La primera vez que lo vi eran las 9 de la noche. Volvíamos de una cena en un tren de la línea 2, bajando por el costado oeste de Manhattan hacia el sur para luego cruzar a Brooklyn, donde teníamos que transbordar a la línea Q antes de llegar a casa.
(Decir casa es una exageración: vivíamos temporalmente en un departamento prestado, antes de mudarnos a otro departamento prestado, como hicimos todo aquel invierno. Pasamos dos semanas cuidando la colección de bonsáis de una mujer que estaba de vacaciones en Puerto Rico; estuvimos a cargo de un gato tuerto en Astoria y, poco después, de un gato sordo en Crown Heights; un novelista famoso, de esos que escriben cada seis años La Gran Novela Americana, nos contrató para ordenar su biblioteca personal mientras él daba clases en París. Elián era el que conseguía los lugares: llevaba una década viviendo en Nueva York y parecía conocer a todo el mundo. Era alto y encantador, sonreía mucho, usaba un delineador negro que resaltaba sus ojos oscuros y había algo indescriptible en él que hacía que la gente le diera las llaves de su casa sin apenas conocerlo. Yo era –soy– mucho más discreto, el novio cuyo nombre nadie recuerda, pero era mi atención al detalle, mis costumbres prolijas –Elián diría neuróticas– y mi buena mano con las plantas lo que nos volvía una pareja ideal para cuidar casas.)
El vagón no iba muy lleno ni muy vacío, me parece que era jueves. El tipo iba sentado casi enfrente de nosotros. Aparentaba unos sesenta años, tenía un ligero sobrepeso, el cabello largo y cano asomado bajo un gorro de Santa Claus. Vestía jeans, un abrigo algo gastado y una mochila que sostenía, con cierta aprensión, en su regazo. A su lado, una mujer de unos veinticinco años, maquillada y con tacones, lo escuchaba con una sonrisa cordial pero tensa, lanzando miradas de auxilio a otros pasajeros.
Elián iba leyendo una novela erótica, uno de esos productos subliterarios que se venden en aeropuertos y supermercados. Le gustaba leer esos libros en el metro porque decía que nadie te hace conversación si vas leyendo una novela erótica, aunque en realidad yo creo que lo enganchaban las historias, cuanto más ridículas mejores, y se había inventado ese pretexto para leerlas sin culpa: a mí nadie me hace conversación en el metro y casi nunca voy leyendo nada. A lo que voy con esto es a que fui yo el que se fijó primero en el tipo, no Elián, y aunque su inglés era mejor que el mío, fui yo el que puso atención a lo que decía (a esa catarata de información y opiniones que volcaba sobre la mujer maquillada): «Para entender el presente es necesario remontarse a la presidencia de Richard Nixon, ahí fue donde todo se empezó a ir efectivamente al carajo», decía con aire pedagógico. Lo escuché divagar enardecidamente sobre el escándalo del Watergate, la crisis de los misiles, el 11 de septiembre y la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016. Cuando el metro se detuvo en la calle 42, la mujer se puso en pie, murmuró algo inaudible y salió disparada del vagón en cuanto se abrieron las puertas. El hombre del gorro de Santa Claus se despidió de ella alzando la mano y alcanzó a gritarle «piensa en lo que te dije sobre el sionismo». Luego se quedó solo y un poco perdido; miró a su alrededor como buscando a su siguiente víctima, pero todos los pasajeros viajaban en grupos o llevaban los audífonos puestos o tenían aspecto amenazante. Recuerdo que pensé que nunca había visto a nadie tan solo en mitad de una ciudad tan grande; me dieron ganas de invitarlo con nosotros al departamento prestado y escuchar su soliloquio mientras regaba los bonsáis. Pero cuando nuestros ojos se encontraron percibí una voracidad inquietante en su mirada, así que bajé la vista, le acaricié la muñeca a Elián y recargué mi cabeza en su hombro, cerrando los ojos.
Pocos días después, Elián y yo nos mudamos a un diminuto loft en el Upper East Side, que fue donde empezaron nuestros problemas. Para empezar, nunca me quiso decir a quién pertenecía el estudio, y se me hizo raro que justo ahí no tuviéramos ninguna tarea asignada: no había plantas que regar, gatos que alimentar ni libros que poner en orden. Husmeando entre la correspondencia que llegaba, descubrí que el dueño era un actor gringo que había aparecido en un par de películas independientes. Lo busqué en Google y me puse nervioso al instante: conozco a Elián lo suficiente para saber que era exactamente su tipo. Confronté a mi novio y se hizo el desentendido. Me dijo que había conocido al actor en una fiesta y que, por pura caridad, le había prestado aquel loft mientras estaba de gira (había montado una obra basada en el asesinato de Pasolini y tenía varias presentaciones en ciudades del Midwest). Miré a Elián con desconfianza pero dejé pasar el asunto porque creo que todos necesitamos un secreto cada tanto: una zona de sombra a la que no accede el otro, donde nos podemos meter a respirar cuando la vida cotidiana resulta abrumadora. Qué importaba que se hubiera cogido al falso Pasolini: Elián estaba conmigo, llevábamos dos años viviendo juntos, primero en aquel sótano insalubre en el culo de Inwood y después, desde comienzos del invierno, en aquella serie de departamentos prestados a los que me esmeraba en llamar casa. Cierto que mis secretos eran de otra índole: a veces, cuando Elián dormía la cruda después de una noche de juerga, yo sacaba mi cuaderno de bocetos y lo dibujaba. Tenía ya quince o dieciséis esbozos de Elián dormido en diferentes posturas, a veces vestido y a veces sin ropa, a veces sólo su rostro y a veces su cuerpo entero, o un detalle, un pie colgando fuera del sofá, su espalda encorvada, el rastro de baba escurriendo de su boca.
La segunda vez que lo vi era más tarde, quizás la una o las dos de la mañana. Volvíamos al estudio del falso Pasolini después de una inauguración en una galería de Chelsea a la que habíamos ido por el vino gratis. Elián estaba muy emocionado porque había hablado toda la noche con una coleccionista de arte y mecenas que tenía una casa en los Hamptons y que, según le había dicho, viajaba mucho por negocios a Europa el Este y a China. No había una oferta concreta todavía, pero Elián creía que si la veíamos de nuevo, en otra inauguración, podía conseguir que nos prestara la casa de los Hamptons al menos por tres semanas. Mientras lo oía contarme su estrategia, vi por el rabillo del ojo al tipo del gorro de Santa Claus, vestido igual que la vez pasada, hablando sin parar con otro hombre, de su edad y complexión, que discutía con él acaloradamente. Dejé de escuchar a Elián y me concentré en lo que decían. El del gorro de Santa Claus argumentaba que el origen de todos los males del mundo era el socialismo. Con un tono de impostada templanza, le explicó al otro que Obama no había nacido en Estados Unidos, sino en un país africano que en realidad era un títere de China. Sin ningún tipo de transición, se soltó a defender el derecho de Israel a custodiar sus fronteras ante el terrorismo islámico, mientras su interlocutor manoteaba con desesperación tratando de defender la solución de los dos estados.
Elián se dio cuenta de que no lo estaba escuchando y, siguiendo mi mirada, volteó a ver a los dos tipos que discutían. «¿Te acuerdas del del gorro de Santa?», le pregunté. «Lo vimos en otro metro hace unos días. También iba hablando de política con una desconocida, una pobra chava que al final salió huyendo. Lo raro es que esa vez era de izquierdas y ahora es de derechas». Pero a Elián le pareció menos interesante que a mí el personaje. Se encogió de hombros y puso una cara que le había visto muchas otras veces y que quería decir: «Así es Nueva York, a mí también me sorprendían esas cosas al principio, pero te acostumbras».
Sólo que yo no quería acostumbrarme, quería seguir dibujando a Elián mientras dormía y quería seguir sorprendiéndome y espiando las conversaciones ajenas mientras pudiera, y quizás lo único que hubiera cambiado de mi vida en ese momento hubiera sido la situación de la vivienda, porque aunque me gustaba cuidar plantas ajenas, no quería que Elián le debiera favores al falso Pasolini, que a saber cómo se los cobraría.
Dos días después, Elián me dijo que tenía que salir de la ciudad. Le había salido un trabajo de fin de semana en Chicago, algo de una fiesta en la que tenía que entretener gente, y aunque a mí me pareció que ese no podía ser, propiamente, el trabajo de nadie, le dije que fuera, porque a veces la zona de sombra de la persona que amas necesita expandirse, como una casa embrujada cuyos cuartos se ensanchan o encogen según el humor de sus habitantes, y en verdad yo entiendo y respeto la necesidad de esa sombra, me parece saludable alimentarla con secretos, permitir que respire, porque la sombra constreñida es un cáncer capaz de comerse desde adentro al amor, y mi amor por Elián, sus siestas en el sillón, el sol derramándose sobre su cara de querubín cansado eran, en ese momento, mi casa, el único espacio al cual volver, en metro, por las noches.
Con Elián fuera de la ciudad, me sentía un poco a la deriva. El loft del falso Pasolini me hacía pensar en esa zona de sombra, en esa habitación inaccesible de mi amado donde quizás, en ese mismo momento, sucedía lo impensable.
Una ola de viento polar envolvió la ciudad y era imposible caminar por las calles, y como tampoco tenía dinero para gastar en museos o restaurantes, decidí pasar el mayor tiempo posible en el metro, recorriendo Manhattan de un extremo a otro, explorando las líneas que se internaban en las profundidades de Queens o las que desembocaban en Coney Island. Me alimentaba de lo que vendían en los andenes. Cruzaba los puentes de la ciudad asomado a la ventana, tratando de pescar un poco de sol antes de que el tren entrara a un nuevo túnel.
La tercera vez que lo vi fue casi al final de la línea E, llegando a Jamaica Station. Me había quedado dormido en algún punto y, cuando desperté, me sentí desorientado, con esa tristeza particular que a veces provocan las siestas y que tiene una raíz hundida en la infancia. Me palpé el abrigo para confirmar que no me hubieran robado nada, aunque no tenía nada que pudieran robarme, y miré hacia el fondo del vagón, que iba casi vacío. El hombre del gorro de Santa Claus estaba de pie, frente a una señora de rasgos asiáticos que iba sentada y que leía un periódico con caracteres chinos, ignorándolo. A él no parecía importarle; hablaba con la misma determinación con la que lo había escuchado dirigirse a sus dos víctimas previas. «Lo importante», decía, «es permitir que la inercia propia del mercado expanda por sí misma los valores democráticos. Que las naciones en vías de desarrollo, al abrazar los principios de la libertad económica, alcancen una madurez republicana, sin demasiada intervención del estado». La mujer asiática no lo miraba siquiera; el tipo podría haber lanzado su discurso ante un extintor o un poni y obtener el mismo resultado. Me sorprendió su falta absoluta de recato, y a la vez me confirmó lo que ya sospechaba desde el primer encuentro: que era uno de los tantos personajes que pueblan el metro neoyorquino, enfermos mentales, toxicómanos, solitarios crónicos y víctimas casi fatales de un sistema de salud depredador y for profit.
Poco antes de que el metro en que viajábamos entrara a la estación, el tipo del gorro de Santa Claus se volvió hacia a mí y, al ver que me había despertado y estaba solo y confundido, empezó a avanzar hacia donde yo estaba. Un pánico se apoderó de mí, me puse en pie y caminé hacia el otro extremo del vagón, alejándome de él. Fue como una persecución muy lenta. Justo cuando estaba a punto de darme alcance, se abrieron las puertas y salí del metro. Sus ojos, extrañamente hundidos en una cara pálida, se me quedaron viendo a través de la puerta ya cerrada del vagón mientras el tren reemprendía su marcha. Eran las 2:35 de la tarde.
Esa noche, de regreso en el estudio del falso Pasolini, intenté llamar a Elián, pero no contestó el teléfono. Saqué mis cuadernos de dibujo y estuve un rato mirando los retratos de Elián dormido. No eran malos, pero les faltaba algo. A mí también me faltaba algo. Y supongo que a Elián le faltaba algo, por eso se la pasaba buscándolo.
Vacié una papelera metálica que el falso Pasolini tenía bajo su escritorio. Arranqué los dibujos de Elián de la espiral de mi cuaderno y los arrugué uno por uno, metódicamente, sin enojo. Metí todos los papeles en la papelera metálica y arrojé un cerillo encendido dentro. En unos pocos segundos, empezó a salir un humo denso de la papelera, y luego unas llamas escandalosas. La alarma de incendios, adosada al techo, empezó a hacer un ruido fuertísimo. Intenté apagarla con un palo de escoba, pero no llegaba, y tampoco pude apagarla subido en el escritorio del falso Pasolini, así que agarré mi mochila, guardé las pocas cosas que tenía repartidas sobre la cama y salí de allí. Cuando cerré la puerta, la lengua bífida del fuego había saltado de la papelera a una de las cortinas.
La cuarta vez que vi al tipo del gorro de Santa fue unas horas más tarde. Yo había recorrido todo Manhattan, de norte a sur, y al cambiar de trenes en Canal Street lo vi caminando en uno de los pasillos. Decidí seguirlo. Para mi sorpresa, no se dirigió a uno de los andenes sino que salió a la calle, y yo salí detrás de él. Caminé a una distancia prudente durante un par de cuadras, por Chinatown. El viento polar se metía por las costuras de mi chamarra, por los agujeros para las agujetas de mis tenis, por entre las fibras de mi gorro, helándome todo. Pensé en la zona de sombra de Elián, y luego en la mía. Pensé que quizás los bomberos no habían llegado a tiempo para apagar el incendio en el loft del falso Pasolini. A lo mejor el fuego se había extendido al edificio contiguo, o a toda la cuadra. El viento polar no haría más que avivar las llamas.
El hombre del gorro de Santa Claus entró a un edificio. No me atreví a seguirlo y me quedé parado en la banqueta, sin saber qué hacer con mi vida. Me di cuenta de que tenía hambre, además de frío. Tenía ganas de tener una casa que no fuera una metáfora. Traté de recordar, una por una, todas las casas en las que había vivido hasta antes de conocer a Elián, pero no me acordé de todas. Cuando estaba a punto de irme, de volver al metro o al loft del falso Pasolini o a mi país, escuché un ruido sordo y muy fuerte, unos metros detrás de mí.
La quinta vez que lo vi, el hombre del gorro de Santa Claus no tenía el gorro de Santa Claus puesto, y todo él era una masa de carne, tendones y huesos sobre el asfalto. Había una mancha de sangre manando de su cabeza. Tenía una pierna doblada en un ángulo imposible y ambas muñecas torcidas hacia adentro. Pero no estaba muerto. De su boca salía un quejido constante: parecía que cantaba.