El Desencarnado es un profesor que, de vuelta de una clase en la que ha explicado El libro de los muertos, es atropellado por un auto mientras meditaba en la muerte e intentaba recordar un misterioso sueño de la noche anterior. Inmediatamente comienza para él ese periodo en el que debería alcanzar la iluminación y escapar a las reencarnaciones. En el episodio central del relato, visita la casa de un lama junto con su exmujer, Laura, y la pareja que lo ha atropellado, los Dupont, que también han muerto en el accidente. El lama ha preparado un tched o tcheud, uno de los ritos mágico-demoníacos que tienen como objetivo que el aprendiz supere el miedo y, en última instancia, logre la iluminación.

La lectura de Mystiques et magiciens du Tibet ilumina los aspectos claves del relato. Escribe David-Néel: «Le plus fantastique d’entre eux, dénommé tcheud (“couper”, “supprimer”) est une sorte de “mystère” macabre joué par un seul acteur: l’officiant. Il a été si savamment combiné pour terrifier les novices qui s’y exercent que certains sont frappés de folie ou de mort subites au cours de sa célébration».[24] Más adelante, al hablar del texto del tched, se encuentra un pasaje que seguramente habrá despertado la atención de Elizondo:

Il imagine une déité féminine qui personnifie sa propre volonté. Celle-ci s’élance hors de sa tête, par le sommet du crâne, tenant un sabre à la main. D’un coup rapide, elle lui tranche la tête. Puis, tandis que des troupes de goules s’assemblent, dans une attente gourmande, elle détache ses membres, l’écorche, et lui ouvre le ventre. Les entrailles s’en échappent, le sang coule à flots et les hideux convives mordent, déchirent et mastiquent bruyamment, tandis que l’officiant les excite à la curée.[25]

 

El tched de «El Desencarnado» consiste en una proyección de imágenes preparada por el lama. La primera imagen es de una carroña humana; la segunda, la «foto infame de una mujer».[26] Más que por un lama tibetano, este drama parece concebido por Sade, Baudelaire y Bataille… No hace falta recordar la importancia que para este último tenía el cadáver o el cuerpo muerto y su relación con el erotismo. A lo largo de la ceremonia, el Desencarnado tiene, de hecho, varios escarceos eróticos, primero con su exmujer y después con la señora Dupont. Éstos son interrumpidos por la súbita llegada de dos hombres que lo sacan del departamento y lo someten a una serie de vejaciones. El clímax del tched es la aparición de una mujer idéntica a Laura —acompañada, claro está, de un fotógrafo—, que lleva a cabo en el Desencarnado una sangrienta ceremonia:

La señora consigue al fin aprisionar la lengua del muerto entre sus dientes. Se trata de arrancarla desde abajo. Tira de ella con una fuerza espasmódica y precisa, gimiendo dolorosamente, sin dejar salir el grito de la boca trabada. Se ha manchado el rostro de sangre y cuando el fotógrafo hace estallar la fotolámpara se ilumina su rostro como la jeta de una hiena harta. Con una convulsión exacta, como la que describe un arco de círculo perfecto, se incorpora con la lengua del muerto entre los dientes. [27]

 

¿Esto es parte del rito tched ideado por el lama y que ya sabemos que suele involucrar demonios y descuartizamientos, o ha sido todo, desde el principio, un sueño atroz, una pesadilla? Así parecería al final, cuando encontramos al protagonista despertando, encontrando en la mesita de noche el libro Mystiques et magiciens du Tibet y saliendo apresuradamente de su casa para ir a dar su clase sobre El libro de los muertos, de la cual saldrá caminando distraídamente mientras piensa en la muerte y en un misterioso sueño de la noche anterior… Como «La historia según Pao Cheng», «El Desencarnado» es circular y el protagonista (y el lector) parece condenado a un tiempo cíclico. A diferencia del mundo religioso del Bardo thodol, en el que es posible escapar del samsara, en el de Elizondo no hay escapatoria. El hombre está sujeto a un eterno retorno entre la muerte y el eros.

El grafógrafo (1972) es uno de los libros más arriesgados de Elizondo y el que marca el clímax y fin de una etapa, la de la búsqueda de la «escritura pura», que llevada a sus últimas consecuencias conduce inexorablemente a un callejón sin salida. Elizondo, de hecho, padeció durante algún tiempo esa esterilidad y silencio inevitables (aunque por entonces siguiera llevando sus diarios y publicando artículos periodísticos) hasta que logró superarlos reinventándose como clásico en Camera lucida y Elsinore. El grafógrafo, en sus textos más representativos, no es una obra sobre la realidad o el mundo, ni siquiera sobre la literatura, sino sobre la escritura. No es un libro de «cuentos», como sí lo es aún Narda o el verano y ya dejaba de serlo El retrato de Zoe, pero sigue siendo un libro de narrativa, de ejercicios narrativos, si se quiere, y, en todo caso, un «cuaderno de escritura».

«El grafógrafo», con el que justamente empieza el volumen, es el texto-emblema de toda la obra elizondiana: «Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo…».[28] Es el texto que mejor representa al «hombre-pluma» u «hombre-escritura» que fue Elizondo. El grafógrafo no está interesado en contar una historia o en hacer literatura, sino en el acto puro de la escritura, que idealmente trataría sobre nada —como soñaron Flaubert y Mallarmé— y que equivaldría a la escritura contemplándose a sí misma en un espejo. Del lenguaje, más que de la escritura, trata «Sistema de Babel» que, como «La biblioteca de Babel» de Borges, juega con la idea de dislocar significados y significantes: «llamadle flor a la mariposa y caracol a la flor; interpretad toda la poesía o las cosas del mundo y encontraréis otro tanto de poesía y otro tanto de mundo en los términos de ese trastrocamiento o de esa exégesis».[29]

Junto con El grafógrafo, «Mnemothreptos» (algo así como el que se alimenta de la memoria) es uno de los textos más representativos del libro: un ejercicio de escritura pura. A partir del breve relato —cincuenta y nueve palabras— de un sueño típicamente elizondiano —cuerpo yaciente en una suerte de quirófano, instrumentos para la disección (o la tortura), blancura y metal— se propone el ensayo de tantas variantes narrativas como sea posible en un día: «Se trata de obtener la amplitud de ese movimiento pendular de la imaginación. Se trata de escribir. Nada más».[30] Sin embargo, se trata en cierto modo de algo más, pues a la variante narrativa sigue siempre su análisis crítico en forma de comentario: es la escritura y su (auto)crítica.

Hay un ensayo en Teoría del infierno, precisamente titulado «La autocrítica literaria», junto al que sugiero leer «Mnemothreptos», pues éste es un ejercicio del tema de aquél, y ambos textos se iluminan mutuamente. Los comentarios de la narración ilustran la pregunta central del ensayo (de respuesta en el fondo imposible, como observa el propio Elizondo): «¿qué tal escribe ese que se llama Yo?».[31] Por ejemplo, a la segunda variante narrativa sigue este apunte: «muy torpemente introducido, el elemento literario ha desbordado excesivamente el tono de la prosa. De pronto las líneas han dado un paso vacilante en dirección del apólogo. Infiltración de elementos de juicio ético. Inevitables en cuanto aparece la figura histórica. Proyecto futuro: una historia sin moraleja, de tema evangélico».[32]

En «La autocrítica literaria», Elizondo anota su fundamental imposibilidad; para empezar, ¿no es ya la obra misma el resultado de un proceso (auto)crítico? Por otro lado, una autocrítica rigurosa no debería ser un acto posterior a la obra, sino prácticamente inmediato a la escritura, pero éste sólo podría seguir el camino sin salida de: «Escribo. Escribo que escribo…» (El grafógrafo es un radical ejercicio de autocrítica así concebido). La autocrítica, señala, «es la que tiene puesto un ojo en el gato y otro en el garabato; está tan consciente de ser un yo como de que ése es un yo que se está escribiendo, que se está cumpliendo en sí mismo en tanto que escritura y en tanto que yo».[33] «Mnemothreptos» es una aproximación, en la medida de lo posible, a ese proyecto irrealizable: develar el proceso de la escritura; el de su composición, su (auto)crítica y reelaboración. La escritura, como la pintura, es cosa mentale.

Junto a ésta, el otro gran tema de El grafógrafo es el tiempo. De ello dan cuenta los textos «Futuro imperfecto», «Presente de infinitivo» y «Pasado anterior». Aunque el último es notable (un divertido monólogo escénico sobre el imposible encuentro entre Mr. Nevermore y Mr. Rightnow), me detendré sólo en el primero, uno de los cuentos más originales de Elizondo. A partir de la solicitud real, hecha por Ramón Xirau, de una colaboración para la revista Diálogos que versara sobre el tema del futuro, Elizondo urde una ingeniosa trama en la que convoca a Enoch Soames, el protagonista del relato homónimo de Max Beerbohm. Caminando por la Ciudad Universitaria de la UNAM, cavilando sobre de qué podría tratar su colaboración, el personaje Salvador Elizondo es abordado por un personaje al que no tarda en identificar con el malhadado literato inglés, especialista en futuro donde los haya, que le obsequia el número de la revista en el que ya aparece su texto —el que el lector se encuentra leyendo en ese momento, por supuesto, «Futuro imperfecto»— y que Elizondo, al final, se limita a transcribir, antes de quemar el ejemplar de la revista. Para rematar, apunta: «en la transcripción he guardado absoluta fidelidad al “original”».[34] Pierre Menard de sí mismo, el grafógrafo da así otra vuelta de tuerca al tema de la escritura y el tiempo.