Hace cuarenta y cuatro años, en el número 30 de la revista Plural (marzo de 1974), se publicó un cuento de Yese Amory. «Bronce» fue el título del texto y la autora fue presentada en la publicación como una «joven escritora francesa» que había «publicado sus narraciones en diversas revistas de Europa y Estados Unidos».
Busco a Yese Amory en internet y lo primero que aparece es una página de La Pléiade, donde su nombre está acentuado (Yesé), aunque no se inscribe ninguna obra suya. La segunda entrada señala que Yésé Amory (acentuado dos veces) publicó en la revista Le Nouveau Commerce en el número 23 del otoño de 1972, junto a Jean Paulhan, Roger Munier, Charles Tomlinson, entre otros, pero no hay un enlace a la revista y no puedo leer su colaboración.
Los lectores asiduos de Plural habrán notado un error, imperdonable para su director, Octavio Paz, pues no se consignó el nombre del traductor o traductora de las dos breves páginas de Amory. No fue un error; sí, quizá, un guiño, como el mismo nombre de la escritora. Para el número 39, de diciembre de 1974, el nombre de la autora aparecía ya acentuado (Yesé) y se consignaba el traductor (Octavio Paz) de una serie de breves prosas y poemas titulada «Estrías».
Sigo buscando. El Book and Pamphlets de enero-junio de 1971 (Catalog of Copyright Entries, tercera serie, volumen 25, parte I, número 1, sección 1), publicado por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, consigna que Yese Amory es el seudónimo de Yese Paz. En las páginas web del Correo del Libro, aparece también junto con otros tres nombres: Marie José Tramini, Marilló y Marie-Jo Paz.
Marie José Francine Jeanne Tramini Poli (1934-2018) fue, en vida, Marie Jo, «Marie Jo Paz. Sin guión», me dijo muchas veces. Así la había bautizado de forma cariñosa su esposo Octavio y, probablemente, entre ambos idearon el anagrama Yesé Amory, con el que firmó su escasa obra, pero también las traducciones que hizo de Paz en la versión francesa de Ladera este (Versant Est), publicada por Gallimard en La Pléiade. Murió en la Ciudad de México el 26 de julio de este año y su deceso a más de uno nos dejó perplejos, no sólo por lo inesperado y triste del suceso (apenas horas antes había hablado con Ana María Xirau, buena amiga suya), sino porque su muerte nos hizo sentir, a quienes la queríamos y admirábamos, que una parte irremplazable de nuestra cultura moría con ella.
Su vivacidad, su inteligencia y encanto transformaron la vida del poeta desde que se conocieron en un barrio de la India, Sunder Nagar, en 1962. Se casaron en 1966, bajo el famoso árbol de nim, cuya existencia muchos conocimos gracias a esa historia.
Hoy no puedo preguntarle a Marie Jo todas las cosas que de pronto se me vienen a la cabeza y, de inmediato, pienso en llamarla para saber, por boca de testigo presencial, alguna fecha o historia relacionada con el poeta. Al morir Marie Jo, de algún modo ha vuelto a morir Octavio Paz para algunos de nosotros. Hoy no puedo llamarle para saber cómo nació el anagrama ni en qué otras revistas publicó antes de que apareciera en Le Nouveau Commerce o en Plural, la revista que seguramente recibió su poderoso influjo, y no es ocioso imaginarlo si observamos una fotografía del grupo de «solitarios solidarios», como llamaba Paz a los miembros de Plural, recordando a Camus. En esa imagen, repetida innumerables veces, puede observarse que en el centro, de pie entre Gabriel Zaid y Alejandro Rossi, aparece la imagen sonriente de Marie José, a cuyos pies se encuentran, sentado en el piso, Octavio Paz y, en silla de ruedas, Juan García Ponce.
Marie Jo, la que se escribía con John Cage, con Carlos Fuentes o con Elizabeth Bishop; la artista plástica que realizó hermosos cajas y collages y se consideraba tan mexicana como cualquiera de nosotros; la que estaba atenta a todo lo que ocurría en nuestro país y en cualquier parte del mundo. Sabía todo. Había leído todo. Marie Jo creía en las «presencias» que nacen del amor; esas que nos protegen y nos guían mientras estamos dormidos. Con una calidez extraordinaria, me dijo un día: «Anoche vino Octavio. Y ya sé cómo vamos a hacer el libro». Entonces encontró la edición de L’Arc et la lyre, quemado por las llamas del incendio que destruyó su departamento, y me lo mandó para que hiciéramos la edición conmemorativa de Los signos en rotación. «Escribe eso —me conminó—, que Octavio nos dijo cómo». No pude hacerlo, no encontré la manera adecuada para expresar su exaltación y entusiasmo por aquella, para mí, inesperada visita.
Marie Jo, la que amaba a los gatos y llegó a tener más de treinta. La que provocó que el poeta buscara debajo de los autos, visiblemente angustiado, a uno de los pequeños felinos extraviados, según contó Tulio H. Demicheli, quien lo ayudó en la pesquisa.
Marie Jo, la que durante varios años me habló por teléfono con aquel tono tan francés que me decía al otro lado de la línea: «Aló, Malva. Es Marie Jo». Con el paso del tiempo, su voz cantarina se fue apagando y a veces era apenas un susurro entre el que distinguía con dificultad algunas palabras en francés. Me hablaba de su «Octavio»: confidencias que quedan en el secreto, pues nunca las escuché, tan inaudible era su voz. Pero, si uno le recordaba algún asunto divertido, volvía de aquel mundo íntimo, secreto y regresaba la Marie Jo graciosa, pícara o iracunda, cuando algo la indignaba.
En tono de broma, irónicamente, Marie Jo contaba que, cuando le preguntaban su nombre o su profesión en algún formulario oficial, escribía «musa», como si su nombre, su vocación y su devoción hubieran sido uno mismo, acrisolados en ese viejo sustantivo, tan cierto en su caso. Nunca sabremos su verdadero nombre, el que a solas, absorta en sus silencios repentinos, probablemente pronunciaba; aunque estoy segura de que debe parecerse mucho a la palabra pasión.
LA CLASE HA SIDO LARGA
Huberto Batis —Huberto Bátiz Martínez (1934-2018)— fue el mejor maestro que tuvieron al menos tres generaciones de escritores mexicanos y su muerte deja al periodismo cultural de México, a nuestra literatura y a nosotros un poco más huérfanos. La orfandad que provoca la partida de los maestros es como un voraz hoyo negro que nos dejó sin habla este año aciago que sacudió a la cultura mexicana, pues también perdimos a Rafael Segovia Canosa (1928-2018), hermano del poeta Tomás Segovia, maestro y conversador incansable, autor del libro de ensayos Lapidaria política (1996) o de La politización del niño mexicano (1975), y Francisco Montes de Oca (1923-2018), el infatigable editor de la serie Sepan cuantos…, de Porrúa, donde leímos todo, todos.
Huberto fue, asimismo, un notable editor y un escritor de una obra breve pero poderosa: Estética de lo obsceno (y otras exploraciones pornotópicas) (1983) y Lo que «Cuadernos del Viento» nos dejó (1984), más su amplia obra periodística, reunida en varios volúmenes, de entre los que destacan Por sus comas los conoceréis (2001) o Ni edad dorada ni apocalipsis (2004). Batis era un ogro, decíamos, por el pavor que nos provocaba su imponente, enorme figura. Las barbas hirsutas, el traje que algún día fue negro y el Javelin blanco, con vestiduras rojas, maltratado y lleno de periódicos, en el que llegaba a la facultad y en el que nos llevaba a desayunar al mercado de San Ángel a algunos de «los elegidos», como decían con envidia o con sorna quienes no nos acompañaban. Las clases con Huberto, en el primer semestre de la carrera, eran a un tiempo aterradoras y mágicas. Gracias a él, a su magisterio y su generosidad, soy lo que soy y escribo lo que escribo. Su amor-odio por Octavio Paz —sobre quien relataba cada clase las más extraordinarias e inverosímiles historias— se convirtió, para muchos de nosotros, en legendario y quizá no tan paradójicamente consiguió con ello que sus estudiantes se interesaran por el poeta. Ése fue mi caso.
Implacable, iracundo, terrible, Huberto Batis era capaz de los mayores actos de ternura y amor por sus estudiantes y nos legó la más grande enseñanza que un maestro puede brindar: aceptar y ejercer la crítica. Recuerdo cómo tomaba nuestros mustios papeles en la clase y, después de leerlos en voz alta, hacía una pausa dramática, volteaba hacia los estudiantes, hacía una bola con el papel y la tiraba al suelo al grito de «¡Esto es una mierda», «No sabes usar las comas» o, con más frecuencia: «¿Sabes cuánto le costaría a un periódico publicar tus pendejadas?». Nosotros nos quedábamos mudos, inmóviles en el mesabanco; no queríamos ni siquiera respirar para que el ogro no fuera a otearnos y diera con nuestro rostro aterrorizado, pero ocurría y entonces, sin razón alguna, cambiaba su aspecto y se reía con los estudiantes. Un día, de pronto, escuchábamos que le decía a un compañero al salir de clase: «Llévame tus papelitos al periódico». Pronto, veíamos alguna reseña o un poema del estudiante agraciado.
A Huberto le debo la vida literaria, pues fue el primero en publicarme en el legendario suplemento Sábado y en darme la primera beca literaria que obtuve —la beca de Bellas Artes en el área de ensayo—, para escribir un libro sobre Salvador Elizondo. Cada miércoles debía llevarle mis avances al periódico. Y allá iba yo, muerta de miedo, pero la «sesión» se diluía en su charla, en las ácidas críticas que hacía a sus colaboradores y nunca, gracias a Dios, leyó mis «avances», que finalmente se convirtieron en mi tesis de licenciatura, que él no dirigió, sino mi otro entrañable maestro, Federico Álvarez Arregui (1927-2018), perdido también este mismo año.
En la clase de Huberto se hicieron y deshicieron parejas de escritores; a su benefactora y amplia sombra, hubo bodas y divorcios. Como hizo con tantos, en tiempos de pobreza Huberto me invitó a su casa a desayunar o a comer y a veces a cenar, cerca del diario Unomásuno, donde hacía Sábado, primero, bajo las órdenes del legendario padre de los suplementos mexicanos del siglo xx, Fernando Benítez, como se lo conoce desde los tiempos de México en la Cultura, y, luego —cuando en 1984 Benítez emprendió un nuevo proyecto en el diario La Jornada—, como director mismo del suplemento. Fue ese año cuando yo entré a la facultad y lo conocí, de modo que, a partir de ese momento, los sábados se volvieron de regocijo justamente porque ese día aparecía el suplemento de nombre homónimo y Batis presumía que, en sus mejores momentos, el diario se vendía más en esas fechas. Allí publicaron, como decía al principio, más de tres generaciones de escritores que fuimos formados por el Máster Magister, como lo llamábamos con cariño.