Coincidiendo con el sesenta y cinco aniversario de la muerte de George Santayana (Madrid, 1863-Roma, 1952), ha aparecido, justo al final de 2017, un libro estupendamente editado, en español, inglés e italiano, dedicado al lugar donde yacen los restos de Santayana: El panteón de los españoles en Roma, en edición de Eduardo Delgado Orusco con textos de Ángela García de Paredes, Manuel Ruiz Zamora y Amanzio Farris. Una estupenda ocasión para evocar el particular modo de morir de don Jorge, tan filosófico como lo fue su vida.
Fue Daniel Cory, su secretario y albacea, quien dio a conocer las circunstancias de los últimos días de Santayana en su libro Santayana: The Later Years. A Portrait with Letters (1963). Cuenta Cory que sólo hacia el final de su vida, en la primavera de 1951, se planteó Santayana el lugar y el modo de su entierro. Desechó ser incinerado porque no lo veía ni católico ni natural, tampoco deseaba que sus restos fuesen enviados a Estados Unidos. Cuando Cory propuso que fuera enterrado en el cementerio protestante de Roma, Santayana respondió que «No lo verían bien mis amigos católicos y, aunque siempre he estimado a Shelley y a Keats, no quiero estar permanentemente cerca de ellos»; de modo que Cory se quedó con la impresión de que su deseo sería ser enterrado en un cementerio católico pero en la zona no consagrada.
Una preciosa anécdota permite ver las dificultades que Santayana tuvo que afrontar en sus últimos momentos. El dominico Richard Butler le visitaba con el objeto de escribir su tesis doctoral sobre el pensador madrileño y, al caer el cumpleaños de Santayana en domingo, propuso celebrar una misa en la capilla de la clínica de ancianos de las Monjas Azules —clínica, que no convento, como se repite habitualmente—, donde Santayana residía desde 1941. Por ello, unos días antes, le envió una nota invitándolo a asistir a la misa y comunicándole que estaría dedicada a él. A Santayana debió de extrañarle la propuesta y al ver que no podía excusarse por motivos de salud, ya que la capilla se encontraba en su mismo pasillo, tras un momento de reflexión, le escribió una nota «en la que —cuenta Cory— le dijo que le parecía una “extraña impertinencia” intentar hacer un “ejemplo público” de él»; nota y actitud que no le sentaron nada bien al padre dominico.
Tras el ya famoso desvanecimiento que Santayana sufrió en los últimos escalones del Consulado español de la Via Campo Marzio, cuando el 4 de junio de 1952 acababa de renovar su pasaporte, Santayana no perdió su sentido del humor. A los pocos días le decía a Daniel Cory que el personal del consulado había sido muy amable y que no le había cobrado el taxi de vuelta, acaso porque «creo que apreciaron que yo había hecho ese último esfuerzo para confirmar mi nacionalidad», y añade: «Quizá hubiera sido una buena manera de morir, pero parece que de nuevo estoy en vías de recuperación».
Una semana antes de su muerte, Cory encontró a Santayana despierto y sin dolor, y con cosas importantes que decirle. Él tuvo la precaución de anotar las observaciones de Santayana, que son realmente todo un testamento filosófico, y que están inéditas en español. Santayana comenzó diciendo: «Está, por un lado, el mundo natural, que puede ser parcialmente descrito por la ciencia con sus métodos para la observación controlada. Pero también está el otro mundo —el mosaico de la imaginación—, en el cual yo al menos me siento más cómodo. Lo que es importante recordar, sin embargo, es no ahogarse en ninguno de los dos mundos. Ambos son esenciales para una filosofía digna de su nombre».
Y continuó diciendo, muy despacio, como si pesara cada frase, observa Cory: «Ten siempre en cuenta que mi naturalismo no excluye la religión; por el contrario, la toma en consideración. Quiero decir que la religión es la reacción inevitable de la imaginación cuando se enfrenta a las dificultades de un mundo hostil. Normalmente es local, siempre es mítica, y es moralmente verdadera. La gente realmente cree en sus mitos nativos».
Santayana llevó la conversación al tema de la muerte, diciendo: «No importa lo que haya antes o lo que venga después, y esto es especialmente así cuando uno se está muriendo. ¡Cuán fácil es ahora para mí ver las cosas como si fuesen eternas —en particular ese pequeño fragmento llamado mi vida—».
Al punto de la lágrima, Cory murmuró el célebre pasaje de la carta de san Pablo a los filipenses: «Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento». Tras un momento Santayana dijo: «Si supera todo conocimiento es sencillamente nada. No tengo fe, ni busco tranquilidad, intentando imaginar un sentimiento de paz cósmico y ciego». Tras una larga pausa, Santayana añadió: «No lo discutamos más, Cory. Es imposible definirlo con palabras. Prefiero ser abiertamente poético y decir que estoy satisfecho con descansar en el seno de Abraham». Momento en que Cory rompió a llorar como un niño.
Aún vivió Santayana varios días sin comer ni beber. En un momento de lucidez, Cory le preguntó si sentía dolor. Finalmente Santayana respondió: «Sí, amigo mío. Pero mi angustia es sólo física. No hay aprieto moral de ningún tipo». Santayana murió dos días más tarde, el 26 de septiembre de 1952. Las agencias de noticias se hicieron eco del fallecimiento, pero a Cory le preocupaba más cómo y dónde enterrar a Santayana que responder a sus llamadas. Carecía de instrucciones escritas que apoyaran la petición de ser enterrado en una parte «neutral» de un cementerio católico. Puesto al habla con el encargado del cementerio romano de Campo Verano, le dijeron que ya no había ninguna zona no consagrada y que, en cualquier caso, se utilizaba en su momento para suicidas y cuerpos sin identificar. Hay que imaginarse la desesperación de Cory. Pensó enterrarlo en el cementerio protestante, aunque fuera temporalmente. En ese momento intervinieron las autoridades españolas. Esgrimieron que Santayana era español y que no había dejado instrucciones escritas, de modo que era su deber hacerse cargo del cuerpo y que era un orgullo para ellos darle sepultura en panteón español. Acordaron, por un lado, que, de acuerdo a los deseos de Santayana, no hubiera ceremonia religiosa y, por otro, que Cory no dijera a la prensa la hora de la ceremonia.
El entierro fue el martes 30 de septiembre de 1952. Estuvieron presentes el primer vicesecretario de la Embajada de España ante la Santa Sede, entonces Emilio Garrigues Díaz-Cañabate, el Vicecónsul, Robert Schneider y su mujer, George Salerno, y Daniel Cory y su mujer, Margot. Era un día gris y con viento, sobre la tumba había varias coronas. Antes de depositar el féretro en el interior del panteón, Cory pidió permiso para leer el ahora famoso poema de Santayana «The Poet’s Testament». Al finalizar todos volvieron a Roma. Se da la circunstancia de que Emilio Garrigues, incluyó su traducción del poema —una auténtica primicia porque en inglés no vería la luz hasta el año siguiente— en el artículo que escribió para Ínsula, en noviembre de 1952 bajo el título «La muerte de Santayana». También como filósofo español, por cierto, lo presentó María Zambrano, desde su exilio en La Habana, en el artículo que le dedicó a Santayana —«El español Jorge Santayana», Bohemia, octubre, 1952.
Hay que recordar que en el panteón encuentran reposo los españoles que mueren en Roma sin familia, como fue el caso de Jorge Santayana. Desde que él fuera enterrado allí, fueron numerosas las visitas, de modo que la obra pía española en Roma, dependiente de la Embajada de España ante la Santa Sede, decidió encargar la construcción del mausoleo a dos jóvenes arquitectos formados en Roma y muy atentos a los nuevos aires en la arquitectura de entonces, Javier Carvajal Ferrer —enterrado en el mismo panteón, por cierto, tras su fallecimiento en 2013— y José María García de Paredes. La inauguración fue en 1957. El libro que ha dado lugar a estas notas ilustra magníficamente la novedosa propuesta arquitectónica, que sintoniza, por cierto, con uno de los «átomos de luz» santayanianos: «lo abierto es también una forma de arquitectura». A ellos se debe también el relieve de manos y palomas en vuelo hacia la cruz, y la selección de la cita de Santayana «Cristo ha hecho posible para nosotros la gloriosa libertad del alma en el cielo» frase que pertenece a La idea de Cristo en los evangelios.
Del poema que se leyó ante la tumba de Santayana, «El testamento del poeta», hay varias versiones, pero me permito acabar con una propia, que fue leída como colofón al acto que tuvo lugar en el panteón, el 26 de septiembre de 2016, organizado por la Embajada de España ante la Santa Sede a iniciativa del Instituto Cervantes de Roma con la colaboración de la Obra Pía-Establecimientos españoles en Roma:
Devuelvo a la tierra cuanto la tierra me dio,
todo como simiente, nada a la tumba.
Apagada está la vela, acabada la vigila del espíritu;
adonde fueron los ojos no le ha de seguir lo visto.
Sólo os dejo el sonido de tantas palabras,
que acaso se oigan en ecos caricaturescos.
Al cielo le canté. El exilio me hizo libre,
de mundo en mundo me llevó, de todos los mundos.
Respetado por la furias, pues benignas fueron las parcas,
recorrí los adornados claustros de la mente;
toda época mi presente, todo lugar mi sitio,
ni miedo, ni esperanza, ni envidia mostró mi rostro.
Soplara la moda que soplara, mía hice la verdad de los antiguos,
y la amistad madurada en el rubor del vino,
y la sonrisa divina, de cuyo alado movimiento
se desprenden átomos de luz y lágrimas por las cosas mortales.
A las trémulas armonías del campo y la nube,
de la carne y el espíritu consagré mi culto.
Que la forma, que la música, que el omnivivificante aire
doten de belleza mi imperfecta oración.