Al ser tan importante el estudio de los clásicos para el infante don Henrique, así como para toda la ínclita generación surgida de la emergencia de la nueva dinastía portuguesa «de Avis» —naturalmente integrada en el fenómeno renacentista—, es lógico que fueran conocidas las referencias directas e indirectas de la existencia de un continente aún desconocido a occidente de las Azores.

En Timeo de Platón, esa referencia es clara. Sosteniendo la existencia de una tal isla atlante que se encontraba más allá de las columnas de Hércules y que había quedado sumergida debido a cataclismos naturales, habla de la existencia del continente que acabaría siendo conocido como americano:

Escucha entonces, Sócrates, un relato que si bien es muy extraño, es sin embargo enteramente verdadero, como el más sábio de los Siete, Solón, lo dijo alguna vez […]. Los escritos dicen, en efecto, cuán grande fue el poderio al que la ciudad vuestra una vez puso fin, cuando avanzando com insolência a la vez contra toda Europa y Asia, se ponía en movimiento desde afuera del oceano Atlántico. Porque el oceano allí era entonces navegable; pues una isla se extendía frente ao estrecho que se llama, Pelares de Hércules, y la isla era más grande que Libia y Asia juntas; los viajeros de esse entonces tenían desde ella aceso hacia otras islas, y desde esas islas hacia todo esse continente opuesto que circunda a aquel verdadero mar.[9]

 

Timeo fue la obra más leída de Platón durante la Edad Media, incluso antes de las traducciones platónicas realizadas por Marsilio Ficino. Cabe preguntar cómo pudo Platón tener acceso a ese conocimiento. Según él mismo, habrían sido los egipcios quienes se lo revelaron a Solón, su ancestro. Preguntémonos entonces, ¿cómo podrían los egipcios saberlo?, ¿acaso hubo navegaciones desconocidas practicadas, por ejemplo, por los fenicios? No lo sabemos. No olvidemos la tradición en la Antigüedad de guardar en secreto algunas áreas del conocimiento, siendo éste sólo transmitido por vía oral, por ejemplo, en los círculos de los llamados «misterios», como los de Eleusis o de Samotracia, sin olvidar los de la gran civilización egipcia. Quizás en este contexto podremos entender la Carta VII de Platón, donde el filósofo de la Academia hace referencia a no escribir nada sobre su verdadera doctrina.[10]

En el Renacimiento hispánico se hizo muy conocida la llamada «profecía de Séneca», versos 375-379 de Medea:

Venient annis saecula seris,

Quibus Oceanus vincula rerum

Laxet et ingens pateat tellus,

Tethysque novos detegat orbes,

Nec sit terris ultima Thule.[11]

 

Que el mismo Cristóbal Colón tradujo e introdujo en su Libro de las Profecías: «Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra y un nuevo marinero como aquel que fue guía de Jasón que hubo nombre Typhis descubrirá nuevo mundo y entonces no será Ia isla Thule Ia postrera de las tierras».[12]

Y su hijo Hernando Colón reitera la «profecía» escribiendo en el margen de la página de un libro de las tragedias de Séneca: «Haec prophetia expleta est per patrem meum Christoforum Colon almirantem 1492», es decir, «Esta profecía fue cumplida por mi padre, el almirante Cristóbal Colón en el año de 1492». Según Fernando Aínsa:[13]

[…] no solo el presentimiento literario de Séneca dio un fundamento poético al descubrimiento, sino que también apoyó cientificamente los planteos de cosmógrafos y navegantes de la época. Estrabón y los sábios del siglo xv, entre los que figuraban el florentino Toscanelli y el alemán Behaim, afirmaron haber tenido en cuenta las palabras del Coro de Medea para elaborar sus proyectos geográficos de navegación em la dirección del sol poniente.

 

Un ejemplo más de como los clásicos inspiraron el proceso de búsqueda científica en el Renacimiento. Esta «última Thule» adquirió un simbolismo especial, el de lo desconocido, de algo olvidado, de los confines de la tierra. Virgilio la alude con ese halo en la primera Geórgica,[14] que mil quinientos años más tarde Duarte Pacheco Pereira citaría en su Esmeraldo, al comparar al rey portugués don Manuel I con Octavio Augusto: «E, feitas estas cousas, com outras que Vossa Alteza manda comprir, poderemos por vós dizer o que disse Vergílio por César Augusto: “Tu és governador do grande mar, e todos honram as tuas grandezas, e a ti guisa a última Tile”».[15]

Pero para Pytheas de Massalia (actual Marsella) Thule era un lugar geográfico bastante concreto. Este gran descubridor griego del siglo iv a. C. realizó un viaje impresionante por el Atlántico Norte llegando probablemente hasta Islandia, que bautizaría como Thule. De su obra Descripción del océano apenas llegaron hasta nosotros algunos fragmentos, lo suficiente para reconocer en él un espíritu científico muy avanzado. Aproximadamente mil setecientos años después fue recuperada por el personal al servicio del infante don Henrique y de don João II de Portugal, ambiente científico donde se formó Cristóbal Colón. Hizo una navegación astronómica, calculó con mucha precisión la latitud de Marsella,[16] fue un verdadero precursor de las navegaciones renacentistas de los siglos xv y xvi. No restan dudas de que estuvo en el círculo polar ya que registró la existencia del sol de medianoche y de la larga noche polar. Basado en un reloj solar, pudo medir con gran precisión la distancia entre el extremo norte de Escocia y Marsella.

Plutarco de Queronea (46-120 d. C.) en su obra Sobre la cara visible de la Luna[17] relata el célebre mito de Escila, en el cual, más allá de un contexto simbólico-mitológico, hace referencias geográficas concretas a unas islas del Atlántico Norte occidental y al gran continente a occidente.[18] Es más, alude a la existencia de colonias griegas en aquella región. Con lo cual hay quien sostenga que llegaron a Terranova, por lo tanto, al continente americano.

[…] lejos, en el mar, existe cierta isla, Ogigia,[19] la cual se halla, desde Britania con rumbo al oeste, a una distancia de cinco jornadas de navegación. Más lejos aún se encuentran otras tres islas que se hallan equidistantes de ella y entre sí mismas, aproximadamente en dirección poniente. En una de estas islas, según cuentan los lugareños, se encuentra Crono recluido por Zeus y allí reside el antiguo Briareo como guardián de aquellas islas y del mar que denominan cronio. El gran continente que rodea al gran mar no se encuentra muy lejos de las otras islas y dista de Ogigia unos cinco mil estadios,[20] en un desplazamiento que se efectúa mediante una lenta navegación a remo debido al abundante limo que las corrientes fluviales han sedimentado. Los ríos arrastran gran cantidad de tierra del continente y la depositan en aluviones que llenan de tierra el mar, el cual da la impresión de solidificarse. En la zona litoral del continente, hay colonias griegas, concretamente en las inmediaciones de un golfo, de extensión no menor que la Meótide, cuya bocana se halla aproximadamente en la misma latitud que la del mar Caspio. Estos pueblos se denominan y consideran a sí mismos continentales, mientras que llaman insulares a los habitantes de esta tierra porque se encuentra rodeada de mar por doquier. Pues bien, están persuadidos de que, en última instancia, se mezclaron con los pueblos de Crono los compañeros de Heracles quienes se quedaron allí y —por decirlo con un símil— animaron con fuerza renovada la llama helénica, que se hallaba apagada, vencida por la lengua, costumbres y modos de vida bárbaros. Por esa razón, Heracles recibe honores principales y Crono secundarios. Por cierto que cuando, cada treinta años, entra en el Toro el astro de Crono —al que, según me comunicó, nosotros llamamos Fenonte y ellos Nicturo—, ellos preparan un sacrificio y una expedición durante prolongado período, de modo que designan por sorteo un número suficiente de emisarios y los despachan con bastantes embarcaciones dotadas de provisiones y víveres que les permitan afrontar una larga travesía a remo y la supervivencia en tierra extranjera durante mucho tiempo. El caso es que, cuando los emisarios se hacen a la mar, arrostran respectivamente —cosa normal— suertes distintas. Pero quienes logran salvarse en las dificultades del mar llegan primeramente a las islas externas que se encuentran habitadas por griegos y, durante un intervalo de treinta días, verifican que el sol se oculta algo menos de una hora al día (y se echa una noche de leve oscuridad y un resplandor crepuscular de poniente). Su estancia allí es de noventa días en el curso de los cuales se les tiene y reputa como hombres píos, con honores y atenciones; acto seguido, los vientos los conducen a su punto de destino, que no se encuentra habitado sino por ellos y por quienes les precedieron en su misión. A quienes residen en ese lugar y sirven a la divinidad durante treinta años se les permite regresar a su patria; sin embargo, la mayoría de ellos opta por quedarse allí, unos debido a la fuerza de la costumbre y otros porque allí pueden obtener bienes en abundancia prácticamente sin penalidades, con una existencia que transcurre entre constantes fiestas y ritos sacrificiales o merced a interminables conversaciones y disquisiciones filosóficas […].

[…] Y concluyó Sila: «He aquí cuanto oí en labios del extranjero merced a las revelaciones que —según propia confesión— obtuvo de los ayudantes y servidores de Crono. Dejo a vuestro criterio, Lamprias, el uso que hagáis del relato».[21]

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