El núcleo de la historia es, previsiblemente, una imagen, una fotografía. El africano, Tchomba, pide una foto de Narda al narrador: «totalmente desnuda con partes religiosas del cuerpo bien visibles» (ya en esta petición está claro que el sexo posee un valor sagrado). [11] El protagonista acepta, a cambio de un sospechoso manuscrito autógrafo de Ezra Pound (el africano hace varias referencias literarias a lo largo del cuento, todas sistemática y casi deliberadamente erróneas, como atribuir Las flores del mal a Verlaine). El narrador aprovecha un momento en el que Narda baila desnuda frente a él y Max: «la cámara pendía de mi cuello apuntando ineluctablemente, como un arma mortal, en dirección de Narda que aturdida de su propio movimiento se había olvidado de ese ojo implacable».[12] El cuento elude el momento preciso en que se toma la foto y salta a sus consecuencias:

Fuimos a pie hasta Bellamare porque Narda se había llevado el coche en su huida. Durante la caminata yo había estado especulando acerca de las consecuencias de mi acción. En realidad estaba perplejo pues el fogonazo del flash no había tenido sino un resultado incomprensible. La vida se había quedado congelada en aquella fotografía tomada con todas las agravantes. Narda se había quedado tan quieta ante ese violento orgasmo de luz que yo había producido que era como si se hubiera muerto en esa actitud… Yo no había atentado contra el pudor o contra las costumbres. No; sin quererlo tal vez había yo develado un arcano, una esencia turbadora, una vergüenza inquietante.[13]

 

Viejos atavismos alrededor de la fotografía subyacen tras este pasaje: el narrador, al tomar la foto a Narda sorpresivamente, la ha violentado, congelado y «matado». Él no comprende, ni comprenderá, el misterio al que se ha acercado, pero el africano, que lo lleva un paso más allá, sí. Días después, tras la espera infructuosa de Narda, la policía va a buscar a Max y al narrador a su casa muy temprano en la mañana —«como en Le jour se lève de Carné»;[14] una vez más, es la realidad la que imita al cine— para que identifiquen su cadáver, hallado en la playa por unos pescadores: «estaba tendida en una mesa de madera, sobre las páginas manchadas del Corriere della Domenica: lo que quedaba de ella. Sangrante, medio carbonizada, purulenta; las manos arrancadas de las muñecas como por el tajo de un cuchillo sin filo; su cuello como si hubiera sido herido por una sierra de leñador. Una desnudez dorada de sol, de fuego, de incisiones rituales».[15] Estamos nuevamente en territorios del doctor Farabeuf.

Recurrir a Bataille parece indispensable para comprender el relato. El propio Elizondo, en un par de ensayos de Teoría del infierno («Quién es Justine» y «Georges Bataille y la experiencia interior»), ayuda a aclararlo. Hablando del poeta de Las flores del mal, escribe: «Hay otra frase terrible de Baudelaire que bien podría ser de Bataille: “hay en el acto del amor una gran similitud con la tortura o con una operación quirúrgica”. En ella está contenida la esencia del erotismo que según Bataille es la violación de la interioridad del cuerpo humano que alcanza su más alto paroxismo en la fascinación que produce la contemplación de la tortura».[16] Amor extremo y crueldad extrema son puntos que se tocan; «para Bataille, el erotismo es “esencialmente el dominio de la violencia y de la violación”, sólo que, como ya lo habíamos dicho antes, para Bataille esta violación comporta un componente trascendental, un componente, se puede decir, casi de orden místico».[17]

Esto es precisamente lo que entiende a cabalidad Tchomba, el verdadero enamorado de Narda, y que el ingenuo narrador ni siquiera sospecha. La fotografía de Narda desnuda ha sido una anticipación imperfecta e inconsciente del acto erótico que el africano lleva a cabo plenamente y que ya había adelantado cuando, entre su variada mercancía, había ofrecido «ver curandero de tribu de Tchomba practicar cirugía ceremonial sobre muchacha negra».[18] Todo lo que fascinaba a Bataille, y a Elizondo, en la fotografía del ling chi (la refinada tortura china de los mil cortes) alrededor de la cual gira Farabeuf, y que considera los principales rasgos del erotismo, se cumple en el caso de Narda: «la crueldad, la violencia, la violación de la interioridad del cuerpo humano, la profanación de las estructuras vitales, el atentado contra la interdicción, la fascinación del suplicio y el éxtasis místico».[19] Su tortura y asesinato han sido, en el fondo, un gesto de amor.

Narda o el verano concluye con una de las pequeñas obras maestras de Elizondo, «La historia según Pao Cheng», que puede leerse como una profecía de los derroteros que seguirá más adelante. En ella, un sabio chino, leyendo el futuro en el caparazón de una tortuga, acaba por vislumbrar a un hombre que escribe un cuento: «La historia según Pao Cheng». Es uno de los primeros y mejores textos del «grafógrafo», del hombre que escribe que escribe que se ve escribiendo… Con él se abre una nueva y arriesgada etapa en la obra de Elizondo. Mucho tiempo contemplará el abismo de la escritura de la escritura o la «escritura pura», una contemplación que fácilmente conduce a la asfixia o la esterilidad.

El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) declara desde el título su naturaleza absolutamente ficticia y artificial. Reúne quince textos muy diversos: algunos relatos más o menos clásicos (el estupendo y poco atendido «Los testigos»; «El Desencarnado», del que me ocuparé), «teorías» («Teoría del disfraz», «Teoría del Candingas»), ejercicios narrativos y especulaciones filosóficas (como «La mariposa» o «La fundación de Roma») o cuentos cómico-filosóficos (entre los que destaca «Identidad de Cirila, o de que Cirila es como el río heracliteo» y el más llanamente humorístico «De cómo dinamité el colegio de señoritas»). Es una obra deliberadamente experimental y lúdica en la que Elizondo ensaya distintas fórmulas narrativas. Los resultados son desiguales, pues hay textos muy logrados y experimentos poco memorables, de sofisticada banalidad intelectual (en la que cierta autocomplacencia de Elizondo incurriría más de una vez). Más que un libro de cuentos tradicional, habría que considerarlo una suerte de laboratorio narrativo.

«La mariposa», con el que inicia el volumen, es la continuación lógica de «La historia según Pao Cheng» y enlaza perfectamente con el final de Narda o el verano, confirmando así la nueva dirección del autor, la metaescritura, y su afición sinológica. El narrador contempla una mariposa agonizante y apunta: «La mariposa es un animal instantáneo inventado por los chinos. Estos objetos se fabrican, generalmente, de finísimas astillas de bambú que forman el cuerpo y las nervaduras de las alas… en el interior del cuerpo llevan un pedacito de papel de arroz con el ideograma mariposa que tiene poderes mágicos. Los fabricantes de mariposas aseguran que este talismán es el que les permite volar».[20] Es justo que «La mariposa» sea el pórtico de El retrato de Zoe pues sienta las premisas de toda la obra: el triunfo de lo artificial sobre lo natural; la primacía de la escritura; el símbolo gráfico como supremo artificio.

«El retrato de Zoe», como «Narda o el verano», es otro asedio al carácter indescifrable de lo femenino y una especulación narrativa sobre la representación de la realidad. Más aún que Narda, Zoe es un espejismo, una entelequia inapresable; igual que ella, su misma identidad está en duda: «con certeza no sé ni cómo se llamaba. Ya ves lo que dicen. No es seguro que se llame Zoe. Es posible que se llame Estela. Da igual».[21] El narrador dirige su relato a otra mujer, la tercera punta del triángulo, que, a diferencia de la misteriosa protagonista, es real, «real en la medida en que son reales las verdades que nada significan».[22] El retrato es, en realidad, un antirretrato, pues retratar a Zoe —fijarla, definirla— es imposible, como lo es fijar la vida que su nombre significa. Zoe es, sobre todo, ausencia, pues, «la verdadera vida está ausente».

El mejor relato del libro es, a mi entender, «El Desencarnado». Nació, según el propio Elizondo, de sus lecturas de Alexandra David-Néel, la célebre orientalista y espiritualista belga, y concretamente, habría que suponer, de la obra Mystiques et magiciens du Tibet, que se cita en el cuento.[23] La idea que le da origen es la del Bardo thodol, o sea, «la liberación por audición durante el estado intermedio», mejor conocido como El libro de los muertos. Después de la muerte se abre un periodo (cuarenta y nueve días) en el que el muerto debe alcanzar la iluminación en el mundo intermedio con el fin de evitar la reencarnación y la vuelta al samsara (ciclo de nacimiento, vida, muerte y encarnación). Sin embargo, como era de esperarse, Elizondo aprovecha esta idea para volver a sus obsesiones: la muerte y el erotismo, el suplicio y el placer, la eternidad y el instante, el sueño y la vigilia.