Como digo, estas acciones me parecieron insuperables hasta que tuve noticia de Federico Manuel Peralta Ramos, artista argentino que quería romper la distancia entre mundo y ser, la contradicción entre vida y arte, propuso que el artista fuese su propia obra y predicó con el ejemplo. De manera que tras obtener en el año 1970 una sustanciosa beca Guggenheim, escribió la carta en la que estaba obligado, por las normas de la Fundación, a justificar detalladamente cómo y en qué había invertido y gastado el monto de la beca como un poema en prosa y una verdadera obra de arte de la desfachatez, y como tal se expone y pude verla tiempo atrás en el MALBA. La carta va dirigida a Mr. James F. Mathias de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, fechada en Buenos Aires, el 14 de junio de 1971, y dice así:

Dear Mr. Mathias:

En respuesta a su carta del 23 de mayo de 1971, quiero manifestarle algunos aspectos del modo en que encaré la beca que obtuve de vuestra Fundación.

En cuanto recibí el primer aporte de la beca y anticipándome a lo que es hoy un movimiento internacional, consistente en un señalamiento artístico real, invité a un grupo de amigos (veinticinco personas) a una comida en el Alvear Palace Hotel, invitándolos después a bailar a la boite Africa, costó u$s 300.

Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestaciones es la convicción de que «la vida es una obra de arte», por lo que en vez de «pintar» una comida, di una comida. Mi filosofía consiste en la frase: «Siendo en el mundo». Creo que la aventura del artista es el desarrollo de su personalidad, para obtener la «constitución» del yo.

En una palabra: vivir.

Siguiendo con esta actitud filosófica me mandé hacer tres trajes (costo $ 500). Asimismo pagué las deudas de una exposición que había realizado en la Galería Arte Nuevo, Maipú 971, en octubre de 1968. Exposición realizada al enterarme de que había obtenido la beca y cuyo costo fue de u$s 1000.

Como ustedes recordarán al haberles manifestado que no viajaría a Estados Unidos y que ustedes dispusieron el envío de u$s 3500 a Buenos Aires, quiero manifestarles lo que hice con esa cantidad.

Invertí ese dinero en una financiera a interés mensual, cobré los intereses durante diez meses y luego hice lo que yo llamo mi última expresión artística con esta beca.

La beca se me había otorgado como pintor, entonces provoqué una serie de situaciones con este dinero (u$s 3500).

En primer lugar compré un cuadro de Josefina Robirosa en m$n 400.000 y se lo regalé a mi padre, después compré un cuadro de Ernesto Deira en m$s 200.000, se lo regalé a mi madre, y para terminar compré un cuadro de Jorge de la Vega para mí en m$s 300.000. Lo que importa el total.

Espero que estas líneas sean comprendidas en su debida forma y con ellas acompaño el certificado que me enviaron.

Saluda a Ud. afectuosamente

Federico Manuel Peralta Ramos

 

Si tuviera que elegir entre el gesto de Klein y el de Peralta Ramos, me quedaría dudando un rato, pero al final seguramente pronunciaría este veredicto: «Lo lamento, Yves, pero me quedo con Peralta. Peralta Ramos y su sostenida actitud filosófica». Me parece de una calidad conceptual ligeramente superior porque a la inteligencia juguetona de Klein le suma benevolencia y la calidez de la generosidad, invita a parientes, amigos y otros artistas a participar en su área de benéfica influencia, celebra fiestas y no transforma el valor monetario en nada —con ser esto ya mucho—, sino que lo disuelve en algo que quizá sea aún mejor, que es disfrutar con los amigos y regalar. Me encanta también ese punto de premeditada y divertida arrogancia de pícaro que se percibe entre las pretendidamente ponderadas, informativas líneas de su carta, que, so pretexto de inventario factual, da fe de un gesto propio de un príncipe del arte.

Klein, Peralta Ramos… Pero entonces yo no conocía la acción saboteadora de János Major, el hombre del abrigo, en la fiesta de inauguración de la primera exposición de Victor Vasarely que se celebró en Hungría. Fue una gran exposición retrospectiva del jefe de filas del movimiento del arte óptico o cinético u op art en el centro Mücsarnok, el gran centro de exposiciones oficial de Budapest. Vasarely era húngaro, en 1930 había emigrado a París donde hizo una formidable carrera a partir de la galería de Denise René. Junto con Picasso, era el militante más conocido en la división de arte del partido comunista francés.

En 1969 Hungría estaba sometida a la dictadura de János Kádár. La estética nacional impuesta a las artes plásticas era el realismo socialista, pero al régimen comunista le convenía dar muestras de cierto aperturismo cultural hacia Occidente, incluso de una relativa independencia de los dictados de Moscú, siquiera en el plano cultural, y así fue como el 18 de octubre se pudo inaugurar aquella gran retrospectiva de Vasarely, todo un acontecimiento al que acudió la crema y nata de la sociedad artística húngara, animada por sentimientos contradictorios.

Los invitados estaban llenos de curiosidad, ávidos de conocimiento y encantados de asistir por primera vez a una gran muestra de arte abstracto internacional; no obstante también se sentían agraviados de que a ellos se les impidiera tomarse las libertades artísticas que el régimen, en cambio, apoyaba y financiaba generosamente en Vasarely, a quien admiraban y al mismo tiempo reprochaban su notoria sintonía con la autoridad. En efecto, aquella retrospectiva sería el primer paso de una estrecha colaboración entre el régimen comunista y el talentoso hijo pródigo, al que dedicaría museos y fundaciones y los más distinguidos espacios públicos.

En ninguna de las fotos que dan fe de la inauguración en el Mücsarnok, en las fotos en blanco y negro donde se ve a tanta gente joven, la «gente guapa» de entonces en Budapest, vestida con las mejores galas sesenteras, contemplando las telas de Vasarely, sus asombrosas redes, tramas, ilusiones ópticas de espacios rígidos con perspectivas inestables, aquella abstracción impersonal, no figura János Major, no aparece, es como si no hubiera estado. Pero estuvo.

Qué pasó allí lo supe hará unos diez años, cuando por pura casualidad contemplé una estupenda, pequeña, inolvidable exposición del comisario Andreas Fogarasi, repartida en dos salitas laterales del Reina Sofía. En la primera de las dos salitas se mostraban en paredes y vitrinas unas cuantas fotografías en blanco y negro de la juventud húngara visitando aquella retrospectiva de Vasarely. Por un arco se accedía a la sala contigua, aún más pequeña, donde había cuatro pantallas de vídeo. En cada pantalla algunos de los jóvenes asistentes a la inauguración de 1969, ahora ya entrados en años y convertidos en figuras veteranas y prominentes del estamento cultural de Budapest, explicaban a todo color lo que pasó, el happening imperceptible de quien el distinguido artista húngaro Tamás St. Auby, vehemente y convencido, califica como «uno de los mejores artistas de la historia universal»: János Major se pasea silencioso entre la multitud y cuando se cruza con algún amigo de confianza extrae de la chaqueta una diminuta pancarta donde dice: «VASARELY GO HOME». Este encuentro produce en el otro una inmediata reacción de sorpresa, entendimiento, complicidad e hilaridad. Pero sin darle tiempo a decir nada, ya János se había vuelto a guardar la pancartita y seguía, invisible, su camino entre las obras de Vasarely hacia algún otro amigo al que encantar con su ocurrencia. Fenomenal irradiación de una travesura que atraviesa las décadas, alegre como un logro de la inteligencia y triste como una tumba vacía o un abrigo colgado de una percha.

 

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