POR JAVIER ARNALDO
En 2017 coincidieron los dos certámenes artísticos con mayor repercusión mediática que existen en la actualidad, la Bienal de Venecia y la Documenta. Esta última cumplía su décimo cuarta edición y se celebró por vez primera en dos sedes: en Kassel, donde se convoca más o menos quinquenalmente desde 1955, y en Atenas, donde a la sazón se consagraba una vocación descentralizadora de esta cita destacada del arte contemporáneo. Se trata de eventos que dejan una impronta notable en las políticas de los museos que se ocupan de la actualidad artística. A diferencia de la Bienal de Venecia, en cuya organización se distinguen las participaciones nacionales, la Documenta se presenta como exhibición sin atributos de origen nacional. Conforman este certamen un número importante de muestras y eventos con propuestas y contextos expositivos diversos, pero que no distinguen realidades regionales, sino, antes bien, se entreveran en problemáticas comunes, de modo que el lenguaje artístico globalizado cobra aquí, si cabe, mayor énfasis. A lo largo de sus décadas de historia, la Documenta ha ido creciendo paulatinamente en obras, visitantes y lugares de exhibición, a la vez que ha abierto de manera significativa el espectro de las manifestaciones artísticas que acoge. La mundialización es ya un atributo característico del certamen de Kassel, cuyos inicios se caracterizaron, por el contrario, por un marcado eurocentrismo. Y opera, en este sentido, con criterios similares a los que conocemos en los establecimientos museísticos de arte contemporáneo, según ha venido generalizándose desde el cambio de siglo, si consideramos la creciente importancia que éstos han dado en sus programas al lenguaje artístico de la globalización y a la llamada museología crítica. Incluso desde la década de 1990, la mirada sobre la cultura artística nueva que han propuesto las convocatorias de la Documenta se ha caracterizado por la polifocalidad geográfica, de modo que en ellas han ido ganando consideración los trabajos de artistas de todas las regiones del planeta, circunstancia que, en otros tiempos, no había sido evidente. El arte latinoamericano había contado en el encuentro de Kassel ya en el fin de siglo con un reconocimiento notable, que se rubricó de forma aún más elocuente en la décimo primera Documenta, celebrada en 2002 bajo la curaduría del nigeriano Okwui Enwezor. Con la participación, entre otros, de Gabriel Orozco, Tania Bruguera, Alfredo Jaar, Doris Salcedo, Alejandra Riera y Carlos Garaicoa, en aquella Documenta se ponía en primer término la importancia de las aportaciones del joven continente al lenguaje artístico compartido.

Es fácil ser imprecisos cuando empleamos algún descriptor para nombrar fenómenos muy generales. Pero, si no de un lenguaje artístico compartido, hablaríamos de voluntades coincidentes para una comunicación artística global en el cambio de siglo. Relevantes serán, en todo caso, las semejanzas y diferencias que se expresan en relación a lo ocurrido en otros momentos del pasado. Cabría pensar, por ejemplo, en su máximo contrapunto histórico, el Barroco, cuyo triunfo como lenguaje de la colonización fue recientemente interpretado como el de un arte global: pienso en la exposición «El arte de las naciones», comisariada en 2016 por Fernando Checa Cremades en el Museo Internacional del Barroco, en la mexicana Puebla. Aunque la cultura de la expansión europea y el ideal de globalización que en la actualidad se debate sean perfectamente antagónicos, están afectados ambos por la instancia de lenguajes compartidos. Por lo demás, nada hay en la intencionalidad política del arte nuevo que emparente con la del Barroco, ese otro arte global; también es del todo distinta la estructura social de sus públicos, por no hablar de otros factores que llaman a contrastar el actual discurso cultural con el de la colonización y la Contrarreforma. El eurocentrismo fue un componente programático del Barroco como fenómeno cultural globalizador, y un factor programáticamente cuestionado en los nuevos discursos artísticos. La abolición de un ecumenismo lingüístico basado en la norma y en la jerarquía señala, cómo no, la diferencia más elocuente del ensayo de arte global al que hoy asistimos; y ocurre justo con particular elocuencia en un evento como el de Kassel, ciudad en cuya traza urbana, tan condicionada por cuanto ha heredado de la corte barroca que fue, se evidencian las fricciones.

En su programa de 2017 la Documenta situó en lugares particularmente prominentes algunos trabajos, como el monumental Partenón de libros, de la conceptualista argentina Marta Minujín, erigido frente al dieciochesco Fridericianum, con dimensiones de superficie y altura similares a las del Partenón ateniense. También el Molino de sangre, levantado en la barroca Kassel junto a la Orangerie por el mexicano Antonio Vega Macotela, estuvo entre las obras más señaladas en el itinerario general de una Documenta muy nutrida de obras procedentes de toda América. Trabajos de Beatriz González, Cecilia Vicuña, Sergio Zevallos, Abel Rodríguez, David Lamelas, Regina José Galindo, Joaquín Orellana Mejía, Roger Bernat, María Magdalena Campos-Pons, Guillermo Galindo y el colectivo de Valparaíso que se denomina Ciudad Abierta formaron parte de la tupida trama con la que la Documenta representó en esta última ocasión al arte nuevo. No se trata tanto de hacer notar la selección explícita, sino la fuerte proyección internacional de las prácticas artísticas latinoamericanas que denota. Quizá alguien eche en falta la consideración de Óscar Muñoz o de Luis Luna Matiz, por ejemplo, entre los artistas colombianos, o de otros destacados creadores, sean de Argentina, como Paula Gaetano o Tomás Saraceno, de Brasil, de Perú o de artistas chicanos emergentes; pero la información relevante no radica en lo que faltaba, sino en la abultada presencia que manifiestamente se había fraguado.

 

REDES INSTITUCIONALES

Lo ocurrido en la decimocuarta edición de la Documenta es un síntoma más de las modificaciones que han tenido lugar en la comunicación internacional de la cultura artística nueva. Y en ella, como en otros certámenes especialmente señalados, se articulan debates a gran escala y se hacen primar criterios de apertura que no quedan sin correlato en las revistas especializadas, y presumiblemente tampoco en el ámbito del comercio y en las ferias. Y, asimismo, esos cambios se notan en los museos y en el debate museológico. Los museos de arte contemporáneo más acaudalados, como la Tate Modern en Londres, el Museum of Modern Art y el Metropolitan en Nueva York y el Centre Pompidou en París, se esfuerzan en la actualidad por dejar bien atendido el fenómeno cultural de la globalización en sus políticas de exposiciones y adquisiciones. Refuerzan sus equipos de conservación con profesionales y colaboradores externos para no descuidar el conocimiento y la divulgación internacional del arte nuevo, y, evidentemente, esto se refleja en sus programas, que lucen un especial y creciente interés por la cultura artística de América Latina. Se le presta una cuidada atención gracias al trabajo curatorial de expertos como José Roca, Iria Candela, Luis Pérez-Oramas y otros, a cuyo asesoramiento han acudido los grandes centros. La importancia estratégica, por no decir hegemónica, de establecimientos museísticos como los mencionados explica, probablemente, la reciente decisión de donar al MoMA una parte muy importante de la colección Patricia Phelps de Cisneros dedicada a la abstracción geométrica latinoamericana y de crear en Nueva York un nuevo instituto de investigación para estudios artísticos regionales. En la misma ciudad otras entidades, como el Institute of Fine Arts de la New York University (NYU), atienden regularmente al estudio de las artes en América Latina. Como no podría ser de otro modo, en los centros más poderosos se rivaliza, como en una plaza irrenunciable, por una mayor resonancia de culturas artísticas valoradas de manera insuficiente.

Circunstancias nuevas de esa naturaleza pueden ser calificadas de exógenas para la vida de los museos que se ocupan del arte latinoamericano en países del continente distintos a Estados Unidos. Pero no son ajenas a componentes endógenos de la museología regional, que hoy actúan como destacados factores de cambio. No es el menor de ellos la complicidad del museo y los lugares de exhibición con instancias de una comunidad cultural que desborda los límites de su específica periferia. No ya la colaboración, sino la alianza entre museos se ha impuesto como requerimiento funcional para atender la necesidad de una lectura propia de la vida artística en países que comparten una cultura siempre solícita de mayor integración y proyección. Los museos, tras haberse posicionado decididamente como puntales de la democratización, agentes del cambio social e impulsores de ideales de respeto a la diversidad, demandan la cooperación institucional en el panorama cultural iberoamericano. A la par se ha puesto de manifiesto el refuerzo de las bienales con fuerte implementación en los países de América Latina, como las de São Paulo y La Habana, mediante certámenes como la reciente BienalSur de Buenos Aires. Y de particular entidad ha sido el festival Pacific Standard Time, celebrado en California con la colaboración de decenas de museos en muchas localidades de ese estado, donde la población hispana tiene un peso tan notable.

Principalmente, se advierte este giro hacia el asociacionismo en el trabajo político desarrollado a partir de la Carta Cultural Iberoamericana consensuada en 2006 para la defensa de los derechos culturales como factor de integración regional y para favorecer, en consecuencia, el reforzamiento de las redes de museos, tanto por iniciativa de los poderes públicos como a petición de los profesionales de la museología. El Instituto Latinoamericano de Museos, con sede en Costa Rica, se ocupa de tareas de esa naturaleza desde 1996 como organización no gubernamental para las regiones de América Latina y el Caribe. Por otro lado, los Encuentros Iberoamericanos de Museos se celebran cada año desde 2007. Sirven, al igual que el programa Ibermuseos y el Observatorio Iberoamericano de Museos, de foro de reflexión sobre equipamientos, infraestructuras, programación, principios deontológicos y demás en ese campo profesional, responsable de la conservación del patrimonio, a la mayor parte de los países de América Latina, además de Portugal y España. Unos diez mil establecimientos museísticos quedan presumiblemente influidos por el programa Ibermuseos. De ellos no son muchos los que se dedican al arte contemporáneo de forma expresa, pero sí es compromiso general de todos contribuir a la formación de la cultura contemporánea desde la museología, con cualesquiera contenidos. Además de las transnacionales, que muchas veces sólo tienen una función instrumental —como podría ser el caso de tantos directorios y portales web sobre el tema, creados por universidades y otros organismos—, existen numerosas redes nacionales en las que se ordenan los museos y centros de exposición. Dichas redes tienen naturaleza de censos, de catastros, de bases de datos o de organizaciones administrativas, también de programas de cooperación, y, en todo caso, permiten compartir herramientas e informaciones a comunidades de museos muy amplias. Cabe mencionar, entre otras organizaciones, aparte de los consejos regionales del Consejo Internacional de Museos (ICOM), el Instituto Brasileiro de Museus, la Secretaría de Cultura (SECULT) de México y los sistemas de Colombia y Chile. En Argentina se creó un sistema de información sobre las infraestructuras y los agentes culturales de todo el país. Se lo conoce como «mapa cultural» de la Argentina y expresa, en forma de mapas, en qué consisten estas y otras redes.

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