VESTIGIO

«Mi homenaje a quien plantó cada árbol sin pensar, para siempre. O acaso imaginando al desunido que un día lo convoca, lo celebra».

Ida Vitale, Cerca de cien. Antología poética

 

Sobre Las Habanas que la precedieron durante diez años hay mucho escrito; no es nuestro cometido ni seguramente disponemos de la capacidad de mejorarlo.[6] Lo importante es destacar aquí su inicial protocolo de «prueba y error» como cartografía incierta. Mediante la palabra y el dibujo, interpretados como ciencia y arte, La Habana permitió, en su momento, despertar realidades ocultas sobre la memoria ambigua de los sitios; expresar un peculiar don de gentes que asumía el argumento de la poesía y de la filosofía. Como arquitectura construyó paulatinamente, con el dibujo y con la materia, que vestigios actuales que nos plantean una segunda tesis metodológica que tendrá que ver con el que fue mi primer encuentro con La Habana, iniciando mi carrera académica, como responsable de una exposición titulada «Urbanismo Español en América»;[7] en el marco, precisamente, de otra conmemoración: el cuarto aniversario de las ordenanzas filipinas indicadas. No pude, entonces, verificar in situ sus noticias documentadas por el Archivo General de Indias de Sevilla; eso sería más tarde. Pero sí pude intuir lo atractivo de sus vestigios documentales. Los planos incorporados eran la portada de aquella muestra; y de su publicación. Eran varios y elocuentes de su desarrollo urbano; un primer «rasguño», fechado en el año 1567, que con toda imprecisión reconocía un territorio en donde llamaba la atención una bahía prudentemente encadenada; otro describía ya los inicios de la muralla; un tercero exponía la ciudad consolidada y el asentamiento de la nueva catedral; otro, de escala territorial, hacia posible apreciar la configuración de la península que justificaba a la ciudad; le seguía otra imagen urbana, coloreada, y otros dos documentos, muy singulares, uno focalizado en la bocana con la fortaleza de La Cabaña construida y otro que ampliaba su escala hasta los ríos Baculano y Luanjanao; y por último, un plano, de carácter científico, propio de su momento, en términos de sección batimétrica.

Una década después, aquella experiencia iniciática, se resolvía físicamente. Como si de un acto teatral se tratara, de la mano de Roberto Segre, de Marta Arjona, de Isabel Rigol, de Eusebio Leal, conocí las calles de una ciudad entonces inmersa en un debate sobre su sentido patrimonial en términos de vestigio arquitectónico. Eran otros momentos: los años ochenta. La Habana, se adelantaba a los hechos con medios muy escasos, todo hay que decirlo, pero con claridad de ideas. Como una premonición, nos mostraba un valioso territorio cultural a gestionar paseando por el Malecón, ante la cúpula de la Catedral, desde su plaza, conociendo la iglesia de San Francisco entonces muy abandonada. Conversábamos, estimulados, sobre el papel de aquellas memorias frágiles y deterioradas en el contexto de la sociedad que se fraguaba entonces. Nos preguntábamos qué hacer con aquellos espacios tan espectaculares; sobre qué significaba «ser contemporáneo»; sobre cómo se podía actuar ante aquellas sombras del pasado proyectadas desde la distancia del tiempo. Cómo manejar aquella luz, nada banal, en su viaje permanente hacia nosotros para poder leerla para incorporar sus muros y sus vacíos al disfrute de todos. Cómo integrar aquella indudable calidad en su realidad contemporánea tras haber sorteado una tan larga existencia de bonanzas y crisis. Cómo interpretar su doble resultado de «cicatriz» y palimpsesto, como persistencia de una última capa de sucesos, a la par que como estratigrafía dispuesta al análisis.

La Habana expone un curioso vestigio documental y material desde la traza de su fundación radicada en los prolegómenos de la que fue la primera ciudad hispanoamericana, Santo Domingo. Creada está en el año 1502, Gonzalo Fernández de Oviedo la valorará señalando que «ninguna ciudad de España, la propia Barcelona que he visitado muchas veces, es mejor»; identifica en su configuración, sin impedimentos, ex novo, el «sueño de un Orden».[8] El proyecto ideológico que Nicolás de Ovando había conocido en Santa Fe suponía un capítulo significativo en el proceso de la urbanización en el que La Habana se situará. Siempre en el «ojo del huracán», su perfil en tránsito entre factoría fortificada y villa se ubica en la orilla oriental para que «al salir el sol dé primero en el río no en el agua» en la bahía maravillosa que Vicente Yáñez Pinzón reconoció al dar la vuelta a la isla.[9] En esa época primigenia de viajes secretos, o simplemente accidentales, la cuadrícula y la plaza que la caracterizara luego dialogan aun sin reglas todavía claras.[10] Se funda así en el desembarcadero con una primera plaza asociada a la operación de una inicial fortificación; la defensa ocupará enseguida, significativamente, su lugar. Una rápida voluntad urbana es ayudada por la plaza de la Ciénaga que unirá los dos núcleos iniciales y que acabará siendo portada de la Catedral años más tarde. Plazas y defensas, sobre todo, de Armas, San Francisco, Nueva… ejecutadas sobre los precedentes municipales de la península ibérica permanecerán inmutables en sus argumentos durante los tres siglos siguientes.

Desde la primera plaza, centro de la vida urbana, saldrán sus calles principales: de Mercaderes y Oficios, de Dragones y Cuarteles. A finales del siglo se la concede el título de ciudad; veintinueve años después de que el gobernador se haya trasladado a ella desde Santiago. La Habana articulará sus vacíos con un pragmatismo marcado por el mar cercano; la aplicación de la experiencia de la malla ortogonal tan denostada por Eduardo Subirats se someterá a su tensión. Las instrucciones de Pedrarias Dávila concretarán el orden geométrico con el rigor que, aquí, aún falta y que hoy se puede percibir en ciudades de la región como en Granada, en Nicaragua. Su abstracción se verá además enriquecida por el aporte inesperado, también en este mismo año, de la conquista de Tenochtitlan. En este «paisaje en extinción» de sueños medievales, los primeros aventureros que han llegado a las costas de la isla en las primeras semanas del 1492,[11] en otro noviembre, rememoraran al viajero Marco Polo y a su relato de Oriente; en Cuba, isla Juana o Fernandina, creen haber desembarcado en Cipango, en Japón. Realidad y mito se entremezclan en La Habana; su geografía física se confunde con la deseada. Se entrecruzan tiempos; un final tardo medieval asiste todavía a la búsqueda, frustrada, de las fuentes de la eterna juventud en la cercana Florida mientras, a la vez, en su puerto se fija un «punto cero» del cambio de sentido de la historia de Occidente. La Habana asume un conflicto desconocido entre una memoria importada de personalidad colectiva y otra de carácter individual que interpone distancia entre el hombre y el mundo exterior; se convierte en el sueño de su propia utopía marcado por descubrimientos como la aventura de Álvarez de Pineda en la desembocadura del gran río Mississippi cercano.

Desde su fundación en el año 1519 se convertirá en «objeto de deseo» de cuanto aventurero, financiado o no por las potencias competidoras de Castilla, navegue por sus aguas. Los saqueos serán sus primeras noticias como hecho histórico; más aún, cuando, tras el descubrimiento del Canal Viejo de las Bahamas, la Corona disponga que sea el centro de la concentración anual de los galeones en su tornaviaje a Europa. Una importancia estratégica acelerada la colocará en situación de permanente alerta; la mantendrá hasta finales del siglo xviii. Su crucial carácter portuario se definirá como una «puerta de doble sentido», de origen y de reacción, que desarrollará una importancia progresiva deformando no sólo la morfología de su plano urbano, sino la de su territorio vinculado activando una codificación transversal con Cartagena de Indias y con Veracruz que hará, de sus carencias, oportunidades. En este año en que Castilla incorpora finalmente el reino de Navarra, un dominio pirenaico que aún era independiente a la Corona el rey se convertirá en emperador de Europa, al año siguiente. Los otomanos presionan ahora Viena, tras la caída de Constantinopla, y han cerrado la ruta clásica, por el este, hacia China. Un mundo multipolar se redefine hacia Oriente desde La Habana. Los españoles se convertirán, sin saberlo, en piezas anónimas del nuevo orden económico que se consolidara tres siglos más tarde con la industrialización mundial.

Como la música, la ciudad en formación expresará sus desarrollos en «silencios interrumpidos»; en ocasiones, ensordecedores. A La Habana le llegan noticias de movimientos sociales, desconocidos hasta el momento, desencadenados en las ciudades de Aragón por las Germanías. A la sombra de la ceiba donde, al parecer, estuvo su primitiva plaza, la tipología que los estudiosos denominaran «centros de conquista», concluye; en un paraje próximo, Casiguaguas, se intenta represar las aguas en una primera obra de ingeniería hidráulica de consolidación urbana, quizá la más antigua de este Caribe renacentista. Hernando de Soto construye una primera torre, de corte medieval, para defender el asentamiento que será destruida enseguida; como sus primeras referencias documentales. Documento y arquitectura se necesitan mutuamente, como vestigios, en este paisaje adjetivado por un «vivir alterado». Se levanta la Fuerza Nueva que, como en Puerto Rico, pasados unos años, acabará por ser la residencia del capitán general dejando paso a defensas más eficientes. Europa, en el primer aniversario de existencia de La Habana, conoce las grandes aportaciones de René Descartes, de Johannes Kepler o de Félix Lope de Vega. En este 1619 se estrena Fuenteovejuna. En Madrid se construye entonces la plaza Mayor. En Norteamérica, en el territorio de Virginia, desembarcan los treinta y ocho colonos que motivan el día de Acción de Gracias. El cultivo del azúcar y del tabaco toma vuelo en los alrededores de una Habana que se engrandece con numerosas construcciones civiles y religiosas; modestas estas últimas, de una nave, de estructura mudéjar, que se integrarán en los conventos camuflados en la trama. El de Santa Clara ocupará cuatro manzanas. A fines del siglo se divide la diócesis de Cuba y ello significa trasformar en catedral la iglesia Mayor; será objeto de múltiples proyectos que no llegan a culminarse, muy interesantes: un modelo jesuítico; otro, afín a la sede de Valladolid; otro, en la línea de Diego de Siloé en Jaén. Es la Civitas Dei del Barroco.