POR JACOBO IGLESIAS

Porque el periodismo, dice Leila Guerriero, “puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible, perfecto: la esencia de la esencia de la realidad”

Algo tienen los argentinos con las formas breves. Cortázar se apoderó del cuento y lo hizo suyo para siempre —su corpus es difícilmente superable—; Borges lo hizo con el ensayo y, a su manera, también con el cuento; y ahora lo ha hecho Leila Guerriero con la crónica y el perfil. A salvo queda la novela, situada en algún lugar entre la Mancha y Macondo; y la poesía, escrita a caballo —o, si lo prefieren, a corcel— entre Andalucía y Chile. 

Leila Guerriero nació en la ciudad de Junín, provincia de Buenos Aires, en 1967. Jamás pisó una universidad de periodistas ni un taller de escritura para reporteros, pero lleva 20 años tocando el «piano Steinway del periodismo» con la delicada furia de Martha Argerich —otra roca argentina. La única escuela que frecuentó fue la de la tradición de sus compatriotas por escribir el mejor periodismo literario —el motor de Rodolfo Walsh, la dirección de Tomás Eloy Martínez, el magisterio de Martín Caparrós—, para terminar asestando el golpe definitivo, el knock-out que tumba al género —y al lector— y lo envía a la lona.

Podríamos empezar a hablar del periodismo de Leila Guerriero diciendo algunas de las cosas que no hace. No escribe con la urgencia que impone el mundo de los nuevos soportes: escribe en el sentido contrario a las agujas del reloj. No escribe con la parquedad y la ligereza del periodismo online, sino como si cada crónica fuera la última que fuera a escribir. No escribe sobre ciertas personas de interés periodístico —estrellas de rock, magos, gigantes, poetas, empresarios—, sino que los hace florecer en el perfil y los lleva más allá de su propio relato. No utiliza el lenguaje como un cosmético para hacer el texto más vistoso, sino que cada palabra está premeditada y puesta al servicio de la historia. No cree que vivamos en un mundo plano —«de malos contra buenos, de indignados contra indignantes, de víctimas contra victimarios»—, sino en un mundo donde las historias han de tomar «el riesgo de la duda» y ser «pintadas con matices» para tratar de comprender algo de lo que nos rodea. Y no se nutre solo de estadísticas, reportajes y documentales, sino de poesía, novela, cine, fotografía, cómic.

Porque el periodismo, dice Leila Guerriero, «puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible, perfecto: la esencia de la esencia de la realidad».

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Igual que ocurre en los mejores cuentos y las mejores fotografías, las crónicas y perfiles de Leila Guerriero tratan de ver el mundo en un grano de arena. Y al terminar de leerlos sentimos que hay algo que va más allá de la historia que nos cuenta y que, como decía Cortázar al equiparar cuento y fotografía, ese fragmento de la realidad «actúa como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia» para actuar en el lector «como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota literaria». 

Del mismo modo que una gran fotografía —de Brassai, de Kertész, de Koudelka— es capaz de mostrarnos el alma de lo fotografiado y captar eso que lo trasciende, también las crónicas y perfiles de Leila Guerriero pelean con uñas y dientes por salirse del texto para representar lo que describen, para ser lo que describen y encarnar el alma de lo retratado —y eso que lo trasciende—, de tal modo que al terminar la lectura se levante frente a nosotros materializado por la arquitectura del texto. 

En una crónica de viajes sobre la Patagonia, Leila Guerriero escribe:

«Pampa de Agnia es una zona alta, donde el viento chilla y empuja como un monstruo. Desde allí pueden verse las primeras cumbres bajas de la cordillera. Más allá, la ruta 25 pierde su nombre y se transforma en provincial 62.

En Pampa de Agnia, oscura y sola, hay una gasolinera. Adentro, en lo que alguna vez fue bar, un televisor inerte, estanterías desnudas. El chico —que se llama Mauro, tiene once años, vive con su madre, su padre, dos hermanos y habla poco— enciende una lámpara, y una excrecencia babosa se derrama por el cuarto: la luz de un ojo que intenta ver, y que no puede.

—¿Le vendo algo? —pregunta.

Señala alrededor eso que tiene: nada.

Afuera, el sol se arroja. Araña la nieve de las cumbres bajas».

En estos párrafos finales —y en el resto de la crónica— está representada el alma de la Patagonia. Esa selección de palabras y de imágenes son la Patagonia. Y al leerlos, nos dejan en un estado de ensoñación, de epifanía que nos remite a la soledad inabarcable de su territorio «donde el viento chilla y empuja como un monstruo». El efecto no está escrito: está hecho. Y aquí ya no se trata solo de tener una mirada particular —imprescindible en todo buen cronista—, sino que es su forma de escribir la que nos transporta a ese estado de apertura en el que se mueven las mejores fotografías y los mejores cuentos. Un estado en el que entendemos —o creemos entender— algo del mundo que nos rodea: una vaga ensoñación de haber comprendido.

Y en esos párrafos finales sobre la Patagonia, en ese destilado perfecto de periodismo hay ecos de Hemingway. Y de planos cinematográficos. Y de cuentos. Y de poesía.

Otro de sus textos, un perfil sobre Nicanor Parra —el poeta chileno tenía 96 años cuando lo entrevistó—, comienza de la siguiente forma:

«Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento. Sentado en una butaca baja cubierta por una manta de lana, viste camisa de jean, un suéter beis que tiene varios agujeros, un pantalón de corderoy. A su espalda, una puerta vidriada separa la sala de un balcón en el que se ven dos sillas y, más allá, un terreno cubierto por arbustos. Después, el océano Pacífico, las olas que muerden rocas como corazones negros.

—Adelante, adelante.

Es un hombre, pero podría ser un dragón, el estertor de un volcán, la rigidez que antecede a un terremoto.

—Adelante, adelante.

Llegar a la casa de la calle Lincoln, en el pueblo costero de Las Cruces a 200 kilómetros de Santiago de Chile, donde vive Nicanor Parra, es fácil. Lo difícil es llegar a él».

En este magnífico arranque —y en todo el perfil— nos sucede algo parecido. En él podemos ver y sentir las contradicciones de un genio irreverente, la complejidad de un sabio que ha vivido el siglo XX entero. El alma de un hombre que podría ser todos los hombres.

Como se puede apreciar en estos fragmentos, se trata de una escritura que, lejos de pavonearse —la gran tentación del periodismo narrativo—, está totalmente premeditada y puesta al servicio de la historia para producir el mismo efecto que una gran fotografía o un cuento memorable. Y es que un estilo demasiado bello podría falsificar la experiencia —llamando la atención sobre sí mismo— y alejarnos de la verdadera emoción de las escenas.

Y mientras el periodismo de la urgencia se impone en el mundo de los nuevos soportes, Leila Guerriero seguirá escribiendo en el sentido contrario a las agujas del reloj, persiguiendo nuevos modos y nuevas formas, preguntándose —ante el folio en blanco— si eso ya lo escribió mañana, y publicando crónicas y perfiles para traernos eso que está tan a la vista pero que es tan difícil de representar: la esencia de la realidad

Sin embargo, las arquitecturas y el estilo de Leila Guerriero están depurados al máximo con un único objetivo: registrar con fidelidad los hechos para que la acción dramática hable por sí misma, para que el propio lenguaje llegue a ser lo que describe. Cabría decir de su estilo que es preciso, pero de una precisión poética —lo que constituye casi un oxímoron— que logra traernos la emoción de las cosas tal y como sucedieron en la realidad. Y lo mismo podría decirse de sus arquitecturas —estructura, tono, diálogos, escenas— trabajadas hasta el límite para encontrar la mejor forma de encarnar lo que retrata.

El periodismo narrativo que alcanza esta altura de vuelo se sitúa junto a la poesía, la novela, el cuento o la fotografía como una de las elevadas formas del arte que nos ayudan a entender el mundo. 

Con esta vuelta de tuerca, el anaquel del periodismo narrativo queda nivelado —definitivamente— a la altura de los demás géneros.

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Una de las mejores escenas de El perseguidor, la novela corta de Julio Cortázar, es aquella en la que el crítico de jazz, Bruno, acude a un motel para ver al gran saxofonista Johnny Carter —trasunto de Charlie Parker y álter ego de Cortázar—, y lo encuentra desnudo y envuelto en una manta sobre un sillón de la pieza. Bruno le ofrece café con un poco de ron y Johnny comienza a hablar de sus problemas existenciales relacionados con el paso del tiempo. Entonces, Bruno recuerda cómo, años atrás, Johnny había echado a perder una sesión de grabación al dejar de tocar el saxo de repente y no parar de decir: «Esto ya lo toqué mañana, es horrible, ya lo toqué mañana». Siempre he pensado que esa frase no es solo una de las claves de la novela, sino también de toda la obra de Charlie Parker y Julio Cortázar.

Porque existe, entre los perseguidores, una consigna: no repetirse, no autoplagiarse y buscar siempre nuevos modos y nuevas formas del arte. Leila Guerriero pertenece a esa estirpe: la de los perseguidores que se cuestionan todo, y, en primer lugar, a ellos mismos y su propia obra. 

En su libro Zona de obras —una recopilación de los artículos y conferencias que Leila Guerriero ha escrito sobre el estado actual y el significado del periodismo— nos encontramos con muchas de esas preguntas que nunca tendrán respuesta. En el prólogo de ese libro, la propia autora resume su búsqueda de esta forma: «Dicen que, al atardecer, el gran cocinero Michel Bras llevaba a sus ayudantes a la terraza de su restaurante en la campiña francesa y los obligaba a permanecer allí hasta que el sol se ocultaba en el horizonte. Y entonces, señalando el cielo, les decía: «Muy bien: ahora vuelvan a la cocina y pongan esos platos. Estos textos son mis intentos por entender cómo se pone el atardecer en un plato. Aún no lo logro. Pero en eso estamos».

Y mientras el periodismo de la urgencia se impone en el mundo de los nuevos soportes, Leila Guerriero seguirá escribiendo en el sentido contrario a las agujas del reloj, persiguiendo nuevos modos y nuevas formas, preguntándose —ante el folio en blanco— si eso ya lo escribió mañana, y publicando crónicas y perfiles para traernos eso que está tan a la vista pero que es tan difícil de representar: la esencia de la realidad. 

O mejor aún: «la esencia de la esencia de la realidad».