POR IGNACIO VIDAL-FOLCH

Esta mañana, venciendo la fuerte resistencia interior, había tomado la firme determinación de salir de casa. Pero en el acto de sacar el abrigo del armario se me quitó toda la determinación, toda la voluntad, recordando el verso de Yeats: «Catorce apariciones he visto. La peor, un abrigo en la percha». Al poeta le parecía la peor posible, y eso que fue pródigo en visiones de fantasmas y aparecidos.

Pero pensándolo bien, no sólo por el verso de Yeats el mero acto de descolgar el abrigo se me hace muy cuesta arriba, sino, sobre todo, porque recuerdo «El abrigo de János Major», una instalación colectiva en la que junto con otros jóvenes artistas de su generación participó este olvidado húngaro, en una galería clandestina de un pueblo a las orillas del lago Balatón, que fue clausurada por la policía al cabo de dos meses. De la obra de János Major sólo se conserva una foto, algunos dibujos y el recuerdo de un happening o performance.

El happening fue un happening secreto. Y es parte sustancial de su encanto el hecho de que fuese secreto. Porque se diría que, en correspondencia con su propio nombre de «suceso» o «acontecimiento», está en la naturaleza de esta práctica artística, nacida a mitad del siglo xx, ser por lo menos pública, y mejor si llamativa, y mejor aún si escandalosa. En efecto, ¿quién se molestaría en asistir a un acontecimiento artístico sabiendo por adelantado que se trata de un acontecimiento banal y qué puede tener de artístico un suceso insignificante e incluso invisible? Por el contrario, estas acciones procuran estremecer a la asistencia con emociones fuertes y violentas de la máxima teatralidad. Cuanto más espectaculares, mejor. En algunos casos el recurso a la violencia contribuye a hacerlas perdurables.

Así, por ejemplo, Jordi Benito practicaba un arte de la acción masoquista y salvaje, que empezó arrojándose violentamente contra una pared, y, más adelante, clavándose con un martillo la mano izquierda contra la tapa de un piano, y, más adelante todavía, subía la apuesta para espanto del público —entre el que yo figuraba, boquiabierto y electrizado—, al introducirse en el cadáver aún caliente de un buey recién ejecutado, cuya sangre aún corría humeando por el pavimento, no sé si el de la sala Metrònom de Barcelona o el pavimento de una pesadilla, abriéndose paso con codos y rodillas en las entrañas aún palpitantes y quedarse allí dentro, encogido, fetal y supongo que horrorizado de asco y compasión, mientras los altavoces difundían por el recinto «La cabalgata de las valkirias» a toda estridencia, todo esto supongo que con el propósito de experimentar y hacernos contemplar, hacernos intuir, alguna vivencia telúrica, extrema y desesperada, próxima a la muerte y en las antípodas de la rutina, de los disgustos y placeres convencionales propios de esta ciudad ordenada, de pasiones templadas y sensatas, que a espíritus como el suyo debía de parecerles un tibio aburrimiento.

Jordi Benito murió prematuramente en el año 2008, pero de vez en cuando, no con mucha frecuencia, veo alguna de sus obras aquí y allá, pianos de cola en compañía de burros o de caballos disecados, abrigados con una manta militar, y le recuerdo con respeto porque si bien aquellos happenings eran desagradables, por lo menos tenía coraje y era consecuente con su idea sacrificial, ritual y estentórea del arte. Los descuartizamientos de animales y transformación de una kunsthalle en un matadero y otras cosas extravagantes que hacía eran manifestaciones tardías de un romanticismo torturado y signos de la búsqueda de un lugar, entre efluvios de sangre derramada y crepúsculo de los dioses, de una posición inaccesible al kitsch.

Ese arte de la crueldad era consecuencia del magisterio perverso del artista vienés Hermann Nitsch, que ha pasado como un pionero a la historia del happening, cuando a lo mejor hubiera debido pasar a los anales del crimen, como profeta barbudo de una secta que orquestaba aquelarres en el transcurso de los cuales duchaba a sus jovencísimos discípulos —niños de papá descarriados, vestidos, al igual que el barbudo maestro, con las túnicas blancas de la inocencia sacrificial—, los duchaba, digo, literalmente con cubos de sangre de animales sacrificados, durante unas ceremonias de resonancias atávicas y religiosas que humillaban el individualismo de los chicos y chicas, reforzaban la sacerdotal autoridad de Nitsch y seguramente servirían también para desinhibirles de todo pudor y persuadirles con toda naturalidad a participar en orgías repugnantes orquestadas por el sacerdote Nitsch, de las que años más adelante, convertidos todos —salvo algún que otro suicida y algún que otro descarriado para la vida— en buenos burgueses vieneses, padres de familia y pilares de la sociedad, recordaban el olor y la viscosidad de la sangre y la res degollada colgada de un gancho en mitad del taller de Nitsch, y se avergonzaban en silencio.

Una mañana, años atrás, tuve ocasión de visitar en Nápoles la Fundación a su nombre, y de inmediato olfateé la naturaleza perversa, propiamente demoniaca, de aquel llamado «teatro del misterio orgiástico». Al cabo de unos minutos, tuve que salir a respirar a la terraza. Se veía el golfo de Sorrento… Se veían en el mar algunos barcos y la estela de una hélice y, sobre el acantilado, en otra terraza lejana, al Caruso de la canción de Dalla abrazado a una muchacha. En la brisa me llegaba el eco tenue de su canto… Pobre Jordi, qué maestros te buscabas.

Una vez le preguntaron a Marcel Duchamp por qué, siendo como era un buen pintor al óleo, había renunciado al lienzo y los pinceles, y respondió: «El óleo es una herramienta estupenda, de una prodigiosa plasticidad, pero llevamos con él trescientos años, quizá sea ya hora de pasar a otra cosa, ¿no?».

Entiendo y valoro la forma del happening, el arte de la acción, la performance, por lo que tiene de efímero acontecimiento en sintonía con un discurso contestatario en el espíritu de un momento que rechazaba las ideas tradicionales y, entre ellas, la institución del museo con su culpable, vanidosa, jerarquizante, reaccionaria ilusión de suspender el tiempo, e incluso la palabra misma de «museo» como contracción de «mausoleo». La performance expresamente renuncia a la duración (salvo por el hecho de que el artífice suele cuidarse mucho de preservarla en fotografías y filmaciones) y confía su sentido al momento presente, un momento fugaz, fugaz, alternativo a la lógica de la permanencia característica del arte plástico tradicional y de la causa-efecto propios de la vida corriente y consuetudinaria, así cruza el silencio glacial de las constelaciones muertas un cohete centelleante en la permanente noche universal. Sí, pero acción por acción prefiero, antes que tan exagerado expresionismo y antes que ver cómo Jordi, contumaz en el error, en el doloroso error, se arroja contra una pared, otras que como el disco de Coltrane, como los ensayos de Casavella, estuvieron llenas de «Elevación, elegancia y entusiasmo».

Durante algún tiempo admiré sobre todas las cosas, las de Yves Klein, vinculadas a las «obras invisibles» que vendía en la exposición «Le vide» en la galería Colette Allendy de París, a cuyas puertas el público hacía largas colas para acceder a la contemplación de las blancas paredes desnudas. Mayo de 1957. Un precursor. Por entonces ya había obtenido celebridad por sus lienzos monocromos azules —campos de un color azul particular, muy intenso y saturado, que ahora se conoce como «azul Klein»—, y por los happenings en que embadurnaba a unas modelos desnudas con pintura azul y las invitaba a cruzar la sala para ir gentilmente a pegarse contra la pared, donde dejaban la imprenta de sus «Antropometrías», la huella de las partes convexas de su cuerpo en sugestivas manchas azules: huellas de muslos, vientres y pechos que eran tan alusivas a las imágenes de la femineidad ancestral, atávica, troglodita, como un juego ultramoderno, un juego de erotismo espectral, ultraligero, instantáneo, por completo desdramatizado.

Al margen de su jovialidad y alegría, que eran notorias y una bendición para sus amigos y para todos los que se relacionaban con él, Klein tenía conocimientos de budismo zen, y sus performances junto al Sena eran contrarias, opuestas al sentimiento materialista y funcional de la vida ligado al valor del dinero y al fetichismo de las cosas, que él conculcaba sistemáticamente.

Klein citaba junto al Sena al coleccionista que quería comprar una obra o una experiencia o algo del artista del momento, y se presentaba en el muelle en compañía de un fotógrafo para que documentase la acción, y de un notario para que diese fe de que no se cometía allí fraude alguno. El coleccionista le entregaba a Klein el estuche aterciopelado con los pesados lingotes o las láminas de oro puro, Klein le daba a cambio un documento por el que le transfería «sensibilidad pictórica inmaterial» y que era lo único material que le quedaba y, a renglón seguido, tomaba en sus manos las láminas de oro y, mientras el notario escrituraba y el fotógrafo fotografiaba, él febril, determinado y gesticulante, arrojaba el oro al agua.

Y eso era todo, así termina el instante, la obra está concluida, el vacío creado. Imagino a Klein de regreso a su casa por las calles de París, bajo los grandes castaños, junto al río, pasando junto a las terrazas, riéndose a carcajadas, y es muy plausible que el coleccionista se iba también satisfecho: aliviado con su vacío y contento con su sensibilidad artística recién adquirida tan mágicamente, que, si no era tonto, le comprometía en lo más íntimo a ser mejor para el resto de su vida.

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