POR PABLO SOL MORA
En plena composición de Madame Bovary, a principios de febrero de 1852, Flaubert escribe a Louise Colet:

¡Oh, qué cosa difícil es el estilo! Creo que no te figuras el género de este libro. Así como soy desaliñado en mis otros libros, en este trato de ir abrochado y de seguir una línea recta geométrica. Ningún lirismo, nada de comentarios, la personalidad del autor está ausente. Será triste de leer… Me dices que empiezas a comprender mi vida. Habría que conocer sus orígenes. Algún día, me escribiré a mis anchas. Pero entonces ya no tendré la fuerza necesaria. No poseo otro horizonte que el que me rodea inmediatamente. Me considero como si tuviese cuarenta años, cincuenta, sesenta. Mi vida es un engranaje montado, que gira regularmente. Lo que hago hoy, lo haré mañana y lo hice ayer. He sido el mismo hombre hace diez años… Soy un hombre-pluma. Siento por ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella.[1]

 

Más de una vez, Salvador Elizondo rindió tributo a los manes flaubertianos (notablemente en «Mi deuda con Flaubert», recogido en Camera lucida). Nada más lógico, si consideramos que el novelista francés fue el pionero de la «escritura pura» a la que denodadamente tendieron los esfuerzos del autor mexicano, creador de una de las obras más originales de la narrativa en lengua española del siglo xx, más una literatura en sí misma que sólo una obra.

De la carta, me interesa resaltar el concepto de «hombre-pluma», que tan bien ajusta al autor de El grafógrafo, vecino de los de «hombre-escritura» u «hombre-libro». Enrique Vila-Matas ha escrito una obra maestra sobre este último, El mal de Montano, y Elias Canetti hizo su memorable caricatura en el Peter Kien de Auto de fe, que finalmente opta por arder con su biblioteca antes que enfrentarse a las fuerzas salvajes de la vida. Sin embargo, más radical que ser un «hombre-libro» parece ser un «hombre-pluma» o un «hombre-escritura»; transformarse en la cosa que escribe o en la escritura misma. Esa fue, en última instancia, la intención de Salvador Elizondo: convertirse en un sistema de signos e, idealmente, en una escritura pura.

Cualquier intento de división de la obra elizondiana en géneros para su estudio (novelas, cuentos, ensayos, diarios, etcétera) no deja de ser artificial en tanto su proyecto literario fue uno solo y únicamente se valió de diversos medios para su realización. Sin embargo, creo que la narrativa breve —cuentos, en su sentido más clásico o convencional, y narraciones cortas de diversa índole— ofrece la posibilidad de hacer un examen de su evolución general y sacar algunas conclusiones. Dicha narrativa se encuentra reunida, fundamentalmente, en cuatro libros: Narda o el verano (1966), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969), El grafógrafo (1972) y Camera lucida (1983).

El primer cuento publicado de Salvador Elizondo, no recogido nunca en volumen, apareció en octubre de 1962 —aunque seguramente escrito años atrás, pero no antes de 1955— en el número 2 de la Revista de la Universidad de México (ilustrado por el propio autor, por cierto, cuya primera vocación había sido de pintor y dibujante), junto con textos de Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco y Ramón Xirau, entre otros. Se titula «Sila» y es una de las primeras y más puntuales imitaciones de Juan Rulfo. El llano en llamas y Pedro Páramo habían aparecido en 1953 y 1955, respectivamente, y encontraron en el urbano y cosmopolita Elizondo un temprano e inesperado imitador (éste cuenta haber conocido a Rulfo en 1954, cuando, junto con un amigo, pretendieron filmar un cuento suyo; se tratarían mucho más a partir de 1968, cuando ambos fueran tutores en el Centro Mexicano de Escritores).[2] Basten los primeros párrafos:

«Era de noche cuando llegamos a Sila».

La oscuridad reverberaba con el chirriar luminoso de las cigarras y el polvo se aquietaba bajo el vendaval que descendía de la sierra como por una escalera. Sila, abandonada en medio de la llanura, apenas se erguía sobre la tierra despidiendo olor a sangre seca, a antorchas apagadas y a petate ahumado. La vastedad del valle aprisionaba al pueblo con sus tenazas de cielo abierto. El cascabeleo de las serpientes hacía relinchar al Diablo y al Colorado que llenaban con su grito mecánico y óseo el ambiente frío.

Emigdio me lo había dicho.

–Si vas a Sila no encontrarás a nadie, ni nada, nada…, sólo a los muertos que andan sueltos.[3]

Ecos, murmullos, tierras áridas, pueblos desolados, fantasmas, muertos que no acaban de irse del todo… No faltará ni la Susana San Juan, representada por el personaje de Bibiana: «¿En dónde estás, Bibiana Monteros? ¿Moriste tú también? ¿O estás escondida en esa tierra, entre todo esto que es mi recuerdo y mi esperanza?… Bibiana…».[4]

 

No deja de ser curioso observar al joven Elizondo —refinado, exquisito, mundano—vagando en los paisajes literarios rulfianos, tan distintos a los que serían los suyos. ¿Qué buscaba en ellos? ¿Qué lo deslumbró en Rulfo hasta la imitación? Descartado el interés por los aspectos más visibles y superficiales del mundo rulfiano, lo que probablemente fascinó al aspirante a escritor fue encontrar un lenguaje y un mundo artístico autónomos o, más precisamente, la construcción de un mundo artístico autónomo mediante un lenguaje. Lo que hay detrás de esa primera tentativa narrativa, fruto de la admiración, es ya la búsqueda de la autonomía de la escritura.

Narda o el verano inicia con «Puente de piedra», otro relato primerizo, pero de una naturaleza completamente distinta a «Sila», mucho más cercana al mundo personal del autor. En una entrevista, declaró que el cuento nació de una experiencia propia: «Es como un testimonio, un reportaje. En el fondo pienso que es el único [cuento] que he escrito: con planteamiento, desarrollo, culminación y desenlace. Pero es el único; no hay ningún otro».[5] En realidad, hay varios más que obedecen a ese esquema clásico, pero llama la atención la voluntad de ponerlo en un lugar aparte en el conjunto de su obra. La historia narra la excursión al campo de una pareja de jóvenes (citadinos, cultos, de desahogada posición económica, no muy distintos al joven Elizondo y otros miembros de la generación de la Casa del Lago). El protagonista ha planeado minuciosamente la cita, pues espera que en ella se defina su relación. Parece que el encuentro transcurrirá en un ambiente bucólico, pero el sueño pastoril se frustra pronto cuando el arroyo del recordado locus amoenus, como una ominosa premonición, se descubre seco. Entre silencios, malentendidos y momentos de exaltación, como suele ocurrir en los amores adolescentes, la cita culmina en un beso que es abruptamente interrumpido por la súbita aparición y el grito de un niño albino, deforme y con alguna especie de padecimiento mental, que sorprende a la pareja. Ésta emprende el silencioso regreso a la ciudad y se despide en un gesto que parece definitivo. Entre los poemas juveniles del autor —Elizondo abandonaría luego sus intentos poéticos y se centraría en la prosa— hay uno, titulado precisamente «El puente de piedra», que hace referencia a la misma experiencia: «Te has quedado lejana / fija bajo una inmensidad de pinos / y donde te has quedado / —¡tan lejos y tan fuera!— / el río se ha secado / bajo el puente de piedra».[6]

Dentro de su sencillez, el cuento revela algunos rasgos ya característicamente elizondianos: la decidida inclinación por el artificio frente a la naturaleza (la pareja busca un encuentro con lo exterior y el campo, pero son absolutamente creaturas de interiores y ciudad; del protagonista, se dice: «odiaba la naturaleza, es verdad. Sobre todo, ese campo agresivo en que los perros hambrientos acudían invariablemente a devorar los restos de la comida»);[7] la obsesión por la imagen y la fotografía (el joven lleva su cámara a la cita y se divierte deformando con la lente el rostro de su amada e intentando fijarlo); el puntilloso esteticismo (el chico se decepciona primero por el atuendo que la muchacha ha elegido para la cita y luego se muestra encantado por su apariencia en una postura específica: «¡Qué bella te ves así!»);[8] el desasosiego implícito frente al caótico mundo de los sentimientos y las pasiones; la fascinación frente al horror o lo atroz («su mirada escueta, tenaz, de albino, surgía de los párpados enrojecidos como sale el pus de una llaga y su cráneo diminuto, cubierto de lana gris, se alzaba lentamente para caer, como de plomo, sobre el pecho cubierto de harapos, con un ritmo precario e informe que le hacía salir la lengua fuera de la boca desdentada, entreabierta. Su sonrisa era como una mueca obscena»).[9]

El relato más interesante de la colección es, sin duda, el que da título al libro y que por su extensión es casi una nouvelle. «Narda o el verano», tras su atmósfera aparentemente frívola y mundana, es uno de los textos más complejos del primer Elizondo cuentista, una ilustración y comentario narrativos del pensamiento de Georges Bataille, una de sus figuras tutelares. Posee una estructura perfectamente tradicional, de «planteamiento, desarrollo, culminación y desenlace», de ésas en las que supuestamente el autor sólo había incurrido una vez. Por su ambiente, recuerda los filmes contemporáneos de Éric Rohmer (por ejemplo, La coleccionista, un año posterior a Narda) y otros cineastas de la Nouvelle vague, que Elizondo conocía bien. El cuento está plagado de referencias cinematográficas desde la primera línea («ha sido un día terrible. Veintitrés escenas y todas en secuencia»);[10] a películas, desde luego, pero, sobre todo, a recursos formales del cine: slow-motion, close-up, plan americain, etcétera, como si el narrador viera siempre la realidad a través de una lente, o de un libro. No es tanto, pues, un relato sobre la vida, sino sobre el arte. Tiene lugar en una playa italiana adonde el protagonista y su amigo Max han ido a pasar el verano. Han concebido el proyecto de compartir una mujer y con este fin eligen a la adolescente Narda (más acertado sería decir que ella los elige), a quien encuentran en un bar en compañía de un misterioso africano. El trío —o, mejor dicho, el cuarteto— se establece y la acción transcurre, à la Rohmer, entre mañanas en la playa y el velero, perezosas tardes en la villa y noches en los bares del pueblo. Sin embargo, Elizondo, como el cineasta francés, no está interesado en una simple comedia de verano.