¿Qué es la vanguardia histórica de principios de siglo xx? Desde Guillermo de Torre en adelante, la crítica se ha esmerado, con buenos resultados, en responder a la pregunta: ¿qué fue la vanguardia? Ya en la segunda década del siglo xxi, existen panoramas muy completos que muestran la datación de sus diferentes «ismos»; la secuencia editorial de sus manifiestos y libros; el desenredo cronológico de la miríada de revistas y otras publicaciones periódicas que fueron, quizá, el vehículo más significativo de esas estéticas; el establecimiento de las diversas nóminas de autores que se adhieren a un movimiento o a otro; y, en fin, cómo no, la imposición de un calendario que pretende establecer series de influencias, imitaciones, versiones y desarrollos verticales, unilaterales, de las vanguardias. En otras palabras, se ha prestado una muy significativa atención a la historia del periodo: a lo que fue. No voy, por tanto, a trazar aquí una breve suma o cronología del desarrollo de las vanguardias en Perú.[i] Más bien trataré algunas cuestiones sobre la teoría estética peruana de la poesía de vanguardia, en diálogo con Europa y con el foco sobre José Carlos Mariátegui y Alberto Hidalgo, figuras esenciales del pensamiento literario de Perú y sus escritos esenciales, no tan estudiados como los de otros «gigantes» del periodo (César Vallejo, Carlos Oquendo de Amat, César Moro, Emilio Adolfo Westphalen, Magda Portal).
Mariátegui y Apollinaire. El espíritu y la nación
El germen de las vanguardias históricas, por consenso actual, se encontraba en la poesía francesa del siglo xix, en concreto, y –desde el precedente de Charles Baudelaire– en los simbolistas, que desembocan en Stéphane Mallarmé. De hecho, se considera Un coup de dés jamais n’abolira le hasard (1897) como la entrada a la poesía contemporánea y el umbral de las vanguardias. Es decir, existía un centro definitivo y emanante de la literatura y el arte occidentales: París. Claro. En su ensayo L’esprit nouveau et les poètes (1918), Guillaume Apollinaire, al disertar sobre el principio motor de las nuevas estéticas, presenta dos afirmaciones que, en principio, no pueden sino articularse en oxímoron: por una parte, señala la universalidad de ese «espíritu nuevo» para, inmediatamente, puntualizar que, sin embargo, es una pura expresión de la nación francesa. No hay que olvidar que el concepto vigente en esos años de «nación», y el choque de tal identificación en los países europeos, había llevado a la Gran Guerra, concluida cuando todavía está fresca la tinta del texto de Apollinaire, y llevaría al mundo a su horrenda continuación de 1939. Es, pues, todavía, el concepto nacionalista de «nación», si se me permite el uróboros. Por tanto, se sugiere, quizá con menos ingenuidad de la aparente en el ensayo, que hay un origen unívoco de tal espíritu: Francia. Ahora bien, hay una razón muy concreta, y seguimos con Apollinaire, para reclamar esta génesis gala: la rebelión (francesa) contra la férrea disciplina intelectual (francesa), que aborrece el caos y el desorden (¿franceses?) Ahora bien, si Francia detesta el alboroto intelectual, y lo puramente francés es el espíritu clásico de equilibrio cartesiano, ¿cómo es posible que aquella rebelión sea «pura expresión de la nación francesa»? Otro uróboros, cuya aclaración es aquí necesaria, así como poner en tela de juicio el rasgo exclusivista y genésico de la poesía francesa que establece Apollinaire.
En su historia de la literatura peruana, James Higgins[ii] llama la atención sobre un problema crítico que aún no ha conocido enmienda duradera: la percepción de la literatura hispanoamericana como un todo con tintes mononacionales, que desvirtúa los rasgos diferenciadores no ya sólo de cada país del continente, sino incluso de las regiones de un mismo estado, o de la variedad de múltiples realidades culturales en un mismo contexto histórico. Estamos, además, ante un escollo teórico doble: por una parte, la simplificación del fenómeno vanguardista a un mero movimiento de emisor (Francia, Europa) y receptor (Perú, Hispanoamérica); por otra, el exceso de diferenciación-catalogación de «ismos» y corrientes, que marca unas líneas divisorias entre momentos, autores, obras y estéticas que no existieron en el momento presente de estas primeras décadas del siglo.[iii] Quizá sea ésta, sin remedio, la Némesis de todo recuento histórico. Pero volvamos a Higgins. En su valoración de conjunto histórico, el británico da preminencia, como uno de los rasgos generales más característicos de la literatura peruana, a una patente voluntad de experimentación, animada por su aislamiento geográfico del «centro» literario occidental. No insistiré en el carácter dudoso y el significado polémico, por lo demás, del término «centro» en la actualidad de los estudios literarios, sobre todo en las Américas, enriquecidos por la experiencia teórica postcolonial, aún en pleno desarrollo. Sea como fuere, es cierto que la vanguardia en Europa, sobre todo en los países artísticamente más visibles (Francia a la cabeza como catalizador de ese momento), puede entenderse como una reacción ante la idea de «orden», que recoge la actitud antiburguesa, la rebelión contra el equilibrio, el poder de la violencia sobre formas (políticas, sociales, literarias) anquilosadas hasta la decadencia, y el concepto de la acción de tinte radical, cuando no bélico, como motor del cambio histórico, que ya no se concibe, en el momento álgido de las vanguardias europeas, sino como ruptura total con el pasado y sus implicaciones tentaculares, asfixiantes, en el presente. En estos términos se expresa Marinetti al hacer hincapié en las ideas de «progreso» y «juventud», consignadas en su Manifesto del Futurismo (1909). Ahora bien, para que tenga lugar una rebelión contra un orden es necesario que ese orden exista previamente, y que haya sido apuntalado con los andamios del tiempo. ¿Habrá que recordar que el racionalismo francés cumplía siglos de edad cuando Picasso firma Les Demoiselles d’Avignon en 1907? Pues bien, si aceptamos que la vanguardia es un «nuevo espíritu» francés, y que ese espíritu es rebelión contra el orden francés, ¿podemos hablar de una «rebelión» (vanguardia) peruana contra aquel orden francés sin ampliar el término hasta que quepa en él un significado que, en origen, no tenía? Porque un vistazo a la historia peruana desde el colofón y principio de Ayacucho en 1824 hasta la publicación, en 1917, del manifiesto en verso de Alberto Hidalgo titulado «La nueva poesía» revela, sin casi contestación, que si los poetas peruanos se alzaban contra algo, ese algo no podía parecerse mucho al orden cartesiano, ni a la burguesía parisina.
La clave de esa diferencia de objetivos fue ya muy agudamente captada y explicada por José Carlos Mariátegui,[iv] acaso el crítico y teórico americano que mejor entendió el significado más amplio, históricamente, del término «vanguardia». Es más, quizá a él se deba el enriquecimiento del vocablo con una acepción de mayor trascendencia que la archiconocida, y que veremos más tarde. Mariátegui, en diálogo con el concepto de nación recogido en aquel escrito de Apollinaire, trastoca el orden de los factores para concluir en un resultado opuesto: en Francia, el orden previo a la vanguardia había sido el resultado de la nación, ya perfectamente cuajada; en Perú, por el contrario, la vanguardia es la búsqueda del orden, o, mejor, del ordenamiento de una nación en vías de desarrollo: una nación sin nacionalidad. En Francia, los creadores del nuevo espíritu trastocan (cubismo), se carcajean (dadaísmo) y dinamitan (surrealismo) la identidad burguesa europea, que es la suya, porque de lo suyo, lo recibido, pretenden escapar o salvarse. En Perú, la orfandad identitaria impide la subversión. En la idea de Mariátegui, la vanguardia no es el mero conjunto de «ismos» que van componiendo un mosaico general de la nueva mentalidad estética europea y su evolución. En su artículo «Arte, Revolución y Decadencia»,[v] el pensador peruano asevera que, dentro de la nueva época, existen dos tipos de espíritus: el decadente y el revolucionario, que se dan en un mismo individuo, el «circo agonal» en que ambos luchan: por no sucumbir el primero; por nacer el segundo, que tendrá como blanco el arte «burgués». Pero, además, el espíritu revolucionario debía ser, en Perú, el iniciador de un proceso de humanización social y política, un principio que en Europa se centra en la destrucción de la anterior identidad, mientras que en el país andino abre la conciencia necesaria para la construcción de su primera identidad, tanto nacional, como artística, como política, como de clase: en la visión vanguardista unificadora de Mariátegui, estas facetas no deben ser sólo inseparables, sino indistinguibles. Su ideario marxista y su admiración por el leninismo han sido correctamente analizados en la crítica de las últimas décadas, y sin ambigüedad consignados por el propio Mariátegui en sus artículos.[vi] Baste aquí recordar que el crítico señalaba al surrealismo[vii] no como el movimiento o «ismo» definitivo, sino como el único, pues todos los demás, en esta arquitectura crítica, son sus distintos orígenes, etapas, evoluciones y perfeccionamiento, que no es otro que la identificación de la vanguardia con el comunismo. El nuevo espíritu estético de Apollinaire se ve rebasado por la totalidad del superespíritu mariateguiniano, que no es otra que la consciencia en su plena dimensión de dimensiones: no ya un cosmopolitismo parisino, sino un universalismo humano, un paso decisivo en la historia global de la civilización. Pero hay que regresar a la idea de nación expuesta más arriba, y que generaría una paradoja (otra) de la que el crítico peruano jamás, creo, se podría librar: la identificación del cuerpo ciudadano de un Perú genuino, ya sin el lastre de las alforjas coloniales y descentrando al criollo como eje del –en términos de Mariátegui– peruanismo percibido como postizo. Es, debía haber sido, la hora del indio.