POR MERCEDES CEBRIÁN
Fotografías de Lisbeth Salas. Jordi Doce, María Teresa Gallego, Isabel García Adánez, Ana Flecha, Malika Embarek, Carlos García Gual, Miguel Sáenz, Fabio Morábito, Pablo Ingberg, Javier Calvo, Selma Ancira y Abecasis Henelde.

¿Cuándo comenzó la traducción de textos literarios al castellano? No es posible dar una respuesta clara y contundente a esta pregunta, pero sí podemos apuntar una fecha aproximada: a mediados del siglo XIII, cuando el rey Alfonso X y los integrantes de su scriptorium vertieron Calila e Dimna del árabe a lo que el monarca sabio llamó «castellano dreto». Han pasado casi ocho siglos desde aquel momento y la traducción literaria al castellano sigue más viva que nunca, tanto en España como en Latinoamérica.

Este reportaje pretende ofrecer una (fugaz) visión panorámica de la actualidad de esta profesión y, al mismo tiempo, busca elaborar una pequeña historia sentimental de la traducción que registre los cambios vividos con la llegada de las nuevas tecnologías, sin olvidar asomarse al futuro inmediato de la traducción al castellano. Lo ideal sería que aquí participase un gran orfeón de voces mixtas, pero a cambio tenemos un coro de cámara integrado por trece traductores españoles, latinoamericanos y de otros orígenes, cuyo nexo común radica en tener el castellano como lengua de destino de sus traducciones. Faltan aquí muchos, cientos de ellos cuyo trabajo nos permite leer desde este siglo trepidante obras escritas en otras latitudes y épocas muy diversas, pero los que aparecen son excelentes embajadores de su profesión.

Algunos como Miguel Sáenz, traductor del alemán, cuentan con una larga trayectoria y han decidido poner fin a esa etapa, que en su caso comenzó con Carta breve para un largo adiós de Peter Handke. Otras como Ana Flecha Marco, la más joven de las entrevistadas, tienen aún una carrera larga por delante. Todos han interrumpido por un momento su incesante tecleo sobre el ordenador para hablarnos de su principal vocación, que es también su profesión: la de verter textos de una lengua a otra. Para rebatir el tan trillado proverbio italiano – traduttore, traditore–, diremos aquí en su defensa que no son en absoluto traidores, sino, por el contrario, cómplices de todos los castellanoleyentes.

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Empezar la casa por sus cimientos nos lleva a uno de los pilares de la traducción al castellano: la Biblioteca clásica Gredos y sus libros de cubierta azul marino. Alfonso X habría quedado muy satisfecho al ver cómo su sueño de verter al castellano el mundo clásico se llevaba finalmente a cabo en el siglo XX. El catedrático y traductor del griego clásico Carlos García Gual estuvo a cargo de ella desde que, en 1977, se publicó el primer tomo en traducción suya: Vida y hazañas de Alejandro Magno, de Pseudo-Calístenes. «Un grupo de editores de Gredos me ofreció la posibilidad de organizar la colección, que llegó a tener 415 volúmenes. La idea era una serie de libros de tapa dura que imitase ciertas ediciones inglesas. Allí, entre otras muchas obras, estaban La Odisea, todo Platón, textos hipocráticos que no se habían traducido hasta el momento y también los veinte tomos de la obra de Plutarco. Se contaba con traductores de distintas edades, de mi generación y más jóvenes, y todos los libros incluían un prólogo que ponía en contexto al lector», rememora García Gual con cariño. A principios de este siglo se publicó el último volumen de la colección, cuyos títulos más célebres siguen vendiéndose en quioscos.

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Por más que llevemos muchas décadas sobre el planeta, ya hemos naturalizado la reciente presencia de internet en nuestras vidas, por eso nos resulta casi milagroso que traducir literatura pudiera llevarse a cabo sin esta herramienta. Recordemos que el ser humano construyó templos y pirámides antes de inventar la electricidad y la máquina de vapor: siguiendo esa misma lógica, muchas de las obras que leemos ahora se tradujeron sin echar mano de foros virtuales o de recursos en línea como el CORDE de la Real Academia, un corpus textual de todas las épocas y lugares en que se habló español, desde los inicios del idioma, que ayuda a estudiar las palabras y sus significados a través del tiempo. María Teresa Gallego, una de las más importantes traductoras vivas del francés, lo usa cotidianamente, al igual que la base de datos Gallica de la Biblioteca Nacional de Francia, que le evita desplazarse a París para consultar manuscritos y libros.

Ya el correo electrónico supuso para muchos como Fabio Morábito, escritor mexicano y traductor del italiano, un soplo de aire fresco: «esto es maravilloso para los traductores, pensé cuando supe que existía. A mí todavía me tocó comunicarme por carta con traductores y autores. Entre pregunta y respuesta pasaban mínimo quince días». Lo mismo podría decir Gallego, que corrigió por vía telefónica su primera traducción junto a su editor Joan Petit, de Seix-Barral: «Me dio a traducir el premio Goncourt de ese año: la novela La pitié de Dieu de Jean Cau. Petit me iba pidiendo capítulo a capítulo, los revisábamos por teléfono y él me hacía comentarios. Después me pedía que los fuera pasando a limpio, y en dos meses acabé la traducción, que finalmente no se publicó en España debido a la censura».

Malika Embarek, especialista en escritores marroquíes de expresión francesa como Leila Slimani y Tahar Ben Jelloum, recuerda sin demasiada nostalgia aquellos tiempos: «Además de usar la máquina de escribir y el típex, en esos años teníamos que desplazarnos a las bibliotecas para las consultas, y los diccionarios eran en papel. ¡Cómo pesaban los dos tomos del María Moliner o la edición antigua del DRAE, encuadernada en piel!».

Ese mundo quedó atrás y ahora cargar peso ya es historia, aunque las tensiones musculares y la sequedad ocular propios de quienes pasan horas sentados frente a una pantalla sigan siendo gajes de este oficio.

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No obstante, la cuestión esencial para los traductores al castellano, en absoluto vinculada a la tecnología, es la de elegir a qué castellano traducen, y para ella hay tantas respuestas como traductores. Javier Calvo, en su ensayo sobre traducción titulado El fantasma en el libro (Seix-Barral, 2016), dedica bastantes páginas a esto. Calvo, que ha traducido a Don Delillo, Joan Didion y David Foster Wallace, entre otros muchos, es rotundo al respecto: «si existiera hipotéticamente un castellano burocrático impersonal, resultado de borrar todas las variaciones geográficas de la lengua, el último lugar donde querría verlo es en la literatura».

Es de sentido común que el borrado de las diferencias no sea una opción; al revés, parece claro que la heterogeneidad y la mezcla son lo más deseable, con sus limitaciones y siempre teniendo en cuenta las características de la obra que se está volcando al castellano. Los editores también han de entender esta complejidad, y en ese sentido, Fabio Morábito nos cuenta su experiencia con final feliz al traducir la poesía completa del nobel Eugenio Montale para Galaxia Gutenberg en 2006: «En efecto, temía que quisieran normalizar a la manera ibérica algunas palabras, pero no pasó, no tocaron ni una sola. El director de la colección, Nicanor Vélez, tenía una sensibilidad latinoamericana. De todos modos, el lenguaje de Montale no acepta registros muy locales, así que por ese lado todo fue bien».

Selma Ancira, traductora mexicana del griego moderno y del ruso, también tiene buenos recuerdos en ese sentido: «Revisando las pruebas de una novela para Acantilado había un mexicanismo en mi traducción. Pregunté si se quedaba y me dijeron que por supuesto. Es digno de respeto que un editor lo comprenda, lo acepte y lo incorpore. Eso hace ganar a la editorial y a todos, para que se pueda leer mejor el libro en Argentina, Colombia, Perú… pero también en España».

Al plantearle esta cuestión a Miguel Sáez, él sugiere leer un breve ensayo de Marcelo Cohen, traductor y escritor argentino recientemente fallecido, titulado Nuevas batallas por la propiedad de la lengua, incluido en el volumen Música prosaica (Entropia, 2014). En él, Cohen rememora sus años como traductor en Barcelona, sus cuitas y dudas al lidiar con su propio idiolecto y trata además la disyuntiva entre la traducción localista y la traducción hipotéticamente neutra, es decir, «el español de las traducciones», como Javier Calvo llama en su ensayo a esta variante artificial.

Quizá haya que aceptar que no contenemos multitudes, como confiesa Pablo Ingberg, traductor y poeta argentino, que ha volcado al español La tierra baldía de T.S. Eliot (Cuenco de plata, 2022) con motivo del centenario de su publicación, así como obras poéticas de Safo, Virgilio y Walt Whitman, entre otros: «Sólo tengo incorporada con naturalidad la variedad en la que me crié y formé. Una traducción a variedades mexicanas o españolas la hará mejor que yo una persona criada y formada en esas variedades. En mis traducciones para otros países sólo soy un poco más vigilante de los vernaculismos evitables que cuando traduzco para Argentina. Pero incluso cuando traduzco para Argentina las elecciones dependen de la obra de que se trate, porque no es lo mismo traducir, por ejemplo, un soneto de Shakespeare que un cuento actual escrito en una lengua más o menos coloquial vernácula».

Como vemos, acercarse a una traducción pensándola como un proceso de negociación, tal como la concebía Umberto Eco, es particularmente pertinente ante esta cuestión sobre las variantes del español, que hemos de aceptar con la naturalidad que nos sea posible, al ser lectores de una lengua con casi 500 millones de hablantes nativos.

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Estadísticamente se traduce mucho más del inglés y francés que de idiomas como el griego moderno, el ruso o el noruego o el yidis, la lengua de los judíos askenazíes, que cuenta con una literatura abundante. Hay que regocijarse, por tanto, de contar con el dúo de traductores formado por Rhoda Henelde y Jacob Abecasís, que en el año 2000 comenzaron a volcar al castellano los títulos más icónicos de la literatura en esta lengua. El primero fue Sombras sobre el Hudson, de Isaac Bashevis Singer, el único premio Nobel de literatura en yidis. Henelde y Abecasís constituyen un eficaz tándem de traductores, algo que en los últimos años también han formado María Teresa Gallego y su hija Amaya García Gallego.

«El trabajo a dúo lo realizamos en tres etapas, siempre con dos ordenadores», comenta Rhoda Henelde: «yo leo la versión en yidis de viva voz. Ambos debatimos la interpretación correcta y ahí Jacob teclea una primera versión en su ordenador. En una lectura conjunta, también de viva voz, corregimos posibles desajustes que se puedan haber producido en la fidelidad a la creación original e introducimos las mejoras finales de estilo que puedan surgir».

Que esta profesión es altamente vocacional nos lo deja claro tanto Rhoda Henelde como la mayoría de los entrevistados. Selma Ancira confiesa por qué se hizo traductora «por amor a una autora: Marina Tsvietáieva. La descubrí durante mis estudios de doctorado en Moscú y decidí que la tenía que traducir, quizá un poco con cierta inconsciencia, locura y pasión, algo que ha caracterizado mi caminar por este sendero de la traducción». La pasión también le llevó a traducir del griego moderno una novela de Maria Iordanidu, autora griega, para presentársela a la editorial Acantilado. «Logré enamorar a la editora. Le llevé la novela ya traducida, le encantó y me dijo: “la publicamos”». Hoy son tres las novelas de Iordanidu publicadas en la misma editorial y traducidas por Ancira.

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Se traduce más y mejor al castellano que hace varias décadas, entre otros motivos por la profesionalización de los traductores, tal como puntualiza Gallego: «Antes de los años cincuenta del siglo XX había menos rigor, más fluctuaciones en las traducciones. Ahora los traductores compartimos unos cánones. En el siglo XIX las traducciones eran un lujo que llevaban a cabo los eruditos y escritores, era más una afición».

La globalización, a pesar de sus inconvenientes, ha contribuido a unas traducciones menos paternalistas, sin temor a la otredad cultural. Isabel García Adánez, Premio Nacional de Traducción en 2020 por su versión de Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, de Herta Müller, da fe de ello: «No me parece que las traducciones de ahora sean extranjerizantes, sino fieles al texto. Si los personajes están en Finlandia y comen algo típico de Finlandia, no lo españolizamos como se hacía antes, y los elementos culturales se respetan, eso es ser fiel al texto. Es fácil y rápido buscarlo, tanto para el traductor como para el lector, y así se ve cómo es el mundo en otros sitios; para eso sirve la literatura».

Recordemos también los tiempos en que los textos del ruso, japonés o yidis se traducían desde el inglés o francés. Para Rhoda Henelde, el fin de esta práctica es un adelanto indudable, fruto de un cambio de actitud ante la traducción.

Algunas literaturas se han beneficiado especialmente de estas transformaciones sociales, por ejemplo, las producidas en países árabes, ya se escriban en árabe o en francés, tal como considera Malika Embarek: «El campo en el que me desenvuelvo –la traducción de la literatura árabe– ha experimentado unos cambios enormes. Antaño se circunscribía al entorno de la Universidad: cuando aparecía en el mercado alguna novela traducida, se encargaban las reseñas a especialistas del mundo árabe, como si esa literatura requiriera la visión de un experto, como si no bastara con ser un buen lector capaz de hacer una reseña de cualquier obra de literatura universal. El premio Goncourt, concedido en 1987 a Tahar Ben Jelloun, fue un hito importante; y el espaldarazo del premio Nobel a Naguib Mahfuz en 1988 modificó la visión del público español sobre la novela de los países árabes. También han cambiado las nuevas generaciones de traductores del árabe, que ya no ponen énfasis en el exotismo. Abordan la literatura contemporánea árabe como otra literatura más».

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Una de las maneras de reconocer la labor de los traductores es poner su nombre en la cubierta de los libros. Esa visibilidad sí se ha logrado en las ediciones en castellano, si bien la deseada puesta en valor de su trabajo no se deja ver tan claramente en las tarifas que cobran. «Los grandes enemigos del traductor (la falta de tiempo y una remuneración ridícula) siguen existiendo», aclara Miguel Sáenz. Algo similar afirma Ana Flecha Marco: «el reconocimiento está muy bien y es muy gratificante, pero si no viene acompañado de unas mejores condiciones de trabajo me interesa bastante poco», de ahí la importante labor de ACE Traductores, la asociación profesional que vela por los profesionales de la traducción en España.

Del otro lado están los lectores: ¿también ellos se acercan hoy de modo distinto a los textos traducidos? Jordi Doce, poeta y traductor de Yeats, Anne Carson y Auden, por citar algunos, no lo ve del todo claro: «Cada vez que doy charlas públicas o conferencias sobre el tema, me descorazona ver que las mismas dudas y preguntas básicas se mantienen a lo largo del tiempo, como si no hubiéramos aprendido nada en tres décadas. Seguimos con los tópicos de siempre: las “bellas infieles”, el “traduttore traditore”, eso de Robert Frost de que la poesía “es lo que se pierde en la traducción”, etc. Es un poco desesperante. Y, ya en el plano académico, seguimos sin tener en cuenta el impacto de la traducción en la historia y desarrollo de las literaturas nacionales, ese invento decimonónico».

Otro aspecto que hace doblemente valiosos a los traductores es su labor como asesores literarios. Flecha Marco, que traduce del noruego, lo ha vivido de cerca: «En mi caso, al traducir principalmente de una lengua a la que los editores con los que trabajo no tienen acceso de primera mano, es más frecuente que soliciten y tengan en cuenta mi opinión». Y ocurre incluso con el inglés, como en el caso de Javier Calvo: «Entre los proyectos que he sacado adelante yo, por ejemplo, están mis tres traducciones de Iain Sinclair, que es un autor al que me ha costado un montón publicar en España, o bien una serie de cinco libros con textos inéditos de H.P. Lovecraft que estoy en proceso de traducir ahora». García Adánez enumera satisfecha los autores de habla alemana cuya traducción al castellano ha recomendado: «van a publicarse ensayos de Hannah Höch y Lu Märten, una crítica alemana de principios del siglo XX super interesante, y también ensayos de Erika y Klaus Mann sobre la guerra civil española».

Esta potestad para aconsejar convierte a los traductores en agentes influyentes dentro de la industria del libro, y no en meros proveedores de servicios, si bien la queja ante las bajas tarifas que perciben por su trabajo los hace rozar esta otra posición. En relación con ello, la futura implantación de la inteligencia artificial y, por ende, la distópica sustitución de los traductores literarios por máquinas, es algo de lo que se habla a menudo en los círculos profesionales.

Quienes traducen poesía no se ven muy amenazados al respecto en su campo. «A un nivel artístico creo que no hay que preocuparse mucho: a la inteligencia artificial siempre le va a faltar esta cosa arbitraria que nos haga alejarnos del original pero que por sonoridad y ritmo case con el texto y lo convierta en más expresivo», dice Fabio Morábito. Aunque especializada en prosa, tampoco a Isabel García Adánez le quita el sueño por ahora: «Con la traducción literaria de textos más o menos exigentes no veo problema, porque eso no hay máquina que lo traduzca bien: prueben con Herta Müller», aunque sí aprovecha para preguntarse lo que pasará con novelas consideradas más de entretenimiento o «de piscina», como ella las llama: «Ahí sí corremos el peligro de que la inteligencia artificial se lleve por delante a traductores y a escritores. Igual peco de arrogante, pero a lo mejor se podría aprovechar la coyuntura para reflexionar un poco sobre la calidad de lo que se publica, se escribe… y se vende. Lo malo es eso, que vende lo que no es de buena calidad ya en el original».

Queda mucha tarea por hacer, elaborada por humanos con ayuda de recursos informáticos, cómo no, pero siempre con la rúbrica de un cerebro con sus correspondientes neuronas. Al preguntarles qué libros todavía inéditos en castellano creen que merecen ser traducidos, los entrevistados muestran sus deseos como en una carta a los Reyes Magos: Flecha Marco traduciría con gusto el clásico noruego de literatura infantil Karius og Baktus, escrito e ilustrado por el dramaturgo Thorbjørn Egner: «es la historia de dos trolls que viven en la boca de un niño llamado Jens al que animan a desobedecer a su madre, a no lavarse los dientes y a comer muchas cosas con azúcar». Por su parte, Rhoda Henelde y Jacob Abecasís sueñan con ver en las mesas de novedades las novelas cortas de Chaim Grade, nacido en Vilna cuando la actual Lituania pertenecía al Imperio Ruso, y Embarek suspira por seguir traduciendo la obra de Edmond Amran El Maleh: «es prosa, es poesía, es un caudal de palabras que te arrastra, sin aliento, con quiebra solo aparente de la gramática, una puntuación rompedora, frases transliteradas de su lengua materna, el árabe marroquí, aunque fácilmente entendibles por el contexto o ausencia de connotaciones exóticas. Sí, me gustaría volver a esa prosa, de nuevo».

Todos estos y otros muchos libros están diciendo «tradúceme» a gritos, y por suerte para la lengua, hay un orfeón de traductores preparados para ello y deseosos de llevar a cabo su trabajo en buenas condiciones laborales.