Como es difícil de olvidar, el Palacio de la Moneda chileno fue bombardeado por dos Hawker Hunter durante la mañana del golpe militar; con solo entrar allí, en ese lugar tan cargado de simbolismo, se produce un estremecimiento. Quizás por lo mismo atesoro un recuerdo que contrasta con ese horror, algo que ocurrió el 3 de noviembre de 2017, cuando, en ese mismo lugar, la escritora argentina Hebe Uhart ingresó al salón donde la presidenta Michelle Bachelet le entregaría el premio Manuel Rojas. Unos minutos antes de que la hicieran pasar, una paloma se coló por alguna ventana, sin que le importara la solemnidad del lugar ni del momento. Como si hubiese traído un nuevo aire sobre nosotros y sobre la historia de ese espacio, el pájaro sobrevoló al ministro, los funcionarios, los periodistas, los talleristas de Hebe que viajaron desde Buenos Aires solo para acompañarla y los amigos chilenos que, emocionados, esperábamos ver a la escritora. Se sentía la felicidad: ¿cómo no reírse y maravillarse un poco con esta escena y con la premiación que sentíamos justa, aunque demasiado tardía? Sonreímos ante esa presencia inesperada, pero también inequívoca, que encajaba tan poco con el poder, pero tanto con la autora que iba a ser premiada. Una escritora a la que en los últimos años le gustaba recorrer los zoológicos, observar a los monos y escribir sobre los avestruces. Y que se preguntaba sobre el lenguaje de los pájaros en su libro Animales (2017): «¿Qué se dicen los pájaros cuando pían? Según Lorenz, localización: ‘Estoy acá, estoy acá’. Y también cuando un lugar es bueno: ‘Acá se está bien’».
Esta simplicidad —«acá se está bien»— aparece insistentemente en los textos críticos, recuerdos y homenajes que se le han brindado a la autora. Los animales, las plantas, su cotidianidad generosa en ese pequeño piso de Almagro, tan parecido al de su personaje Luisa en Beni. Tal vez convendría más hablar de cierta sencillez y no de simpleza, pero una y otra de estas expresiones opacan la extraordinaria inteligencia de Uhart. Tanto su presencia como su literatura parecen venir de una suerte de dimensión paralela y, por momentos, también futura: en pocas, pocos narradores de su generación se puede encontrar no solo la capacidad para explorar lo divergente, sino también su desconcertante aliento contemporáneo. Adelantándose a las discusiones de la academia sobre el antropocentrismo, la interseccionalidad o incluso, desde el feminismo, el discurso amoroso (con pensadoras como Eva Illouz o Sara Ahmed a la cabeza), Hebe Uhart reflexionó sobre todo esto y más en sus novelas, cuentos y crónicas. No era fácil que la entendieran en su tiempo.
Desde 2018, su cuerpo yace en una tumba de la Chacarita, pero como escribe en este mismo dosier la chilena Alejandra Costamagna, sus amigos han sembrado allí una pequeña huerta de la que brotan zapallos y tomates cuya arborescencia nos trae a una Hebe más viva que nunca.
Así lo demuestra El amor es una cosa extraña (2021), libro póstumo que circula en España. Como la mayoría de su obra aparece bajo el sello Adriana Hidalgo y fue editado por los escritores Pía Bouzas y Eduardo Muslip; reúne tres novelas inéditas, de las últimas décadas del siglo XX, que permiten asomarse al universo de Uhart sin traicionarlo un pelo: Beni, Leonilda y El tren que nos lleva. El título ha sido tomado de una de ellas: «Amor é siempre cosa extraña, Leonilda», le dice un psicoanalista brasileño a este personaje, una mujer nacida en el Chaco que se nos va mostrando con sus afectos, preocupaciones y miedos a través de una voz inconfundible, viva, creativa. Leonilda es una empleada doméstica, pero eso lo sabremos recién a mitad de camino, porque Uhart tiene la sabiduría de no presentarla desde el primer momento como tal, de no reducir a su personaje a este dato, ni tampoco a la compleja escena de violencias que Leonilda sufre y preferiría pasar inadvertidas, o a la trama de ascenso social que también en otros de sus libros –pienso en Mudanzas (1999)— se manifiesta a través de la historia de una familia y la vulnerabilidad de sus integrantes.
Tanto su presencia como su literatura parecen venir de una suerte de dimensión paralela y, por momentos, también futura: en pocas, pocos narradores de su generación se puede encontrar no solo la capacidad para explorar lo divergente, sino también su desconcertante aliento contemporáneo
La voz de Leonilda va moldeando una serie de imágenes que aparecen nuevas y perfectas, como esta epifanía de la protagonista ante una lámina educativa de un óvulo fecundado: «se me hacía recubierto de pelusa y en cambio al cuarto mes me parece un conejo. A mí me impresiona ver la parte de adentro de nosotros. Cuando me entro a impresionar mucho, digo: ‘Estamos rellenos de estopa, como las muñecas’».
En Beni y El tren que nos lleva nos encontramos con protagonistas que podrían ser el alter ego de Hebe Uhart: maestras, estudiosas de la filosofía, que a su paso van observando facetas inexploradas de lo cotidiano. Como Luisa, la novia de Beni, dueña de un departamentito que parece una «caja de zapatos» y en el que se asoma, de vez en cuando, este hombre que va y viene sin cesar de la provincia de Entre Ríos a la ciudad, pensando siempre sueños demasiado grandes: «porque Beni no era una persona del tiempo, era del espacio», cree Luisa, medio kantiana. Luisa, entretanto, estudia. Tan pronto conversa con él sobre un imposible proyecto de aserradero (al que Beni quiere llamar «Grandis») como se pone a estudiar a Epiménides. Pero con toda su sapiencia, igual escucha las explicaciones del novio, que se queja amargamente de las personas «sin reglamento», esto es, sin ley, malas por defecto. «Ella había estudiado el sumo bien en Platón, el pragmatismo en Nietzsche y la moral del compromiso en Sartre; ahora todas esas teorías daban vueltas en su cabeza; quería explicarle alguna, para ampliar el concepto de ley, digamos. Pero no era oportuno el momento», nos explica la narración focalizada en Luisa. Claro, no podía ser nunca oportuno el momento porque para Beni las cosas parecen demasiado evidentes: «tener reglamento y no saber si se lo tiene o no, puede llevar a una falta de reglamento». La voz de Beni se asemeja a la de la madre de Luisa, que le ordena a su hija que ocupe el lugar que le corresponde: «Luisa pensaba ¿cuál será?».
En el libro La obligación de ser genial, la escritora Betina González escribe sobre la «desubicación» necesaria de toda escritora. Se nos fuerza mucho, a las mujeres, a ubicarnos. Y por lo mismo pienso en Hebe Uhart como una escritora felizmente desubicada y sin reglamento, como no lo tienen muchos de sus personajes cargados de esperanzas y dudas, esos que juegan a encajar y desencajar maravillados las piezas del rompecabezas cotidiano, como lo hace uno de sus personajes más famosos, la «tía loca» de Mudanzas, inspirada en una mujer de su familia
Aplicó una fenomenología que ella misma explica en el cuento «Desfulanizar», que aparece en Un día cualquiera (2013): «Me parece que había leído algo de Husserl y eso de la epojé fenomenológica y había entendido a mi manera el concepto de poner entre paréntesis. Yo había inventado un término: ‘desfulanizar’ (…) Así que cuando bailé con Guillermo Eilachart (…) lo tuve que desfulanizar porque su papá había sido amigo del mío, porque tenía un apellido vasco como el mío y porque su papá era empleado de banco como el mío. Se me presentaba muy fulanizado».
Hebe Uhart, proveniente del ámbito de la filosofía y por décadas profesora de primaria, secundaria y universitaria, desfulaniza a sus personajes, los despoja sobre todo de los lugares comunes. En el tercer relato de su libro póstumo, El tren que nos lleva, novela de formación en miniatura que nos muestra a una mujer desde sus tiempos escolares hasta que se convierte ella misma en maestra —como en escorzo, se deja sentir en el relato la sombra de la dictadura militar argentina—, la narradora, en primera persona, relata su difícil encaje en el mundo universitario: «Una vez escuché que uno de los muchachos del Centro [de Estudiantes] decía de mí: ‘Ella, ¿qué es?’ Y otro dijo: ‘Ella es marciana’. (…) Después un compañero de curso me invitó a repasar las categorías kantianas para un examen; no sé por qué las repasamos sentados en un banco de la plaza. Él era muy amigo de los del Centro de Estudiantes y mientras él me tomaba la tabla de categorías, yo pensaba que me estaba examinando para ver si era marciana. Parecía sorprendido al ver que yo respondía bien y yo, contenta por un lado al haber vencido esa fama y, por otra parte, mortificada por esa desdicha de la condición humana: siempre sujeta a examen».
No es raro, entonces, que el Visto y oído (2012) de sus crónicas esquive los naturalismos, para dirigirse a los intersticios, a las zonas algo grises, menos importantes, de las vidas y voces de personajes casi siempre descartados por la sociedad al primer examen. Con ellos, Uhart cuestiona lo que se piensa del amor, de la educación, de las familia. Nieta de inmigrantes vascos e italianos, su escritura viene a ser un buen ejemplo de lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari llamaron una «literatura menor», aquella que una minoría hace dentro de una lengua mayor, desarticulando las formas y los significantes, lo preconcebido, en una interrogación persistente, incluso diría obsesiva, sobre el pensamiento y el habla y la presencia o huella del otro allí, en el temblor de la duda. Las madres y los taxistas pueden ser rotundos, pero las maestras, como ella, o los personajes alucinados y sensibles como Leonilda, son volátiles, de una fragilidad de pájaro, o, más bien, con otra especie de fuerza.
En El tren que nos lleva la protagonista, devenida maestra de una escuelita semirural del conurbano bonaerense, en el barrio Cuatro Vientos, le da vueltas en la cabeza una frase de Perón: «Nadie se puede realizar en una comunidad no realizada (…) O nos realizamos todos o no se realiza nadie», mientras carga una bolsa de cuadernos, escuadras y lápices para repartir entre los chicos. Hasta ese lugar, donde no solo ella sino muchos más intentan sacar adelante el barrio, llegan los militares con sus perros: «Iban como quien pasea, pero en cualquier momento podía pasar algo». Así se deja caer la presencia espuria de la dictadura en el universo narrativo y rebelde de Hebe: «Pensé que ya nunca me iba a juzgar un tribunal divino, tampoco un tribunal racional, pero que no me juzgue un tribunal de perros».
Los mundos de Uhart no son firmes, un leve soplo de tiempo juega con ellos y los hace, por esto mismo, indudablemente políticos. «Se suele decir –escribe Mariana Enriquez— que los relatos de Hebe Uhart son sobre pequeñas cosas, sobre lo anodino cotidiano, que bajo su estilo y su mirada adquieren trascendencia. Pero lo cierto es que esa miniaturización es más bien un efecto de lenguaje, porque sus temas son bastante pesados: los migrantes, la familia, el ascenso social, la escolaridad, las primeras veces (en el amor, la amistad)».
Actualmente, Eduardo Muslip y Pía Bouzas trabajan en el archivo que dejó Hebe, una escritora que recorrió el siglo XX argentino, y también parte del XXI. Como pocos (pienso en Fogwill, pienso en Aira, pienso en María Moreno), ella supo ser anacrónica, supo ser una escritora de los 70 pero del 2010 también, siempre en diálogo con los narradores más jóvenes que peregrinaban a su pequeño departamento lleno de plantas. Cuando recibió el Manuel Rojas, un premio de 60 mil dólares, confesó sin ironía alguna que no conocía el galardón ni tampoco al escritor, pero que después de leer 20 páginas de Hijo de ladrón pensó: «‘¿Cómo es posible que yo lo desconozca?’. Es potente y directo, como a mí me gustan los escritores». Esa vez agregó, sobre el premio: «tengo sensaciones contradictorias (…) por un lado, lo agradezco, como no podría ser de otro modo, y por otro me parece un premio muy grande, como desmedido, como si se hubieran equivocado en dármelo. Y también me siento como el escritor uruguayo Felisberto Hernández, luego de que el escritor Jules Supervielle lo presentara en París ante un auditorio lleno de público. Dijo Felisberto: ‘Me siento como un conejo sacado de la galera de un mago’».
La mitad del dinero que recibió, Uhart lo donó a la Escuela de Territorio Insurgente Camino Andado de Rosario, donde dictó un taller literario y, como informa la prensa, se sintió conmovida por el proyecto inclusivo que llevaban adelante, en un espacio «donde la presencia del Estado es exigua». No quiero escribir con esto, como se hace con tantos autores cuando han fallecido, la historia de Santa Hebe. Ella fue también una mujer difícil, que sobrevolaba, como pájaro distraído, las conversaciones. Lo que no le interesaba, lo ignoraba. Iba al punto, a la pregunta. Practicaba su extraordinario sentido de la observación y de la escucha con mucho sentido del humor, la libertad y la felicidad (tan patentes en un cuento como «Guiando la hiedra»). Tenía, también, una inusitada autoconciencia. Algo nos dice su discurso de aceptación del Manuel Rojas, sobre estas cualidades suyas: «Por suerte este premio me llega a una edad en la que los elogios y los castigos llegan de forma amortiguada; recuerdo una vez que de joven recibí una crítica donde decían que yo tenía sentido del humor, se la mostré a mi mamá y me dijo: ‘Vos, sentido del humor…’. Me molestó tanto que lo recuerdo. Ahora comprendería todo de otra manera».
La autora de ese cuento entrañable que es «Querida mamá» esa tarde de la premiación iba con su pelo rubio, corto, sin anillos, collares o pulseras. Su único adorno fue un lindo poncho blanco, con un motivo en los bordes que parecía diaguita. Era como si ella misma se hubiese despojado de todo lo que sobraba. Así la recuerdo. Murió antes de que se cumpliera un año de su paso por La Moneda, de los aplausos y de esa ave que daba vueltas revolucionada, anunciándola o, simplemente, diciéndonos lo bien que se estaba ese día.