La búsqueda de la «escritura pura» emprendida por Elizondo desde sus inicios, de la que El grafógrafo representa la culminación, y su exigente autocrítica, no podía conducir eventualmente sino al dilema de la página en blanco. Entre Farabeuf (1965) y El grafógrafo (1972) transcurrieron apenas siete años y un número casi igual de libros (seis), siendo el periodo de mayor creatividad del autor. Después, las publicaciones comienzan a espaciarse; a una recopilación de artículos, Contextos, en 1973, sigue la obra de teatro Miscast hasta 1981. En 1983, sin embargo, apareció un libro que juzgo de los más logrados de toda la obra de Elizondo, la miscelánea Camera lucida, que incluye algunas de sus mejores piezas narrativas («Anapoyesis», «Ein Heldenleben», «Los museos de Metaxiphos»). Camera lucida era originalmente el nombre de la columna del autor en la revista Vuelta, en la que aparecieron varios de los textos que integran el volumen. Sin embargo, el libro es mucho más que la típica recopilación de artículos (en la que sí podrían entrar obras como Contextos, Estanquillo o Pasado anterior). Es —como el Manual del distraído de Alejandro Rossi, otro de los libros de Plural y Vuelta, también inicialmente una columna— un libro unitario, un singular artefacto literario perfectamente ensamblado: una obra única.

La idea de artefacto es crucial pues la camera lucida («habitación iluminada») original —patentada en el siglo xix por William Hyde Wollaston, aunque ya descrita por Kepler a principios del siglo xvii— era precisamente un dispositivo óptico que, mediante la superposición de la imagen del objeto dibujado sobre la superficie en la que se dibuja, permitía al artista una reproducción más exacta. En términos literarios, explica Elizondo, «visto en camera lucida, el libro revela en acto el movimiento, la operación técnica del poeta, por los que esa trasmutación se realiza y por los que se sintetizan, como en el prisma, los tres planos de la sensibilidad: el real, el ideal y el crítico».[35] No deja de llamar la atención que, de hecho, varios textos giren alrededor de un invento o máquina.

De vuelta de años de «mortecina esterilidad»[36] —como declara en el texto que abre el libro, «Log»—, Elizondo pareció evolucionar hacia cierto clasicismo, notable en los cuentos de Camera lucida y en Elsinore, acaso porque, como ya observaba en el «Tractatus rethorico-pictoricus», es «la ambición secreta que alienta en todo artista: la de ser un clásico».[37] Dividido en dos partes, «Antecamera» y «Camera Lucida», el libro alterna las narraciones con los ensayos. Entre las primeras, hay algunas de ficción, muy cercanas al modelo clásico del cuento, y otras autobiográficas, como capítulos sueltos de unas memorias. Entre las primeras destacan: «Anapoyesis», «El rito azteca», «Los museos de Metaxiphos» y «La luz que regresa». La primera y la última giran alrededor de inventores y sus inventos, máquinas prodigiosas que trastocan la realidad. Adolfo Castañón ha observado atinadamente la afinidad de estas historias con las de otro extraordinario inventor, Adolfo Bioy Casares.[38] Sin embargo, los científicos del mexicano son característicamente elizondianos. El de «Anapoyesis», por ejemplo, el profesor Aubanel, autor de Énergie et langage, crea una máquina, el anapoyetrón, que libera la energía contenida en un poema, mayor en cuanto mejor, pero también en cuanto menos ha sido leído. Sometido al aparato, el verso «arma virumque cano», por ejemplo, logra aún elevar un átomo de carbón. Así, en su búsqueda de poemas extraordinarios y casi secretos, el profesor renta la casa en la que vivió Mallarmé… Elizondo no deja de ser Elizondo. En «La luz que regresa» el profesor Moriarty inventa el cronostatoscopio o cámara Moriarty, una máquina del tiempo que muestra a sus amigos en 1997 trasladándose al momento fatídico de los idus de marzo. Hasta ahí habría sido un buen cuento fantástico, pero demasiado sencillo para el escriba. El narrador, que maneja una versión mejorada del invento, afirma poder ver al lector leyendo el texto en los años ochenta, cincuenta años antes de que lo escribiera y casi veinte antes de los hechos relatados. En otras palabras: lees, lees que lees, mentalmente te ves leer que lees… El grafógrafo engendra su lectógrafo. Daniel Sada observó perspicazmente que la cámara Moriarty es, de hecho, la mente del escritor: «es la metafóra extrema. El escritor puede ver a través de esta cámara a su lector, mismo que lee Camera lucida en un lugar enigmático».[39]

«Los museos de Metaxiphos» —derivado de una de las Histoires brisées de Valéry, «La isla de Xiphos», traducidas, por cierto, por el propio Elizondo— es una suerte de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» que trata de un lugar fabuloso —una isla o casi isla, como pide el tópico fantástico— en donde hay una serie de museos insólitos: el Museo Poético-Filosófico, donde «se guardan las concreciones sensibles de las imágenes, nociones o figuras abstractas»;[40] el Museo de la Realidad, cuyas «vastísimas colecciones están compuestas únicamente de objetos que no tienen ningún interés, objetos sin importancia y sin sentido»;[41] el Museo Técnico, que «guarda especímenes mecánicos y gestuales de técnicas puras»,[42] o el Museo de la Historia, que conserva una sola pieza: la cámara Moriarty… «Los museos de Metaxiphos», de hecho, antecede inmediatamente a «La luz que regresa», reforzando el diálogo intratextual de Camera lucida, una de cuyas principales virtudes, como ya observé, es el cuidadoso ensamblaje de sus diversas piezas.

Otro ejemplo es el de «El rito azteca» y «El rito azteca (cont.)», textos con los que terminan la primera y segunda (y última) sección del libro. Desde las primeras líneas («Watson lee —a veces en voz alta para hacerme conocer los puntos sobresalientes— la reseña que hace el Evening Chronicle de los hechos de sangre…»), el lector sabe que el narrador no es otro que el habitante más ilustre de Baker Street, de quien Elizondo fue siempre admirador (en 1985, según consignó en sus diarios, recibió como obsequio The Complete Sherlock Holmes y planeó otro relato holmesiano a propósito del robo al Museo Nacional de Antropología perpetrado en la Navidad de ese año).[43] Elizondianamente, el cuento tratará, en apariencia, de un ritual de sacrificio, pero en el marco de la parodia de un relato detectivesco clásico; sin embargo, a Elizondo no le interesa realmente escribir una imitación o parodia de Conan Doyle, sino la insinuación de un relato y el juego con el lector. Apenas comienza a plantearse el misterio en «El rito azteca» cuando la narración se interrumpe con puntos suspensivos y el anuncio «Continuará». Continúa, en efecto, al final del libro en «El rito azteca (cont.)», pero sólo para nuevamente frustrar al lector incauto cuando empieza a desarrollarse el misterio y el texto vuelve a interrumpirse con un nuevo anuncio: «Continuará… tal vez». A diferencia de «La historia según Pao Cheng» o «El Desencarnado», cuentos de infiernos circulares, el divertimento narrativo de «El rito azteca» queda completamente abierto y se resuelve en la sonrisa del lector que ha aceptado el juego. Es la cima del humor del grafógrafo que, aligerado de la fascinación con el horror, se burla del lector y de sí mismo.

Entre «Sila» y los cuentos de Camera lucida transcurrieron alrededor de veinte años. En ese tiempo, Elizondo pasó de brillante imitador de Rulfo al descubrimiento de un mundo propio en Narda o el verano en el que, conservando las convenciones narrativas del cuento clásico, sobresalen sus obsesiones —definidas por la lectura de Bataille— con el horror, el eros y la muerte, pero que al final apunta ya hacia una escritura volcada sobre sí misma; El retrato de Zoe y otras mentiras prosigue esa dirección, abre una vertiente humorística y lúdicamente ensaya diversas posibilidades narrativas, si bien entrega su obra maestra, «El Desencarnado», en la misma línea, temática y formal, de «Narda o el verano»; en El grafógrafo, Elizondo se lanza por completo a la búsqueda de la escritura pura y se aproxima a ella en la medida en que es posible acercarse, pero parece quedar temporalmente atrapado en el callejón sin salida al que inevitablemente conduce esa meta. Existía el riesgo real de quedar encerrado para siempre en ese contubernio de espejos, pero el autor encontró una salida en la invención de la máquina textual de Camera lucida, obra híbrida y única, que contiene algunas de sus mejores narraciones, la mayoría de naturaleza fantástica, y todas permeadas por un sutil humor.

Salvador Elizondo dedicó su lección inaugural en El Colegio Nacional, a propósito de Conrad y Joyce, al tema del regreso en la literatura, al viaje de ida y vuelta. Porque hay, desde luego, viajes sin retorno y viajeros que nunca vuelven. También en el arte y la literatura: escritores y artistas que salen en pos de un remoto y codiciado El Dorado, y que en su búsqueda se extravían y no regresan nunca. Puede tratarse, a veces, de extravíos deliberados —ya lo decía Kafka, que no volvió, «a partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto»— y no exentos de cierta gloria.[44] Pero hay también poesía en el regreso, una poesía al mismo tiempo humilde y sabia. En su personalísima trayectoria literaria y estética, entre los demonios del eros y la muerte y la búsqueda de la escritura pura, Salvador Elizondo estuvo a punto de perderse en el limbo de la página en blanco y no volver, pero, como su admirado Ulises, terminó regresando a su modesta Ítaca, la escritura. Su vida se trató de escribir. Nada más.

 

 

[1] Cartas a Louise Colet, Siruela, Madrid, 2003, pp. 168-169.

[2] Véase Roberto García Bonilla, «Rulfo y Elizondo en el Centro Mexicano de Escritores», La Jornada Semanal, núm. 599, 27 de agosto de 2006, en <http://www.jornada.com.mx/2006/08/27/sem-roberto.html>.

[3] Revista de la Universidad de México, núm. 2, octubre de 1962, p. 14.

[4] Ibid., p. 14.

[5] Marco Antonio Campos, «Lo que escribo solo tiene valor textual: Elizondo», Proceso, 22 de octubre de 1977, en <www.proceso.com.mx/72379/lo-que-escribo-solo-tiene-valor-textual-elizondo>.

[6] Contubernio de espejos [Poemas 1960-1964], Fondo de Cultura Económica, México, 2012, s/p.

[7] Narda o el verano, Fondo de Cultura Económica, México, 2013, p. 9.

[8] Ibid., p. 15.

[9] Ibid., p. 20.

[10] Ibid., p. 41.

[11] Ibid., p. 61.

[12] Ibid., p. 71.

[13] Ibid., pp. 71-72.

[14] Ibid., p. 80.

[15] Ibid., p. 81.

[16] Obras, iii, El Colegio Nacional, México, 1994, pp. 263-264.

[17] Ibid., p. 264.

[18] Narda o el verano, op. cit., p. 60.

[19] Obras, iii, op. cit., p. 275.

[20] El retrato de Zoe y otras mentiras, Joaquín Mortiz, México, 1969, pp. 9-10.

[21] Ibid., pp. 15-16.

[22] Ibid., p. 21.

[23] Véase la entrevista citada con Marco Antonio Campos.

[24] Alexandra David-Néel, Mystiques et magiciens du Tibet, Plon, París, 2011, p. 186.

[25] Ibid., p. 196.

[26] El retrato de Zoe y otras mentiras, op. cit., p. 172.

[27] Ibid., p. 175.

[28] Obras, ii, El Colegio Nacional, México, 1994, p. 127.

[29] Ibid., p. 135.

[30] Ibid., p. 153.

[31] Obras, iii, op. cit., p. 376.

[32] Obras, ii, op. cit., p. 154.

[33] Obras, ii , op. cit., p. 379.

[34] Obras, ii, op. cit., p. 191.

[35] Camera lucida, Fondo de Cultura Económica, México, 2017, p. 75.

[36] Ibid., p. 11.

[37] Obras, ii, op. cit., p. 170.

[38] Véase «Salvador Elizondo. Idea del hombre que se hizo prosa», Revista de la Universidad de México, Nueva época, núm. 36, febrero de 2007, p. 86.

[39] «La escritura obsesiva de Salvador Elizondo», Revista de la Universidad de México, Nueva época, núm. 66, agosto de 2009, p. 64.

[40] Camera lucida, op. cit., p. 156.

[41] Ibid., p. 157.

[42] Ibid., p. 158.

[43] Véase «La punta del iceberg», Letras Libres, núm. 119, noviembre de 2008, pp. 59-60.

[44] Aforismos, Debolsillo, Barcelona, 2012, p. 26.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]