POR MANUEL ALBERCA
Hay un acuerdo casi unánime sobre el origen cristiano y europeo de la autobiografía, cuyo apogeo moderno habría coincidido también con el del liberalismo burgués. España es un país europeo y cristiano, pero es el único en el que coexistieron la cultura árabe y musulmana con la cristiana y occidental durante ocho siglos. Este particular conformó en cierto modo el imaginario nacional, y restos de aquella historia debieron de quedar en nuestros «genes culturales». Por otra parte, si comparamos la modernidad española de los siglos xviii y xix con la de los países donde triunfaron las revoluciones burguesas, nuestros frutos fueron escasos y desiguales. Aquí la inercia conservadora y tradicionalista se impuso sobre las fuerzas que propugnaban los cambios. Algo similar se podría decir con respecto a la cuestión religiosa y al papel que la Iglesia católica desempeñó en momentos de nuestra historia. En España la religión no ha sido sólo una cuestión de conciencia, sino de identificación social y de control ideológico. El poder político tardó en separar Iglesia y Estado, de modo que las ideas ilustradas tuvieron una difusión llena de obstáculos.

Por tanto, no es extraño que la autobiografía, tan enraizada con la afirmación del individualismo, que defiende la supremacía de la libertad personal, y que debe tanto a la hegemonía del liberalismo burgués, no es extraño, digo, que la autobiografía se haya desarrollado en España de forma distinta que en otros países europeos. El carácter excéntrico de nuestra cultura con respecto a la europea ha llevado a la autobiografía por derroteros diferentes y, en cierto modo, su historia es la historia de la resistencia a los que han despreciado el género, el esfuerzo de los autobiógrafos españoles que han convertido los ataques en retos.

Para explicar la singularidad de la autobiografía en España se han esgrimido diferentes tópicos. El de la escasez fue de los más duraderos, pues, como es sabido, una opinión errónea, reiterada hasta la saciedad, resulta difícil de erradicar. Hasta hace unos lustros se repitió, con fijeza machacona, que en España se había desarrollado poco el género de las memorias. Uno de los más ilustres difusores fue Ortega y Gasset, que lo comparó con la abundancia de memorias en Francia. Así propagó un tópico que hizo fortuna durante mucho tiempo. Posteriormente, los trabajos de José Romera Castillo, Anna Caballé y Fernando Durán, entre otros, lo han desmentido.

Al mismo tiempo Ortega introdujo una idea más peregrina, según la cual los españoles tenían menor predisposición psicológica o étnica («la raza española») hacia el recuerdo que otras naciones. Dicha carencia estaría en relación directa con la dureza de la vida. Lo que a su juicio era un placer para los franceses se convertía para nosotros en un «dolor de muelas». Este argumento que toma la psicología nacional como criterio es inapropiado, porque delata una vez más la incapacidad de llamar las cosas por su nombre. Un buen ejemplo de esto lo encontramos en Guillermo de Torre, que recurre a un concepto tan vago como el carácter nacional para explicar lo que él llama «nuestra incapacidad introspectiva». Según De Torre, «la caracterología nacional» se define por «el pudor y la desconfianza», junto con nuestra falta de «actitud mental narcisista» o «la propensión infraestimativa». Es decir, la escasa autoestima del español haría que nuestra literatura, incluso nuestra lengua, tuviese un genio particular, al que no se le podría exigir «el carácter edificante de la literatura francesa ni el nervio estimulante de la británica». Esta forma de justificar la supuesta escasez de memorias la encontramos también en Moreno Villa (Vida en claro, 1944), que sostiene asimismo que el español está incapacitado para la confesión pública.

 

EL DESAFÍO ÉTICO

Pero, en serio, ¿se puede creer que el español es tan pudoroso y recatado? ¿O tan renuente a escribir su vida por una cuestión de carácter? ¿No serán otras las causas? En la cita de Guillermo de Torre no debe pasar desapercibida la idea de «desconfianza», que remite a la existencia de algún tipo de control. Y la «infraestima» ¿no sería una falsa humildad impuesta por la superioridad o un reflejo de la moral cristiana que repudiaba por soberbia cualquier forma de individualismo?

Para comprender que no son ni el pudor ni el carácter las verdaderas causas del retraimiento autobiográfico español hay que tener en cuenta otras razones. Argumenta Charles Taylor que una de las claves del yo reside en que «es yo sólo entre otros yo. El yo jamás se describe sin referencia a quienes lo rodean». Es decir, si bien la definición moderna del yo se basa en conceptos de interioridad e individualidad, y el individuo tiene como meta la independencia frente al grupo, no es menos cierto que nuestra identidad está condicionada y se forja en relación a la manera en que el grupo nos ve y juzga. Según esto, la respuesta a la pregunta que se halla implícita en la tarea de escribirse a sí mismo —¿quién soy yo?— encuentra su sentido en las relaciones sociales. Por descontado que el yo se define por el origen genealógico, por la pertenencia a una lengua, por el lugar de procedencia, por el estatus y la función social, por las relaciones íntimas y con el propio cuerpo, pero también, y esencialmente, por la orientación moral que preside nuestros actos e intercambios públicos. Como apostilla Taylor: «No es posible ser un yo en solitario». La relación con los otros resulta esencial para conseguir definirse. De ahí proviene también la imagen que de sí mismos tienen muchos autobiógrafos como un personaje en continua mutación entre el yo propio y el yo que los demás ven. Del acecho y juicio de éstos, el sujeto se defiende con el despliegue de máscaras que lo protegen de indiscreciones y críticas. Pero, al mismo tiempo, el ojo público lo libra de uno de los peligros de simplificación que acecha al que escribe sobre sí mismo: contemplarse de manera ensimismada. Sin esa interrelación con el otro es imposible recorrer de una manera satisfactoria y sin engaños la distancia entre el sujeto idealizado y el real.

Sin embargo, cuando esta deseable interrelación se da en un ambiente de desconfianza, intolerancia o temor, el ejercicio autobiográfico se torna una empresa casi imposible, porque se arriesga a la exclusión social y se expone al castigo público. Dicho temor llega a nuestros días, y el panorama al que se enfrenta un autobiógrafo comprometido y veraz es el que dibuja Felip Cid en sus Memòries inútils (2000): «Escribir sobre el pasado es un ejercicio interior enormemente inquietante. Hay que pensárselo bien antes de emprenderlo […], aceptando el riesgo que implica publicar unas memorias en un país retorcido como un colmillo de jabalí».

En España este repliegue fue paradigmático cuando la «pureza de sangre» amenazaba a parte de la sociedad bajo la acción persecutoria y punitiva de la Inquisición. Ser lo que uno era, cuando esta identidad no estaba acorde con la ortodoxia vigente, condicionaba la vida personal y dificultaba las relaciones sociales. En consecuencia, la resistencia de los españoles a «escribirse» o el supuesto carácter pudoroso no se deben a una tara psíquica ni étnica, sino al reflejo de la impositiva influencia de una Iglesia intolerante y de los tribunales inquisitoriales. Sin lugar a duda, el temor del castigo daba argumentos suficientes para ser pudoroso. En este sentido, la moral católica penalizaba el yo por soberbio y, al tiempo, despertaba el miedo a ser víctima de su propia sinceridad, prevenciones y temores propios de un país que ejercía un férreo control religioso e ideológico.

La confesión tal como se ha entendido entre los católicos, tan diferente del libre examen de conciencia de los protestantes, no ha sido tampoco educadora, al contrario, ha impedido que los practicantes analizasen con criterios propios las pautas de su conducta. En definitiva, los españoles, católicos en su práctica totalidad, fueron adoctrinados en el temor y en la arbitrariedad como si fuesen niños. En el mejor de los casos, eran infantilizados y, casi siempre, contagiados por la hipocresía de sus confesores. Dice Blanco White, en su Autobiografía (1845), que «la confesión auricular es una de las prácticas más malignas de la Iglesia de Roma […]. Los que conocen algo de filosofía moral saben muy bien que esta minuciosa atención a las faltas personales, no para conocer su causa profunda en el corazón, sino para discernir si son pecados veniales o mortales según criterios ajenos, esta minuciosa atención, digo, tiende a impedir en la mayor parte de los casos el desarrollo normal de la conciencia personal e incluso puede llegar a destrozarla en muchos casos». En su opinión, la confesión católica convertía al practicante en un cínico que se arrepentía por trámite, sin modificar la conducta ni el conocimiento de sí: «La costumbre de pecar y lavar después el pecado por medio de la confesión me hubiera hecho un cínico».

En los países de tradición católica se le tiene mucho miedo al yo, pero, en el caso de España, la influencia de esta tradición es extraordinaria. El cuidado del yo era considerado «pecado de soberbia». Por esta razón, en los países católicos la escritura de lo íntimo ha producido mayor respeto que en los países protestantes, donde el discurso sobre el yo está estimulado por el libre examen de conciencia.

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