez años». Escrita en sus inicios durante la estancia de Rosa Chacel en Nueva York gracias a la beca de la Guggenheim Foundation para escribir otro libro, finalizada en 1958 y publicada en 1960, La sinrazón es una de esas obras incomprensiblemente difíciles de encontrar en las librerías, a pesar de ser el libro más ambicioso y quizá mejor logrado de una de las autoras clave de nuestra literatura del siglo xx. Moix consiguió un ejemplar, y en las siguientes cartas destacó con entusiasmo algunos de los puntos que consideraba esenciales, haciendo una lectura que a Chacel le pareció «de un acierto y de una profundidad extraordinarias».

La edición de la que hoy disponemos en España cuenta con exactamente 699 páginas y un cuidado que se adivina que hubiera alegrado a la autora, y es responsabilidad de la editorial Comba, con sede en Barcelona, que nos trajo en 2015 tanto De mar a mar —la citada correspondencia entre Rosa Chacel y Ana María Moix— como, unos meses después y en el mismo año, la propia La sinrazón.

*

Finalmente tan prolífica como longeva, Rosa Chacel (Valladolid, 1898 – Madrid, 1994) es a pesar de todo —tras su vuelta a España en 1974 recibió el Premio Nacional de las Letras y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, entre otros reconocimientos— una autora celebrada con demasiada mesura. Julián Marías escribió el prólogo que acompaña a La sinrazón, que apareció como Prólogo a la segunda edición en el Volumen I de la Obra completa de Chacel, publicado en 1989, aunque fue escrito veinte años antes, cuando ella ya contaba con varias obras de importancia. En la primera línea de esa antesala, él mismo se sorprende: «¿Cómo se entiende que hoy, en 1969, esté yo presentando a los lectores españoles la obra de Rosa Chacel? Su primer libro se publicó en 1930, va a hacer cuarenta años». Y Ana María Moix, con una franqueza no solo atribuible a su juventud, abordó también el silencio en el que estaba sumida la figura literaria de su admirada amiga, algo de lo que la propia autora era más que consciente —siempre padeció por esa huidiza promesa de celebridad, magnificada y no aliviada por el exilio, y sumada a las continuas penurias económicas—, a lo que respondió así: «Dice usted en su carta algo sumamente acertado: la tristeza de llevar tantos años ignorada de ustedes –de tres generaciones, por lo menos– solo puede ser compensada considerando el silencio que se ha hecho sobre mí como un honor. Sí, eso es muy cierto, pero ya tengo bastante de ese honor: ahora quiero que me conozcan. Quiero, sobre todo, que me escuchen, y eso es lo que me complace y me conmueve de su carta: usted se ha dado cuenta de que en mi obra puede haber un camino». Es justamente ese camino, referido en numerosas ocasiones a lo largo de su trayectoria literaria, el eje central de La sinrazón. Y, aunque apenas se repare en ello, no es casual por eso que fuese Julián Marías, discípulo de José Ortega y Gasset, quien prologase esta novela, ya que algunos de los conceptos que más diestramente desarrollaron —la ilusión y la futurición, respectivamente— trenzan parte de la historia del protagonista de La sinrazón, ese camino.

*

La sinrazón es la memoria recobrada de una vida, la de Santiago, un hombre porteño nacido en los primeros años del siglo xx y cuyos avatares personales quedan inevitablemente insertados en un caudal histórico que le excede pero que solo actúa como fondo. Auscultando el recuerdo, su voz narrativa —sumamente analítica y de una abrumadora profundidad psicológica— rememora el origen del que es fruto, una familia bien asentada y con raíces europeas. Pero evoca sobre todo los devenires, no especial ni necesariamente acontecimentales, de su biografía, marcados por dos proyectos: la vocación profesional y la vocación sentimental. En ambos casos hay un deslumbramiento temprano seguido de una intención —casi empecinamiento— en asimilar a la vida, a su día a día, lo apetecido, algo que termina por abocar al personaje a un desvanecimiento continuo de las fronteras entre deseo y voluntad, dos fuerzas que sitúa en el mismo plano. El motor de todo ello es quizá en parte una ambición que él dice «poco común», pero también el propósito de la «adhesión a la alegría», reconocida como fundamental para Santiago desde las primeras páginas y que, viniendo de un carácter tan metódico, no puede sino ser una búsqueda compleja por cuanto racionaliza y perturba la espontaneidad que se le supone. Sorprende a veces el contraste que se da entre la visión introspectiva de Santiago y su contacto con los demás personajes a través de los diálogos, donde entramos en contacto con un carácter más fresco, e incluso más astuto. Tal vez también ahí radique el abismo al que el propio protagonista se ve siempre enfrentado, su desconocimiento de sí mismo a pesar de la innegable capacidad de observación. Y también se puede explicar porque en esa puesta al día de lo sucedido durante tantos años, un Santiago mucho más maduro no se engaña y es de una lucidez reseñable: «Es muy difícil, sumamente difícil hablar, cuando ya se sabe, del tiempo en que aún no se sabía. Es muy difícil describir aquella ignorancia que nos llevaba a incurrir en error».

Rosa Chacel hace que el protagonista ordene su pensamiento para desplegar la trama, y por eso tras narrar la pérdida de sus padres —él falleció durante la Primera Guerra Mundial, cuando ayudaba a Francia pasando en coche por los Pirineos productos de Suiza a España, sin volver de una de sus avanzadas; ella, después de no soportar el duelo y una concatenación de males— relata una etapa clave de su vida, los cinco años que pasó con su tío Andrés, dueño de un laboratorio, en una acomodada vida española abierta al conocimiento de Europa, con libertad y un futuro esperanzador y fácil, y con el despertar de su interés por la química. Todo parecía llevar al natural cumplimiento de lo predecible, pero su tío había prometido enviarlo de vuelta a Argentina, a aquellos orígenes formados al otro lado del océano, plan que el joven Santiago deseaba pese al cariño que había tomado a su rutina española. Es en ese momento donde comienza su vida adulta y también el conflicto de la historia. Y si bien decíamos que el hilo conductor de la novela es la rememoración, no son en realidad unas memorias. Así se nos cuenta: «Fue una noche […] cuando decidí escribir estas confesiones. No las llamo memorias porque memorias es una palabra que siempre tiene algo de grato o de halagüeño; unas memorias se escriben para recordar algo y yo esto no lo he empezado para recordar sino para comprender». Aparecen entonces los inicios de sus años adultos, donde los hechos hacen al personaje pero no siempre hablan por sí mismos. Cuenta Santiago cómo encauzó su carrera, cómo quiso hacerse cargo del negocio de un hombre llamado Puig —que le opuso una elegante resistencia, al final imposible de mantener por sus herederos—; y también el primer encuentro con Quitina, la que será su muy deseada esposa y madre de sus hijos —pero que quedará velada por un amor menos profundo aunque más enigmático, el que siente por Elfriede, una mujer alemana que conoció en su juventud europea—. Estas dos líneas se entretejen en las páginas de La sinrazón para dar idea concreta de las dificultades de todo proyecto vital, así como de las paradójicamente inherentes a sus logros. Y una persistente lechuza le acompaña a lo largo del libro, con un simbolismo no exento de obviedad, que representa su ansia de erudición y desvelamiento, al tiempo que le va marcando el camino, aquel camino que es una línea de deseo.

*

Una novela de esta envergadura no pervive solo por el interés de su trama —ligera, en cierto sentido—, sino por la capacidad de darle cuerpo a tesis que de otro modo solo serían accesibles a través de un tipo de escritura muy diferente, casi siempre académica y bastante más oscura. La propia Rosa Chacel se refirió a La sinrazón como una «autobiografía de pensamiento», y ya hablábamos de la importancia de conceptos como el de la futurición — somos la flecha dirigida hacia adelante, a punto siempre de ser disparada hacia el futuro— y el de la ilusión —«esa original posibilidad antropológica», tal como Marías la define, que nos orienta hacia el futuro con expectación; un disfrute anticipado en el que fabulamos los detalles de la alegría venidera en la amplitud de todo lo posible—. En las novelas de Rosa Chacel se da una poética que une ese conocimiento a sus propias intuiciones e ideas. En el caso de La sinrazón encontramos el deseo de poder, el amor y la limitada actuación de la voluntad frente al azar —y, como se apunta en la sinopsis, también de sus contrarios: la pobreza, el desamor y el infortunio—. La destreza de la autora vallisoletana ha consistido, además de en su incuestionable talento narrativo, en darle forma a esas solo aparentes abstracciones en el desarrollo de la vida de un personaje que las va experimentando en lo cotidiano, que es belleza y es verdad. La heroicidad del protagonista, lejos de las grandes acciones dramáticas, es capear los temporales que se le imponen desde que adquiere uso de razón, y la extensión de esta novela es también la que le permite dar cuenta de la «densidad de la vida» con sus pequeñas cuestiones, que son las que dan asimilan dimensiones mayores. En este sentido, La sinrazón —publicada inicialmente en 1960— se lee desde hoy con la misma curiosidad, dado que la condición humana no ha cambiado sustancialmente a pesar de los avances de todo orden que hoy nos configuran. Cuestiones como el reconocimiento de los propios deseos, la familia, la inercia en las relaciones sociales, la propiedad y la posesión continúan teniendo un lugar prioritario en nuestros placeres y preocupaciones.

En todo este recorrido, y si tenemos en cuenta el estilo, Rosa Chacel huye de la jerga filosófica sin abandonar por ello el pensamiento, más bien al contrario, lográndolo con un lenguaje lleno de metáforas y una prosa envolvente. De este modo se engrandece un género literario que abarca no solo lo que ocurre y sus causas y consecuencias, sino también lo que podemos extraer de ese ciclo de sucesos. Como Henry Fielding decía de su propia obra, «El alimento que proponemos aquí […] a nuestro lector […] no es otro que la naturaleza humana». Y Milan Kundera: «Una invención novelesca es, pues, un acto de conocimiento». Esta perspectiva se consuma en estas páginas: lo concreto es lo prosaico, que adquiere en este caso un vuelo inusitado.

*

Una de las últimas claves de esta lectura es la importancia del sentimiento religioso en Rosa Chacel. Según manifestó ella misma, su vida de creyente pasó por numerosos avatares, tendiendo siempre a una radical materialización, y por eso era inevitable que fuese atendida en esta obra central de su trayectoria. Desde ese protagonismo podemos comprender parte de la falta de interés que el libro ha podido despertar en ocasiones —aunque una lectura llena de curiosidad siempre acorta las posibles distancias en este sentido—. De nuevo, ella misma sabía que, de algún modo, eso la hacía no estar en el mismo código que su época, y lamentablemente le hacía dudar de la calidad o pertinencia de la novela. Afectada por la falta de conversación que el libro generó en su momento y complacida por la comunicación con Moix, a finales de agosto de 1966 le escribió: «Tu carta me ha emocionado porque veo que de verdad te ha gustado La sinrazón. Y sobre todo veo que te ha gustado por lo que yo quería que te gustara; entiendes perfectamente mi sentimiento de la vida, que es lo que más empeño tengo en comunicarte y que es lo único que tiene algún valor en todo el libro. No me creas culpable de modestia –a veces la padezco, pero en otra región ya te explicaré–. Estoy muy lejos de creer que sea un libro extraordinario, como novela; estoy a todas horas luchando y excavando dentro de mi cabeza para conseguir algo mejor, literariamente, algo que me satisfaga más a mí misma y que además sea compatible con la época, tenga alguna relación con el mundo de ahora, tal como se vive. Que pueda gustaros a vosotros –que no sois el mundo de ahora, sino el de mañana– es para mí una satisfacción infinita, pero es que vosotros sois tan extraordinarios, tan fuera de lo que se ve y de lo que se imagina… Tal vez resulte que yo no pueda escribir más que para seres extraordinarios. La estricta verdad es que son los únicos que me interesan: no tengo derecho a quejarme si yo no intereso a los otros». Ojalá el mundo de ahora, el de hoy, no necesite ser extraordinario para dialogar con estas magníficas páginas.

Total
191
Shares