Como sureño acostumbrado al calor, me gusta imaginarme a William Faulkner tal y como aparece en esa foto en la que posa sin camiseta, sentado en algún rincón de Hollywood, tecleando las páginas de Absalón, Absalón (1936), quizás, y describiendo esa habitación que lleva cuarenta y tres años con las ventanas cerradas porque «alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre más fresca». Una penumbra densa, pesada y atemporal, de la que emergen los «fantasmas quejumbrosos» tan presentes en Juan Rulfo. A este último le costaba admitir la influencia de Faulkner en su Pedro Páramo (1953), y sin embargo ya es de sobra conocido que detrás de su Comala está la Yoknapatawpha del estadounidense; que tras el «puro calor sin aire» rulfiano se encuentra el «calor seco y polvoriento» de Faulkner; que detrás de los fantasmas mexicanos se localizan los del estado de Missisipi. Luego vino García Márquez, quien confesaba haber pasado una noche en vela leyendo la novela de Rulfo y que incorporó ambos universos, gótico sureño y Comala onírica, para crear la Macondo de Cien años de soledad (1967).
Medio siglo después, un nuevo «grupo» literario, semejante en cierta medida al boom por el importante papel de la industria editorial española en su desarrollo —aunque sus autoras reniegan de este marbete—, acaba de irrumpir en las letras hispánicas. Desde 2020 hasta ahora acapara titulares de la prensa cultural, y los nombres que ha recibido son variados: «Nuevo gótico latinoamericano», «Gótico andino», «Nueva literatura de lo paranormal» o «Realismo macabro», entre otros. Estas etiquetas engloban a determinadas escritoras del ámbito hispanoamericano que aparecen o se consolidan desde la segunda década del XXI en adelante y producen una narrativa vinculada al género clásico de la literatura gótica o de terror. Como ocurre en estos casos, resulta difícil encontrar rasgos compartidos en todas, pero el tronco del árbol puede empezar a vislumbrarse, como hace Natalia García Freire, a partir de los antecedentes literarios. Según ella, en la base estarían Borges, Bioy Casares, Felisberto Hernández, Julio Cortázar o Juan Rulfo en el ámbito hispánico, y otros como Faulkner o Stephen King en el internacional, que no son sino algunos de los escritores mencionados: «ese gótico latinoamericano», sostiene García Freire, «ha venido a instalarse en la literatura, tomando a estos y estas autoras (…), pero reinventando los escenarios para adecuarse perfectamente a temas locales».
Esta nómina de escritoras ha despertado especial interés en editoriales españolas de recorrido, pues a la particular atención que se les presta a las autoras desde la pasada década se le suma la necesidad de renovar la narrativa contemporánea. Tras el paso de colectivos literarios con trayectoria breve y obras de relativa trascendencia, como puede ser el llamado afterpop, la narrativa imaginativa necesita ganar espacio frente a un tipo de literatura autobiográfica y autoficcional que copa el mercado español e internacional de los últimos años. Entre las editoriales que han adivinado el movimiento destacan grandes casas como Anagrama o Random House, pero también pequeños sellos como Candaya o Página de Espuma, lo que demuestra la heterogeneidad y vitalidad de esta relación de escritoras.
En general, no se trata de una corriente particularmente novedosa. Hace ya casi dos décadas, Mario Levrero publicó la que es quizás la novela hispánica más importante del siglo XXI junto a 2666, La novela luminosa (2005), y en ella pueden encontrarse algunos de los elementos que singularizan a este «grupo». Igualmente sucede en el ámbito de la novela norteamericana con la publicación de House of Leaves (2000), de Danielewski, y su traducción al español en 2013, que marca un hito en la reciente literatura de terror. Pese a ello, son autoras que hacen propios ciertos temas de esta veta gótica de la literatura universal y los adaptan a la segunda década del siglo XXI, cuando se ha producido una emergencia de la narrativa de escritoras nunca antes vista.
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Un hombre viaja con su hijo y el paisaje es extraño, inhóspito, hostil. El lector medio no requiere de mucho más para recordar una de las obras maestras del siglo XX: La carretera, de Cormac McCarthy. En la estructura de esta novela se fundamenta Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez (1973), obra que supone la consagración del movimiento, y probablemente el motivo de que se le estén dedicando tantas páginas. En esta novela, publicada en 2019 tras ganar el Premio Herralde de Anagrama, no se encuentran exactamente los seres extraños de McCarthy, ni tampoco esa inquietante tiniebla, pero sí aparecen fantasmas del pasado, cuerpos enfermos, oscuridad. Es 1981, en Argentina; padre e hijo, Juan y Gaspar, se han quedado sin Rosario, su mujer y madre respectivamente, y parten en busca de los familiares de ella. En el camino, se revela que el hijo ha heredado las cualidades de médium de su padre y es capaz de ver fantasmas o apariciones muy similares a los de Night Shyamalan. Nuestra parte de noche se divide en cinco partes en las que se combinan las voces narrativas y el transcurso de los acontecimientos, que no es lineal, y a partir de esta estructura Enríquez arma una novela total en la que por encima de todo destacan los grandes temas de la literatura clásica —el amor filial, los vínculos forjados ante el peligro etc.—, así como un estilo sencillo, llano y lírico al mismo tiempo, que recuerda al empleado por otros autores de la nueva ola hispanoamericana, como es el caso de Alejandro Zambra.
Lo de Mariana Enríquez ha desembocado en fenómeno editorial. Los lectores se multiplican, las revistas musicales le dedican artículos y Anagrama ha reeditado su primera novela, Bajar es lo peor, publicada en 1995. Entre sus otros libros, destaca el conjunto de relatos Las cosas que perdimos en el fuego (2016), en el que Enríquez ya abunda en temas y personajes similares a los de su novela posterior —terror en lo cotidiano y creación de una atmósfera enrarecida, absurda, vinculada al unheimlich; personajes que cuestionan los roles sexuales hegemónicos; retrato y crítica socio-política de Argentina en las últimas décadas del siglo XX—, lo que deriva en la configuración de un mundo propio, una Comala particular.
Junto a esta primera figura, tal vez la autora que más atención ha acaparado es otra argentina, Samantha Schweblin (1978), quien adquiere presencia en el contexto español tras la publicación de su primera novela, Distancia de rescate (2014), en Random House. En esta obra no hay tantas alusiones al terror clásico como ocurre en Nuestra parte de noche, pero sí existe una constante presencia de lo sobrenatural y, con ello, del miedo a la pérdida, que justifica el propio título. La novela está compuesta por cuatro personajes principales, dos madres —Amanda y Carla— y dos hijos —Nina y David—, y se desarrolla a partir de un diálogo entrecortado, ambiguo, poético y onírico entre dos de ellos, Amanda y David. En su charla, las dos voces narran el suceso que caracteriza a Carla y se convierte en motor de la historia: el trauma vivido junto a su hijo, David, cuando este bebe agua de los parajes contaminados en los que viven y para salvar su vida debe conducirlo hasta una curandera que lo ayuda a sobrevivir mediante un proceso de transmigración. Después del proceso, el niño no es el mismo, y a partir de ahí se desarrolla el tono siniestro de la historia, cuando de modo especular Amanda vive algo parecido y su diálogo con David desnuda la carga materna y los miedos derivados de ella. La estructura de la novela, un «prodigio técnico» en palabras de Alberto Olmos, termina de esculpir un ambiente espectral.
Tras el paso de colectivos literarios con trayectoria breve y obras de relativa trascendencia, como puede ser el llamado afterpop, la narrativa imaginativa necesita ganar espacio frente a un tipo de literatura autobiográfica y autoficcional que copa el mercado español e internacional de los últimos años
De otro contexto hispanoamericano procede Mónica Ojeda (1988), la más joven de las autoras hasta ahora nombradas. Ojeda, ecuatoriana, ha adquirido notoriedad en la literatura hispánica después de publicar su segunda novela en 2016, Nefando, en la editorial Candaya. Nefando comparte con Distancia de rescate cierta similitud en el uso de las voces narrativas en combinación con el monólogo interior de los personajes. Estos últimos son unos jóvenes que comparten piso en Barcelona y se ven vinculados a la creación de un videojuego, Nefando, en el que parece no pasar nada, y cuya falta de acción narrativa, sumada al morbo de las imágenes que ofrece —y que terminan provocando su prohibición—, es adictiva para el espectador. La fascinación por el objeto recuerda en este caso al Aleph borgiano, pero sobre todo a la célebre película encontrada en La broma infinita, con la que Foster Wallace satiriza una sociedad enloquecida y enganchada a las imágenes del samizdat, el entretenimiento. La autora añade además importantes dosis de sexo depravado y metaliteratura, en una obra que tiende más a la experimentación literaria —por medio del zapping, que recuerda a La casa de hojas, y también de las entrevistas, como en Los detectives salvajes— que las anteriores. Ojeda ha publicado, a su vez, la novela Mandíbula (2018), en la que lo terrorífico se presenta más explícitamente, y el estilo posee mayor carga lírica, con una primera frase contundente: «Abrió los párpados y le entraron todas las sombras del día que se quebraba». Esa que despierta es una adolescente, obsesionada con las historias de terror en Internet, que está maniatada en una cabaña en medio del bosque. La que la ha secuestrado es su profesora de literatura, quien se venga por el acoso al que ha sido sometida por su alumna. A partir de ahí, Ojeda es capaz de levantar una historia, como casi todas las suyas, dura y perturbadora.
Si estas son, tal vez, las autoras que más repercusión han tenido hasta la fecha, la nómina es amplia. Destaca, en Bolivia, Liliana Colanzi (1981) con varios libros de cuentos que han tenido un éxito inmediato. El último de ellos, Ustedes brillan en lo oscuro (2022), es una buena muestra de las líneas generales del neogótico latinoamericano: mezcla de lo sobrenatural con la crítica ecológica; problematización de la maternidad; construcción de una atmósfera espectral, siniestra, basada en «lo que muerto», como dice la autora, «regresa al presente para perseguirnos». En Argentina, otra vez, llama la atención la obra de Dolores Reyes (1978), Cometierra (2019); en ella se potencia la perspectiva feminista a partir de una niña protagonista, huérfana y apodada cometierra, que tras ingerir tierra es capaz de dialogar con muertas. Estas son, por lo general, asesinadas, maltratadas, desaparecidas o violadas, y su don de médium le permite en un momento dado comprender, como anagnórisis, que fue su padre precisamente quien asesinó a su madre. También ha tenido repercusión la novela de la venezolana Michelle Roche Rodríguez (1979), Malasangre (2020), en la que esta construye una historia de carácter político en la Venezuela de los años 20 combinada con un relato de vampiros a partir de la condición de hematófaga de la protagonista. También interesante me parece la obra de Solange Rodríguez (1976), ecuatoriana, con su libro de relatos La primera vez que vi un fantasma (2018), publicado a su vez en Candaya, y sobre todo la colección de relatos La muerte silba un blues (2014), de la también ecuatoriana Gabriela Alemán (1969), quien no se ha asociado habitualmente a este conjunto de autoras, pero cuyos relatos, todos titulados en homenaje al cineasta español Jesús Franco —tío de Javier Marías—, se ajustan perfectamente a la atmósfera narrativa y a los temas comentados.
Más autoras —y bastantes que faltan— podrían sumarse a esta nómina: algunas más próximas, como Gabriela Ponce o Giovanna Rivero, y otras en las cercanías, como Fernanda Trías, Alia Trabucco o María Fernanda Ampuero, algo alejadas del terror o de lo gótico para ahondar sobre todo en asuntos sociales y políticos. Todas, eso sí, y es algo que tienen en común todas ellas, presentan una marcada conciencia de su estatus como escritoras que condiciona la temática elegida, el desarrollo de los personajes y la configuración de las voces narrativas.
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Empezaba el artículo hablando del ambiente cálido en las novelas de Faulkner, Rulfo y García Márquez. También se puede hallar un clima parecido en Nuestra parte de noche, en donde «el calor era inaudito» o «agobiante»; en Distancia de rescate, en cuyos principales parajes «hace demasiado calor»; y en Nefando, donde «el sol quemaba en cada esquina». Por lo general, los ambientes elegidos —en correspondencia con los países de origen de los escritores— contribuyen a configurar una atmósfera cálida y agobiante, que desde el realismo mágico refuerza el tono absurdo, surrealista, onírico y sobre todo fantasmal de los espacios.
Otro elemento compartido en estas obras es el desarrollo del erotismo y la problematización de conductas sexuales hegemónicas. En Nuestra parte de noche, Enríquez diseña un protagonista, Juan, que mantiene relaciones sexuales con hombres y mujeres, y asume su bisexualidad con normalidad —una de las virtudes de la novela reside precisamente en la elaborada construcción de este personaje—; en Distancia de rescate, se pone en funcionamiento una tensión sexual entre las dos protagonistas mujeres; en Nefando, Ojeda hace de la pornografía y la perversión sexual —se juega, no obstante, con la idea del pecado nefando— uno de los ejes narrativos del relato. El peso del motivo sexual varía en cada obra, pero en general es uno de los elementos más importantes de la historia y suele mostrarse de modo explícito: Sanguínea, de Gabriela Ponce, comienza con la detallada y meritoria descripción de una relación sexual, mientras que, en Malasangre, Michelle Roche Rodríguez ahonda en los vínculos entre sexo y vampirismo.
Hay, además, y aunque se trate de una cuestión difícil de discernir en conjunto, una utilización del estilo que favorece el registro lírico. Esto es especialmente acusado en el caso de Mónica Ojeda y Samantha Schweblin, cuya prosa es deliberadamente poética, pero también puede encontrarse de un modo quizás más tendente a lo coloquial en Enríquez, en la línea del citado Zambra, y también, con la debida distancia, a la manera de Bolaño. De hecho, como cumbre de la narrativa hispánica del XXI, la obra del chileno late inevitablemente detrás de la narrativa de casi todas estas autoras.
Y por encima de estas líneas, claro, las sugeridas arriba a propósito de los temas, que de una manera u otra protagonizan muchas de estas obras: asuntos propios de la literatura de terror; preocupación por cuestiones políticas y sociales como la dictadura argentina o la ecología; creación, en algunos casos, de una estética experimental; reivindicación de la mujer y sus condiciones materiales como las derivadas de la maternidad. Se ha hablado a este propósito de que los referentes pueden encontrarse no solo en los autores citados en la primera parte de este trabajo, sino también en una determinada veta de la literatura de autoras que podría partir de escritoras menos conocidas como María Luis Bombal —cuya obra principal, La amortajada (1938), ha sido recuperada recientemente por Seix Barral— o Armonía Somers. Es una de las fortalezas de esta corriente: constituirse como uno generación novelística de mujeres capaz de adquirir resonancia en el contexto hispánico al tiempo que recupera o rehace una línea de la tradición literaria. Solo queda saber hasta cuándo durará la aparición, invocada por estas autoras, del bello fantasma latinoamericano.