«Un poema es una acción»Por Carmen de Eusebio

© Laura Repovš

 

Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) es catedrático de Literatura Española de la Universidad de La Laguna (Tenerife), allí dirige también el Taller de Traducción Literaria y la colección editorial del mismo nombre. Ha publicado numerosos ensayos críticos que abarcan la literatura y las artes plásticas como Tres estudios sobre Góngora (1983), La luz negra (1985), Poetas canarios de los Siglos de Oro (1990), Para leer «Primero sueño» de sor Juana Inés de la Cruz (1991), Estudios sobre Cairasco de Figueroa (1992), Silva gongorina (1993) o La sombra del mundo (1999). Gran parte de su obra poética se encuentra recogida en el libro En el cuerpo del mundo (2004). Posteriormente ha publicado Sobre una confidencia del mar griego (2005), La sombra y la apariencia (2010) y Por el gran mar (2019).

 

Comencemos por su nuevo libro de poemas, Por el gran mar. Usted retoma en él viejos temas y recursos, pero también amplía su tono y, en ocasiones, el poema parece abrirse, como consciente de su propia fragilidad, hacia algo que no termina de nombrarse y que debe aparecer. ¿Es usted el mismo poeta de Sobre una piedra extrema (1995) o de El libro, tras la duna (2002), o lo que llamamos «poeta» es una realidad no substancial, salvo en la obra?

Tal vez no haya contradicción entre ambas cosas. Por pura intuición tiendo a pensar que no hay tal «realidad substancial», pero al mismo tiempo reconozco que existe una continuidad, y hasta una persistencia, de la voz lírica. Lo digo porque esa misma voz advierte, con sorpresa, la reaparición de ciertos motivos, unos motivos que se vuelven insistentes, casi tenaces a pesar de sus nuevos matices y fulgores. Reaparecen aunque cada vez haya, sí, una distinta manera de afrontarlos o de interpretarlos. Esa continuidad hace pensar en una misma «persona» poética, pero el «yo», en cualquier caso, se está cuestionando en todo momento. Busca anularse, disolverse en el todo. La cuestión de la identidad, el problema del «yo», de su crisis como substancia única e inamovible en el tiempo, ha estado siempre muy presente en lo que escribo. También en este libro. En la relación entre palabra y mundo, cierta concepción monolítica del «yo» puede interponerse como obstáculo, como barrera. Procuro que no se produzca esa interposición. Creo que lo más parecido a esa crítica de la «ilusión» del yo, que es por cierto una de las claves del budismo, se produce en los místicos. La disolución del «yo» da lugar a una libre aparición de la conciencia. Es en ese territorio donde la palabra poética llega para mí más lejos.

 

Tal vez por eso el lector percibe en estos poemas ese «algo» al que me refería, ese algo que no termina de nombrarse y que debe aparecer. ¿Es la inefabilidad de la que hablan los místicos?

Es sin duda un asunto relacionado de un modo u otro con la «inefabilidad» de los místicos, pero se trata también de una cuestión central de la palabra poética en cualquier lugar y época. Desde los grandes poemas clásicos occidentales hasta cualquier canción folklórica africana, por ejemplo, el «yo» del cantor desaparece y su lugar está ocupado por una conciencia impersonal. Para mí, el poeta debe siempre romper las trampas de la privacidad, la obturación del subjetivismo, para acceder a una zona abierta de encuentro con el mundo. Desde una indagación en su propia conciencia, debe acceder a la despersonalización, porque de lo contrario su experiencia quedará sujeta a una especie de laberinto sin salida. Tal vez lo que el poeta persigue es lo que podríamos llamar, de manera paradójica, la intimidad de los grandes espacios, la entrada a un «afuera», la penetración en la luz. Por otro lado, la reticencia, el efecto de no decir sino en parte, es uno de los dones de la palabra poética en todas las culturas. La palabra poética dice y calla al mismo tiempo.

 

¿Cuál es, entonces, el papel de lo autobiográfico, tan presente en Por el gran mar? Hay distintas evocaciones de la infancia y también recreaciones de episodios biográficos de su edad adulta, hasta hoy mismo.

La raíz es autobiográfica, por supuesto, no hay modo de evitar ese plano ni siquiera en los momentos más objetivos o externos, pero el poema no ha de quedarse nunca en él. En mi caso, y partiendo de lo autobiográfico, busco cada vez más los universales de la conciencia, las «escenas primordiales» en las que lo humano se expresa de manera más honda y se rebasa lo puramente individual. Por eso, he mencionado en más de una ocasión unas palabras de Seamus Heaney que me parecen muy elocuentes en este sentido y con las que estoy por completo de acuerdo: «El poema es la palabra totalmente persuasiva que la lengua se dice a sí misma, y cuando un poeta escribe un verdadero poema, siempre tiene la sensación de haber superado su propia biografía».

Para el poeta, un poema es una acción, el decir es un acto

La forma poética exterior —un texto formado por treinta y cinco fragmentos— permite diversas lecturas. Por el gran mar, ¿es un largo poema único o es un conjunto de poemas?

Debo decir que este aspecto, que tanto me ha interesado siempre —quiero decir, la cuestión del poema extenso—, no ha estado para mí presente como tal en este libro, un libro que en realidad se ha ido haciendo, ante todo, por lenta adición de fragmentos, y con motivos que se reiteran, sí, pero sin tener en cuenta un planteamiento o principio ordenador. Me parece haber dejado atrás, casi sin percibirlo de manera consciente, la categoría de poema extenso o la de serie de fragmentos o poemas para trabajar en algo distinto, algo como una secuencia que va generando un texto con ramificaciones, cruces, intercambios, reflejos. Es el lector el que debe decidir en su caso, si lo necesita, cómo interpretar esta propuesta, en un sentido u otro. Tiene libertad absoluta para asociarla al poema extenso o a la serie de poemas independientes sucesivos, porque de ambas formas puede leerse. Me interesa subrayar, en cambio, que cada fragmento (cada «poema», si se prefiere) tiene entidad propia, aunque al mismo tiempo remita a un conjunto. Esta actitud ante el texto, si de una «actitud» puede hablarse, tiene un contexto muy vasto en la raíz misma de la modernidad poética. Bastaría pensar en los románticos alemanes. Es conocida, por ejemplo, la reflexión de Friedrich Schlegel: «En poesía, cada totalidad es un fragmento, cada fragmento una totalidad».

 

En el terreno de sus trabajos de ensayo y crítica, usted ha dedicado, a lo largo de su vida, una gran atención a Góngora, sobre quien acaba de publicar otro libro, Nuevas cuestiones gongorinas. No voy a preguntarle por aspectos de su poesía y su tiempo, sino sobre su posible actualidad para la poesía de hoy. No me refiero a la necesidad de leerlo, algo que me parece evidente.

He dedicado varios trabajos críticos no sólo a Góngora, sino también, en general, a la poesía hispánica de los siglos xvi y xvii, tanto a autores como a géneros. Ha sido una de mis especialidades universitarias y debo decir que, igualmente, una de mis preferencias en la literatura de lengua española en su conjunto. Góngora es uno de los puntos más altos de ese período. Su «actualidad» es indiscutible. Dedico a esta cuestión, precisamente, todo un capítulo de Nuevas cuestiones gongorinas, el titulado «¿Qué podemos aprender hoy de Góngora?». No se trata solamente de la extraordinaria coherencia interna de su lengua poética, sino también de la lección que esa misma lengua representa para cualquier época. Y no únicamente para la lengua española: en mi libro menciono una opinión muy autorizada, la de W. H. Auden, para quien «Góngora es absolutamente extraordinario en traducción inglesa». Con Góngora ocurre en español lo que con Donne en lengua inglesa: es difícil escapar a la frontera que uno y otro representan para la imaginación poética. Su fuerza de seducción es inagotable, lo mismo por el rigor con que conciben la experiencia del poema que por la tersura de su sensibilidad musical. Son dos poetas muy distintos, evidentemente, pero tienen más de un rasgo en común, como en general los tienen los «metafísicos» ingleses con los barrocos españoles. Hay analogías innegables entre Bocángel, Soto de Rojas o Medrano y Herbert, Crashaw o Marvell. Góngora es un punto extremo, una frontera. Pero cada época histórica lee a Góngora de manera diferente. Su «actualidad» reside para mí, sobre todo, en el interés que prestó a la traducción (Góngora «tradujo», en la versión de la época, admirablemente a Bernardo Tasso, por ejemplo), el rigor de su proyecto poético (cada palabra está justificada en el poema), su oído insólito, su manera dialéctica de entender las relaciones entre continuidad e innovación y, por último, su peculiar representación de la realidad. Fijémonos sólo en uno de esos rasgos: el rigor de Góngora es tan estricto que representa, diríamos, el más perfecto antídoto contra uno de los grandes problemas de la lírica actual: la palabrería, la locuacidad desatada, la verbosidad irresponsable que tanto aqueja a la poesía del presente, y, hasta donde me es posible verlo, no sólo a la hispánica.

 

A veces ha utilizado la palabra «absoluto» en relación a la poesía, algo que, por ejemplo, George Steiner, aunque muy tentado, pensaba que no podía sostener sobre esas presencias, por otro lado, reales, de lo poético. ¿Qué quiere decir cuando habla de absoluto en relación a la poesía?

La poesía misma es un absoluto o, mejor dicho, la expresión de la nostalgia de lo absoluto, que el ser humano ha perdido y que aspira a recuperar. Me impresionan las palabras de Novalis: «Buscamos por todas partes lo absoluto, y encontramos siempre y sólo cosas». El idealismo mágico de Novalis es para mí una de las manifestaciones más nítidas de esa aspiración o, lo que es lo mismo, una de las manifestaciones más puras de lo poético.

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