La relación entre el indigenismo y la vanguardia ha sido uno de los puntos más atractivos para la crítica ya desde el propio Mariátegui.[i] Ahora bien, éste sería reacio a separar ambos conceptos, pues, en su composición, indigenismo no es sino una manifestación, una especificidad, de la vanguardia peruana, una de sus realizaciones. Indispensable es la diferencia que el crítico establece entre «indigenismo» e «indígena». El primer término se define como un estado de ánimo, de conciencia, del Perú nuevo.[ii] El segundo es un adjetivo que no podía aplicarse a la literatura, ni al Perú del momento, pues las obras «indigenistas» no fueron casi nunca indígenas. Y esta es la paradoja: el indio peruano estaba al margen de estas contribuciones ideológicas en su hipotético pro. En otras palabras, el indio habría sido agente pasivo de la vanguardia de los otros, de los no indios, en la que no intervino. En este sentido, la «vanguardia» literaria no era más que otro eslabón en la larga cadena del indigenismo cultural. Pero es indispensable recordar que para Mariátegui la vanguardia es una creación, un futuro, y si el Perú auténtico depende del éxito y realización del proyecto vanguardista, en su más amplio sentido hispanoamericano, más allá de Apollinaire y de Europa, entonces el indio es, no un componente de ella, sino la vanguardia en sí. Por emplear terminología comunista, podría decirse que el criollismo fue la revolución burguesa contra el estado colonial; el indigenismo, la revolución y dictadura del proletariado no indio; y el indio, la plena consecución socialista, la auténtica nación peruana, original, nueva, nacida y recuperada al mismo tiempo. Muy sencillamente: la vanguardia es Perú nacido.
Hidalgo (vida y poesía) y Ortega y Gasset (vida o poesía)
Flaco favor crítico se le hizo a Alberto Hidalgo cuando en 1987 Edgar O’Hara le dedicó un artículo,[iii] poco menos que animoso, en el que acusaba al autor peruano de, entre otros fallos, teorizar la vanguardia más que practicarla, y de haber insistido en su actitud vanguardista hasta décadas después de que el momento propicio de los años veinte ya no existiera. Ahora bien, estos dos cargos (predominio de la intención sobre la obra literaria en sí; permanencia de estilos) podrían presentarse contra la inmensa mayoría de los escritores de vanguardia, desde Marinetti hasta muchos ultraístas españoles, pasando por el dadaísmo, donde el dictado de la acción sobre la obra fue siempre elemento «programático» (tanto como pueda haberlo sido Dadá). Por ejemplo, Guillermo de Torre, al hablar de su hora álgida en España, afirmó sin tapujos que el ultraísmo español había dado más ideas que libros. Otras duras críticas de O’Hara se dirigían al «individualismo» de Hidalgo, calificado como «trampa de la que no saldrá nunca». Sin embargo, hay que tomar estas conclusiones con mucha cautela, especialmente por dos excesos de ese artículo: en primer lugar, el texto de O’Hara está bañado en agresividad condescendiente hacia la persona de Hidalgo, por razones que desconozco. En segundo lugar, el crítico peca precisamente de uno de los defectos que le atribuye al escritor, es decir, centrarse más en la teoría que en el ejemplo práctico, y es que O’Hara ofrece un muy parco acercamiento a tan sólo dos obras de un autor cuya obra fue caudalosa: Panoplia lírica, de 1917, y Antología personal, publicada en 1967, el mismo año del fallecimiento de su firmante. Es decir, O’Hara, en su análisis, pasa de puntillas por nada menos que medio siglo de producción (no menos de cuarenta libros) y actividad literaria intensa (sobre todo desde Buenos Aires), dirigiendo su atención amortiguada tan sólo a las primicias de un autor casi sin bozo aún y al ocaso de un hombre muy próximo a no existir. Por tanto, sus conclusiones globales no pueden sino ofrecer una imagen excesivamente sesgada y parcial del escritor de Arequipa, sobre todo en un colofón que sentencia, palabra por palabra, que Hidalgo «se ha convertido en paradigma negativo y su obra es tristemente célebre».[iv] Mucho me temo que aceptar esta tesis significaría ofrecer un panorama demasiado incompleto de la figura de este escritor y su importancia en el pensamiento literario peruano de la primera mitad del siglo xx. No deseo reducir mi estudio a una mera refutación de O’Hara, pero sí matizar, completar y, más que nada, reconocer la labor de Hidalgo. Veamos en qué consiste.
De todos los escritos en prosa del arequipeño,[v] son tres los textos que muestran las aportaciones teóricas más originales sobre el «espíritu nuevo», término que, como Mariátegui, Hidalgo toma, para hacerlo suyo, de Apollinaire. El primero es su poema «La nueva poesía (Manifiesto)»,[vi] perteneciente a su temprano Panoplia lírica. Es fácil percibir la raigambre formal modernista en la estrofa usada en este texto, con sus alejandrinos y su rima aguda; la pequeña idiosincrasia de usar la «i» latina en vez de la «y»; el tono de arenga y una selección de motivos típicamente futuristas (músculo, fuerza, vigor, aceleración, progreso, valor, guerra) acompañada de una exaltación de lo moderno revelado en los avances tecnológicos, en especial los medios de transporte (locomotora, aeroplano, automóvil, tranvías, naves transatlánticas), tan caros a Marinetti y su escuela. Por todo ello, sería razonable calificar este poema de futurista tardío,[vii] y concluir que Hidalgo propone un retraso y un remedo. Pero no se debe olvidar que Mariátegui afirmará, nueve años después, que el estilo nuevo no será tal si trae sólo una técnica nueva: debe traer también un nuevo «espíritu» (palabra, como se podrá advertir, omnipresente en estos años). Y es que, aunque Hidalgo pueda estar usando una forma repetida, ésta contiene algunas indicaciones estéticas, si no absolutamente nuevas, sí independientes y mayores de edad en el plano de las propuestas vanguardistas del momento peruano. La de mayor peso quizá sea la contenida en los versos de la segunda estrofa: «alejémonos algo del mundo en que vivimos / para buscar los ritmos de la nueva canción». En cuanto al segundo, el mismo Hidalgo va a retractarse ocho años después del concepto antiguo –usado aquí– de ritmo. Pero es el primer verso el que debe llamar nuestra atención. Si el nuevo poema (estilo, forma, tema, espíritu…) quiere existir, entonces debe alejarse del mundo en que vivimos. Esa idea de alejamiento, que Hidalgo desarrollará, ya redondeada, en otro texto del que me encargaré después, es el germen del concepto inglés de delay (entre otras acepciones, «demora») que acuñará, más de cincuenta años después del poema del peruano, Ian Wallace al hablar de la poesía concreta en su ensayo «Literature – Transparent and Opaque».[viii] Puede que esta «demora», como procuraré explicar más abajo, sea el principio del funcionamiento técnico vanguardista occidental. Ahora, continuemos con este primer «manifiesto». Hay otras ideas, implícitas y explícitas, de «La nueva poesía» que no coinciden con el rígido ideario futurista. En otro verso, Hidalgo propone: «seamos eutropélicos [sic], ordenados y graves», después de haber pedido: «levantemos el culto de la Serenidad». No es difícil darse cuenta de que el arequipeño está empleando un tono futurista para transmitir un mensaje plenamente antifuturista. En los dos primeros puntos del Manifeste du Futurisme,[ix] Marinetti había declarado:
- Nous voulons chanter l’amour du danger, l’habitude de l’énergie et de la temerité.
- Les éléments essentiels de notre poésie seront le courage, l’audace et la révolte.
Tras una sólida comparación de textos, queda en evidencia la disonancia entre los «danger», «temerité», «audace» y «révolte» del italiano y la eutrapelia, el orden y la gravedad de Hidalgo. Son términos antitéticos y, por tanto, si los más antiguos son la esencia del futurismo, los del peruano no caben en ese continente, están enfrentados: Hidalgo no acepta el método de la violencia, actitud compartida por el fascismo. Entusiasmo por la tecnología, sí. Y en cuanto al deseo de «orden», ya señalé cómo en Mariátegui se alinea vanguardia con creación de un nuevo orden social peruano, proyecto de índole muy distinta al anhelo bélico (futurismo), destructivo (dadaísmo), e inconsciente (surrealismo) de las corrientes europeas más estruendosas. Aunque no hay que confundir el proyecto social, colectivo y nacional que era el deseo de Mariátegui (no en Perú, sino Perú mismo) y el principio de no acción de Hidalgo.