POR PATRICIO PRON
«¿Cuál es el país que está más cerca del cielo? Uruguay, porque está al lado de Argentina.» Quien no conozca este hecho tal vez desconozca otros, de igual relevancia. «¿Cómo se suicida un argentino? Arrojándose desde lo más alto de su ego.» «¿Por qué en Argentina hay tantos sietemesinos? Porque ni su madre los aguanta nueve meses.» «¿Cómo se reconoce a un argentino en una librería? Es el único cliente que pide un mapamundi de Buenos Aires.» «¿Cuál es el juguete favorito de los argentinos? El yoyó.» «¿En qué se diferencian los argentinos de las pilas? En que las pilas tienen un lado positivo.»

Al menos desde Sigmund Freud sabemos que el humor y sus manifestaciones constituyen formas de superación de una realidad que se antoja insoportable. ¿Qué realidad es ésa? ¿Qué es exactamente lo insoportable que estos chistes vendrían a superar? Me gusta pensar que no solamente la desproporcionada opinión que los argentinos tenemos de nosotros mismos, sino también, y en particular, la idea del otro; más específicamente la problemática idea de que habría un otro distinto a nosotros, y la reproducción de ese otro con la multiplicación de las fronteras. Veamos un ejemplo: «Vuelan juntos el presidente de Francia, el de los Estados Unidos y el de Argentina. Para amenizar el viaje, una azafata los desafía a que adivinen el país que sobrevuelan con los ojos cerrados, y los tres aceptan el desafío. El francés extiende la mano fuera del avión y exclama: “¡Oh, estamos volando sobre París!”. “¿Cómo lo sabe?”, le preguntan sus pares de Estados Unidos y Argentina. “Porque he rozado con mis dedos la punta de la torre Eiffel”, responde el presidente de Francia. A continuación, el estadounidense extiende la mano y dice: “Estamos atravesando el cielo de Nueva York”. “¿Cómo lo sabe?”, le preguntan. “Porque he rozado con mi mano la Estatua de la Libertad”. Finalmente, saca una mano el presidente argentino. “Bueno, ya estamos llegando a Buenos Aires”, afirma. “¿Cómo lo sabe?” “Porque saqué la mano y me robaron el reloj”».

«Las patrias son los sótanos del mundo», afirmó recientemente el poeta y ensayista español Ramón Andrés. La intercambiabilidad del chiste anterior y de sus personajes (que en otras versiones son el canciller alemán, el primer ministro de Japón y el presidente de Chile, y en otras, los mandatarios de España, México y Bolivia) pone de manifiesto que éste constituye una especie de enunciado de alcance universal actualizado una y otra vez con cada enunciación para ser empleado como arma arrojadiza. ¿Contra qué o contra quiénes?, puede uno preguntarse; pero responder esta pregunta requiere conocer las circunstancias en que el chiste es narrado, la identidad del narrador y la reacción de su audiencia, todo lo cual no siempre es fácil. (De antemano, y puerilmente, puede afirmarse que no es lo mismo si es contado por un argentino o por un chileno, por un inmigrante peruano en Argentina o por un empresario francés frustrado por sus dificultades para hacer negocios en ese país.)

Quienes hemos vivido en varios países a lo largo de nuestra vida hemos escuchado estos chistes una y otra vez, en uno u otro idioma; una y otra vez, nos fueron contados exactamente igual, o casi igual, variando únicamente sus protagonistas: en Argentina los chistes son de gallegos o españoles; en España, de residentes en Lepe; en Alemania, de habitantes de Frisia Oriental; en Francia, finalmente (y si no me equivoco), de belgas. Veamos un ejemplo: «Un gallego le muestra a un amigo el reloj que acaba de comprar: “¡Es un reloj excelente!”, le dice: “Da la hora, los minutos, los segundos, la fecha; tiene alarma, cronómetro, linterna y radio. Incluso me ha dicho el de la relojería que me puedo bañar con él, aunque de momento no encuentro el botón para que tire agua”». Veamos otro ejemplo: «Un gallego entra en una tienda de gafas: “Buenos días”, dice. “Quería unas gafas para leer”. “¿Otras?”, exclama el empleado, “¡Si ya le vendí unas ayer!”. “Sí”, responde el gallego, “pero es que esas ya me las he leido.”» Veamos uno más: «Dos gallegos están en un coche. «Oye, mira a ver si funciona el intermitente», pide uno, y el otro responde: «Ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no…».

Quizás estos chistes sean conocidos en Bélgica y tengan otros protagonistas, no necesariamente gallegos y/o españoles: en relación a los chistes de nacionalidades, y en relación a casi cualquier otra cosa, la proximidad física lo es todo. Aun si estos chistes no son conocidos aquí, es probable que haya otros y que esos otros también conjuren una amenaza imaginaria. La universalidad del humorismo sobre nacionalidades y la recurrencia de ciertos chistes señalan, como digo, una realidad insoportable, la del otro; más específicamente, constatan la percepción intolerable de que nuestra identidad (dicho rápidamente, lo que somos) estaría asociada con el territorio en el que hemos nacido y que éste tendría unas fronteras.

No se trata sólo de que esas fronteras sean escasamente visibles, sino también, y particularmente, de que apenas contienen la amenaza que algunos ven en el otro; su existencia es un límite y una advertencia, pero no necesariamente para los extranjeros, sino también, y en especial, para el sujeto que vive en el interior de ellas. ¿Qué es un país? ¿Qué es una identidad? ¿Qué afirmaciones y qué hechos determinan que unas identidades existan a un lado de una línea imaginaria y otras lo hagan al otro lado, y que la existencia de unas sea una amenaza para las otras?

En su ensayo Los tres Cristos de Ypsilanti, Milton Rokeach se interroga sobre qué sucede cuando el esquizofrénico paranoico ve que su sistema de creencias no es compartido por los demás; lo que sucede, afirma, es que éste se refuerza en sus convicciones al tiempo que reacciona violentamente a quien las cuestiona. ¿Acaso las fronteras son un síntoma psiquiátrico? ¿Puede decirse algo así? Acabo de hacerlo, por supuesto. Si se acepta este argumento, se pueden extraer algunas conclusiones que quizás vengan a cuento de lo que estamos diciendo y, especialmente, de la historia europea de los últimos doscientos cincuenta años: las guerras son síntomas psicóticos; la creencia en el Estado/Nación es patológica, estamos enfermos desde hace más de dos siglos y nuestra enfermedad es la que provoca todo el dolor del mundo.

«La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra», observó sagazmente el ensayista español Rafael Sánchez Ferlosio. Ante la fragilidad de las fronteras, ante la consciencia de que la identidad es lábil y está históricamente condicionada, se requieren, parece evidente, producciones simbólicas que, como el chiste, conjuren la precariedad y afirmen, digan: Nosotros somos nosotros porque ellos son ellos, y son distintos a nosotros, no somos iguales.

Al margen de los chistes, la producción simbólica se articula con la idea de «nación» y/o de «identidad nacional» en dos sentidos, bien conocidos por quienes provenimos de América Latina: por una parte, contribuye a su constitución, como en el caso de Argentina, donde un puñado de prohombres profundamente influidos por las ideas de mayor circulación en la Europa de su época creyó percibir la necesidad de la creación de una literatura argentina como forma de construcción de una identidad nacional. (La idea es singular, por decirlo suavemente: se trataba de crear, en palabras del historiador Tulio Halperín Donghi, «una nación para el desierto argentino»; es decir, una producción simbólica que conformase un cierto tipo de patrimonio que funcionara en un doble sentido, en el exterior del país, poniendo de manifiesto la condición de Argentina como país civilizado, heredero del patrimonio cultural europeo, aspirante a producir una literatura que, en consonancia con las nuevas tendencias europeas, contribuyese a ellas sin menoscabo de una doble juventud, la de sus autores y la del país en el que escribían; en otro sentido, al interior del país, donde esa literatura debía conformar un acervo común que enorgulleciese a los argentinos, los cohesionase y los educase en torno a ciertas ideas y valores, en torno a una visión común de su pasado indefectiblemente antiespañola, antiindígena, blanca, masculina, eurocéntrica, subsidiaria, y que recortaba un territorio, Buenos Aires y sus alrededores, como epítome de todo el país, y a sus principales familias como responsables de su destino. Una literatura que precedía al tipo de producción simbólica que en realidad debía imitar pero desdeñaba, y que fue singularmente exitosa en términos de que, efectivamente, la idea de nación se articula en Argentina (y, con una variación circunstancial de nombres y textos, en el resto de América Latina) en torno a ese patrimonio.

En otro sentido, la producción simbólica se articula con la idea de «nación» y/o de «identidad nacional» mediante su adscripción, una adscripción que sin embargo es enormemente problemática. Veamos, ¿por qué razón los textos que un autor produce en un país le pertenecerían a éste? ¿De qué modo esos textos podrían adscribirse a la literatura nacional de un país en el que el autor sencillamente nació; es decir, que no escogió y le fue impuesto? ¿Bajo qué premisa justificar la condición nacional de una literatura para cuya producción el escritor, inevitablemente, no se limitó a asimilar influencias nacionales? ¿Qué nos dicen sobre los países en que fueron escritos libros tales como Ficciones de Jorge Luis Borges, El arte de la fuga de Sergio Pitol, La costurera y el viento de César Aira, Salón de belleza de Mario Bellatin, Jardines de Kensington de Rodrigo Fresán? ¿Son estos libros argentinos, mexicanos, argentinos, peruanos, mexicanos o argentinos? ¿De qué forma dialogan todos ellos con la idea de una identidad nacional y qué se piensa de ellos fuera de sus países de origen?