«La versión de que disponemos, la de 1990, es una selección del mecanuscrito de Vallejo llevada a cabo por Pere Gimferrer, quien en su breve prólogo destaca la extraordinaria originalidad del texto, al que únicamente encuentra parangón en el Libro del desasosiego de Pessoa»

POR JUAN VICO

Retrato de Ramón María del Valle-Inclán

De vez en cuando me topo con algún artículo donde se asegura que los diarios literarios están de moda. A veces, con menos frecuencia, me cruzó con algún otro que se lamenta de que los diarios literarios no estén de moda cuando deberían estarlo, teniendo en cuenta la querencia actual por eso que se ha convenido en denominar literatura del yo.

La literatura del yo es un fantasma de nuestra época, algo que existe y no existe: el eco de un deseo. Obviamente, no hay literatura sin un yo que la articule de modo más o menos velado. La relación conflictiva entre un texto literario y el lugar desde el que se emite es, por supuesto, tan antigua como lo idea misma de literatura, y el yo del autor, poco más que un misterio. Concedamos, en cualquier caso, que desde hace unos años está en boga cierto tipo de narrativa cercana al espíritu del diario, hija de la sobreexposición mediática de nuestra intimidad, que al mismo tiempo tiende a desligarse de la libertad discursiva del diario en busca de una cohesión argumental más conservadora.

Y es que somos esclavos de las fórmulas, por mucho que lo disimulemos. El reconocimiento de estructuras nos da un placer modesto, domesticado: salivamos con obediencia ante la repetición de un estribillo, ante el advenimiento de un clímax narrativo, nos dejamos aplastar con gusto por los tres eternos actos. La novela y sus derivados blanden su estructura incluso cuando se obstinan en romperla. Un diario, en cambio, se abre sin conocer su final, se quiere irregular y escurridizo, fruto de lo imprevisible. De ahí que tantas ficciones hayan recurrido históricamente a la forma del diario en busca de una síntesis entre la tranquilizadora clausura narrativa y el magnético nomadismo de la escritura cotidiana.

Sea como sea, los diarios no copan, salvo honrosas excepciones (los recientemente aparecidos de Chirbes, por ejemplo), las listas de ventas ni las preferencias de los críticos. Los diarios de escritores acostumbran a ser pasto académico o literatura para escritores, y cuando trascienden estas burbujas suelen hacerlo por la humanísima vía del chismorreo. Resulta muy común, de hecho, que títulos mayores del género pasen años y años descatalogados, y Orbe, el libro que nos ocupa, no constituye una excepción. Su autor, Juan Larrea, es uno de esos nombres que a muchos suenan pero que pocos han llegado a leer, en gran medida por su escasa presencia editorial. Todavía sorprende que Larrea formara parte de la nómina de la Generación del 27 canonizada por Gerardo Diego en su famosa antología; también el hecho de que se le considere el primer poeta español en practicar una escritura cercana a la estética surrealista, por delante de las conocidas tentativas de Alberti, Lorca, Aleixandre y Cernuda.

Larrea publicó solo un par poemarios, que aglutinaban su trabajo de los años veinte y treinta, y el más relevante de ellos, Versión celeste, escrito en francés, no vería la luz hasta 1969, en Italia, y un año más tarde en España. Antes, la figura del poeta había ido adquiriendo una categoría legendaria, hasta el punto de que algunos llegaron a convencerse de que no existía; de que se trataba de una simple invención de Gerardo Diego. Como ensayista, Larrea cuenta con otro posible condicionante: su escritura es un tanto incómoda, en ocasiones exigente, y poco adscribible a modas o a tendencias. A todo esto hay que añadirle una compleja andadura vital que lo mantuvo mucho tiempo fuera de su país, ya antes del obligado exilio de postguerra, y su errática suerte editorial, insisto, mezcla de desinterés propio y de impedimentos coyunturales, litigios familiares incluidos.

La historia de la gestación y publicación de Orbe es de por sí interesante. Larrea lo comienza en París, en 1926, a donde se ha trasladado tras abandonar su vida de funcionario en Madrid, durante el mismo periodo en que escribe algunos de los versos de Versión celeste y en que planea junto a su amigo César Vallejo la creación de una revista de vanguardia, la mítica Favorables París Poema, de la que solo aparecerán dos números. Son meses de crisis espirituales y de mala salud, factores que más adelante no dudará en interconectar en las propias páginas del libro. Los textos inaugurales de Orbe suenan a notas improvisadas, el tanteo de un diario poco sistemático que, como la mayoría de diarios, responde a un impulso donde se combinan el desahogo, el registro biográfico y la voluntad de aprehender el flujo de los días. La redacción se extiende hasta 1934. Durante esos ocho años, Larrea deja atrás amores tortuosos y afecciones sexuales, conoce a una joven francesa, Marguerite, se casa con ella, viajan a Perú, viven allí un año y medio, tienen una hija, reúnen una impresionante colección de arte incaico, regresan a París y más tarde a España, donde el autor cierra la escritura del manuscrito. Todos estos sucesos, y algunos otros que a continuación señalaremos, están enhebrados por una serie de casualidades que Larrea se obstina en descifrar, de modo que Orbe es más un intento de dotar de sentido trascendente las vivencias de su protagonista que el compendio literario de ellas. Y en tal esfuerzo, a menudo excesivo, pero menos absurdo que conmovedor, radica la originalidad y el valor último del libro.

A partir de 1932, César Vallejo, alma gemela del autor, se encarga de mecanografiar las muchísimas páginas que Larrea ha ido acumulando en el lustro anterior, tarea que le es encomendada con una doble intención típica en él, pendiente siempre de los íntimos nexos entre los elementos que conforman el mundo: ayudar económicamente a su amigo y tratar de influenciarle literariamente, en un momento en que la cercanía de Vallejo a las tesis estalinistas parece abocarlo a un tipo de poesía demasiado sujeta al yugo de lo ideológico. La copia mecanografiada del original, parcial a pesar de sus mil quinientas páginas, acabará en manos de Gerardo Diego, quien la salvaguardará.

El primer intento de publicación de Orbe y de Versión celeste choca con el inicio de la Guerra Civil. El poemario, como hemos dicho, tardará más de tres décadas en aparecer. En cuanto a Orbe, no se editará hasta 1990, en la barcelonesa Seix Barral, y de forma muy parcial. Desde entonces, que yo sepa, solo ha vuelto a publicarse una muestra aún más pequeña de su contenido en un volumen antológico de la Fundación Banco Santander (Poesía y revelación, 2009); no existe todavía, en definitiva, una edición completa del original. La versión de que disponemos, la de 1990, es una selección del mecanuscrito de Vallejo llevada a cabo por Pere Gimferrer, quien en su breve prólogo destaca la extraordinaria originalidad del texto, al que únicamente encuentra parangón en el Libro del desasosiego de Pessoa. A este lector, y con la ventaja de los años transcurridos, Orbe le trae también a la memoria otro volumen inclasificable: La novela luminosa, de Mario Levrero, publicado en 2005. Ambos constituyen experiencias intransferibles que rompen cualquier idea preconcebida sobre lo que supone un diario literario. Ambos, de igual modo, se dejan contaminar por patrones de comprensión del mundo que van mucho más allá de los racionales. Forman parte, en último término, de ese tipo de obras que parecen cobrar consciencia de sí mismas a medida que van siendo escritas.

Podríamos definir Orbe como un diario poético, no tanto por la textura de su prosa, que calificaría más bien de analítica, como por su peculiar acercamiento a la realidad, es decir, por la naturaleza del análisis que pone en juego. «Ilimitado es el número de las rimas secretas», escribe Larrea en algún momento. Traducir esas rimas vitales es, en gran medida, el propósito de estas páginas, más allá de que dicha traducción, como ocurre siempre que se intenta explicar un discurso poético, acabe resultando casi tan oscura como el original.

Un hecho ocurrido en la primavera de 1928 da inicio a la principal clave de lectura que Larrea va a imponer a sus vivencias. El autor hojea un periódico dedicado a las carreras de caballos, el nombre de uno de los participantes le produce un chispazo, lo relaciona con un sueño que cree haber tenido la noche anterior, corre al hipódromo, apuesta y gana. La consecuencia inmediata de estas circunstancias, asegura, «fue modificar la idea de mí mismo». Más tarde, durante su estancia en Perú, los azares se alían y Larrea, que nunca se había interesado por el arte primitivo, acaba reuniendo una de las colecciones de piezas precolombinas más importantes de su época: una herencia recién cobrada, revueltas políticas en el país, lugareños ansiosos por vender… Las peripecias para que la colección, actualmente conservada en el Museo de América, llegue a España, son aún más rocambolescas, y afianzan, claro está, las intuiciones del autor sobre el destino y los engranajes de la realidad.

El sistema teórico de Larrea podría ser considerado un simple puñado de supersticiones si no nos recordaran tanto al azar objetivo de los surrealistas y, sobre todo, a la sincronicidad de Jung. Él mismo se permite dudar al respecto: «¿Este providencialismo es verdadero o no es más que una alucinación del sujeto?» La trampa evidente, por así decir, es que los encajes de Larrea resuenan a posteriori y con frecuencia desviados, de modo que cuando un diagnóstico no se ha cumplido de la forma prevista, aduce que ha tomado otro rumbo aún más significativo, pues la consciencia individual solo puede interpretar parcialmente la gigantesca maquinaria de la vida. Lo que no le quita encanto a su esfuerzo, ni efectividad poética. «Todo esto puede no ser cierto», admite, «pero puede ser un pretexto para descubrir nuevos aspectos».

Larrea propugna un futuro de la humanidad en el que la tensión entre lo material y lo espiritual habrá desaparecido. Por encima de todo, su sistema de creencias es teleológico. Vence la resignación cristiana por medio de ese optimismo finalista, para que el que no necesita más pruebas que las poéticas. La recompensa no es ultraterrena, sino que está al alcance de la mano, y hay múltiples signos que así lo indican, tanto en la vida cotidiana de cada uno como en los grandes sucesos históricos, siempre cohesionados. A pesar de las dificultades, de los estragos de esa enfermedad personal y colectiva a la que llamamos Historia, Larrea percibe un empuje que se empeña una y otra vez en describir, el anuncio de un globalismo antimaterialista destinado a restaurar el equilibrio entre los infinitos elementos que conforman la vida. Podemos considerar Orbe, así, como un auténtico mapa de síntomas, en cuyo dorso hay inscrita una promesa de sanación.

Un aire místico envuelve sus convicciones, desde luego, cosa que el propio Larrea reconoce; un desdoblamiento que solo puede resolverse por medio de la paradoja y la iluminación, «el abismo de disgregación dentro del cual los ojos no ven sino que alumbran». Un salir hacia adentro. «Un fin en el que todo se funde con el todo». Corriente que arrasa con los parámetros, con las fechas y con las coordenadas, y que no puede resonar más que en términos poéticos. «¡Cuán lejos se quedan las decantadas correspondencias de Baudelaire…!», acepta, sin embargo. «Largo, maravilloso y extraordinario poema este de la vida, del cual la poesía consciente no ha hecho sino descubrir la clave».

Leyendo el mundo, el poeta se lee a sí mismo. Por eso muchas de las páginas de Orbe se dedican a analizar sucesos de actualidad que Larrea relaciona sin pausa con sus circunstancias personales. El asesinato del presidente de Francia a manos de un ruso blanco de inspiración paranoide le parece, ante todo, una inmejorable demostración de los mecanismos interpretativos que su libro pone en práctica y le sirve para abundar en atrevidas tesis geopolíticas. Hay que advertir también que, cuando se pone a pronosticar, falla mucho más que acierta. Llama la atención su incapacidad para comprender el verdadero peligro del nazismo, o sus augurios de la paz definitiva que esperaba a España, a solo tres o cuatro años de nuestra guerra. Su obsesión con Rusia, en cambio, en cuya deshumanización sistémica identifica todos los males que acechan a su tiempo, está llena de intuiciones. Cuando se publicó el libro, en 1990, la URSS acababa de colapsar, confirmando algunas de sus previsiones sobre el destino del comunismo; cuando escribo este artículo, Rusia se ha convertido de nuevo en la más inminente amenaza de las democracias occidentales, otorgándole de nuevo parte de razón.

Otros sucesos de mucho menor calado son utilizados con la misma voluntad de entrelazar vida personal y colectiva. La victoria de Francia en la Copa Davis, o la aparición de una tórtola durante una visita a la catedral de Chartres, o los desvaríos proféticos de una monja catalana, la madre Ràfols, o las crisis creativas de uno de sus amigos más cercanos, el escultor Jacques Lipchitz. El yo disgregado de Larrea encuentra en su desciframiento del mundo una oportunidad para recuperar la armonía vital. El convencimiento de que todo está ligado, de que las causas y las consecuencias se prestan a un baile sin fin al que la mayor parte de las veces solo asistimos como espectadores, proporciona al autor un consuelo de evidente raíz mítico-religiosa, a pesar de su revestimiento poético. El 17 de mayo de 1932 recuerda y escribe: «“Yo soy el protagonista, hoy yo soy el protagonista, yo soy mi protagonista”, frase obsesiva y gratuita que durante un día entero salió mil veces de mis labios en Madrid en 1929». Cinco meses más tarde, cuando cree, erróneamente, que la escritura de Orbe llega a su final, se pregunta: «¿quién ha escrito este libro? Y en esta pregunta», añade, «se resume lo esencial de su contenido, lo que ha ido modificándose poco a poco: la cuestión del sujeto».

Lo cierto es que las minucias de Larrea le resultan a uno bastante más estimulantes que las que lastran algunos libros actuales, convencidos de que lo autobiográfico y lo cotidiano son valores intrínsecos, garantía automática de interés literario. Larrea me irrita y me emociona por su obstinación en persuadirse, en persuadirnos, de que sus insignificancias, las de todos, en realidad no lo son: de que nuestras minucias significan. Qué importa que su afán teleológico linde con lo esotérico; que su sistema de creencias no sea más que una versión apenas laica de los consuelos de la religión; que su lectura de signos se ejerza a capricho; que sus diagnósticos históricos y políticos resulten ejemplarmente torpes. Larrea es un optimista melancólico, es decir, el perfecto personaje de novela. Larrea, más que un místico, acaba siendo un alquimista del verbo, un escritor capaz de someter la palabra a cuantos procesos materiales hagan falta en pos de una transformación espiritual del mundo no por ingenua menos trascendente, convencido de que «nada puede ser separado de la vida sin morir.»

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