Aunque no de manera frontal, desde finales de los ochenta, usted se ha decantado claramente por una línea de poesía, opuesta tal vez a las que se denominan línea clara o de la experiencia. ¿Cree que sólo hay una expresión de lo poético o sus reservas y críticas tienen que ver con otros aspectos?

Me gustaría precisar que no hay o no habría, para mí, tal «decantación» de mi escritura en ese período, puesto que desde sus comienzos, hacia 1970, mi escritura se ha situado en unas coordenadas poéticas más o menos precisas, y tales coordenadas, por más que hayan evolucionado, no se han modificado sustancialmente. Esas coordenadas no son otras que las grandes matrices de la modernidad, cuyas raíces se hallan en el Romanticismo, y reciben, en mi caso, aditamentos específicos como el Barroco y la mística, singularmente Juan de la Cruz. No es, por tanto, que a «finales de los ochenta» yo tomara partido por tal o cual línea de poesía, sino que en la poesía española se produjo en esas fechas, e incluso un poco antes, una inclinación mayoritaria hacia una determinada forma de realismo, neorrealismo o más bien, a mi juicio, pseudorrealismo. Nunca he pensado que exista una única expresión de lo poético. Al contrario: la modernidad tiene diferentes caminos y todos ellos pueden ser válidos si representan algún tipo de profundización respecto a la tradición o las tradiciones recibidas. No le falta razón al crítico brasileño Benedito Nunes cuando escribe: «En nuestro tiempo, el arte poética no puede tener una sola medida; ya no es canónica: es un compuesto de cánones». Lo que no tiene sentido, a mi juicio, es ignorar los grandes hitos de la modernidad y proponer nuevas formas de autosuficiencia cultural y de provincianismo, renunciando a los ejes centrales de la moderna lírica europea. No me propongo aquí analizar la realidad de la poesía española contemporánea, que no cabría en la respuesta a una pregunta tan concreta como la formulada. Lo que subrayo únicamente es la necesidad de enfocar la cuestión en sus justos términos, o al menos los que yo considero como tales.

El ejemplo intelectual, crítico y creador de Haroldo de Campos es para mí insustituible

¿Una poética significa una tradición, y en ese caso, si lo piensa, qué significa, en cuanto a verdad, en relación a otras tradiciones?

Creo haber dejado claro hace un momento que el asunto de la tradición nos remite en realidad a la pluralidad de tradiciones, hoy fuertemente interconectadas. Grandes figuras de la lírica europea del siglo xx como Yeats, Pessoa o Ungaretti son ya expresiones perfectas de la conjugación de tradiciones diversas. En Yeats, por ejemplo, es difícil deslindar la herencia del simbolismo y las tradiciones folklóricas irlandesas, la mitología céltica. Tal vez el caso más representativo sea el de Pessoa, que es toda una antología de tradiciones. «Eu sou uma anthologia. / Screvo tan diversamente / Que, pouca ou muita a valia / Dos poemas, ninguem diría / Que o poëta é um sòmente», escribía en 1932. Por supuesto, cada una de esas tradiciones es una «verdad» en sí misma, pero no tiene valor sino dentro de una pluralidad de verdades.

 

A usted puedo hacerle esta pregunta, porque la verdad es que sería poco productiva hacerla a muchos escritores, no por mediocridad, sino por no haber dedicado atención al asunto. ¿Qué significa el tono en poesía? ¿Qué dimensión moral hay o puede haber en él?

El tono o la entonación resulta esencial, en efecto, cuando se trata de poesía, de poesía en cualquiera de sus formas. Los antiguos distinguían varios tipos de sermo —el humilde, el medio, el noble— como parte del «decoro», en la teoría horaciana, ante todo por una cuestión de verosimilitud. Para nosotros, sin embargo, el tono representa hoy algo distinto. No es exactamente el «estilo» propio de cada género. Hoy el tono significa, ante todo, la manera en que un poeta se acerca a su objeto de reflexión y de canto mediante un lenguaje concreto. Ese lenguaje acaba por identificar tanto al poeta mismo como al modo en que el poeta conoce su objeto y transmite su experiencia. La modernidad ha diversificado al máximo el tono, los tonos. La entonación de Apollinaire es muy distinta, digamos, a la de Eliot, o a la de Valéry. En The Waste Land, por ejemplo, hay una mezcla intencional de tonos, desde el coloquial al solemne. Eliot pensaba que todas las revoluciones en poesía estaban ligadas a la «recuperación» de la lengua hablada, y en su poema el tono coloquial de algunos pasajes cumple la función de acercarnos a un tema trascendental, la ruina del mundo contemporáneo, del mundo postbélico, con una lengua conversacional de extraordinaria eficacia expresiva. Si pensamos, en cambio, en un poema como Le cimetière marin, es inevitable referirse a cómo Valéry no quiso hacer exactamente un poema filosófico, sino, según declaró explícitamente, «tomar de la filosofía un poco de su color» en determinados pasajes, unos pasajes que «tienen por cometido compensar, mediante una tonalidad metafísica, lo sensual y lo “demasiado humano” de estrofas precedentes». Fijémonos bien: una tonalidad, escribe el mismo Valéry… Por supuesto que hay en esa decisión, como en la de Eliot, una dimensión moral. Para el poeta, un poema es una acción, el decir es un acto. Y ese acto encierra un conjunto de valores emocionales, intelectuales, estéticos. Me atrevería a decir que el tono de un poeta es justamente su moral.

 

Acaba de publicar un libro sobre el pintor Jorge Oramas, que murió en plena juventud, en 1935. A usted no sólo le ha interesado la pintura, sino que ha buscado alianzas no siempre visibles con la poesía y en buena medida ha influido en sus propios poemas y diría que en sus procedimientos. ¿En qué ha consistido este diálogo?

El poeta y el pintor (el artista plástico, en general) comparten muchas cosas. El reconocimiento de este hecho tiene una tradición muy arraigada, desde el conocido ut pictura poesis hasta hoy mismo, para no referirnos a los poemas visuales y los caligramas del período helenístico. No debe extrañar el que exista un número incontable de poemas basados en obras plásticas, y a la inversa. Siempre me gustó la reflexión de un poeta por el que siento una especial inclinación, el norteamericano Wallace Stevens, cuando decía que «en gran medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y los poetas deben acudir a menudo a la literatura de la pintura para una discusión de sus propios problemas». Esto ha sido exacto en mi caso. He escrito mucho sobre artes plásticas, pero no como crítico de arte, sino en el sentido de Stevens. Me ha resultado de una enorme utilidad. En mi libro sobre Jorge Oramas menciono a distintos poetas para interpretar el efecto de la pintura sobre el espíritu y la imaginación, porque de hecho la imaginación visual es para el pintor y para el poeta un campo común. Resulta para mí evidente que, en la modernidad poética, muy marcada por el sentido órfico de la experiencia espiritual, en la que el poeta no sabe qué va encontrar al final de su exploración, se produce, por ejemplo, una convergencia con la pintura abstracta, que ha llegado a crear tanto el «paisaje imaginario» como su variante el «paisaje onírico», presentes en pintores tan diversos como Klee, Pollock o Twombly, por citar sólo unos pocos ejemplos. Y lo mismo en otros aspectos, aunque para mí esa dimensión órfica es verdaderamente esencial. El mismo Picasso decía «encontrar» lo inesperado en su trabajo. Es la experiencia de muchos poetas modernos, y es en cualquier caso la mía propia. De las artes plásticas, con las que me siento en diálogo continuo, no dejo de aprender modos de interpretar lo imaginario, de hacer que la imagen «suceda». No es necesario subrayar que para muchos artistas la experiencia es la misma respecto a la poesía. Siendo artes muy distintas, poesía y artes plásticas no dejan de dialogar y de alumbrar un territorio de entrelazamientos fecundos.

 

Más libros relativamente nuevos: el tercer volumen de su diario, Mundo, año, hombre (Diarios, 2001-2007). Se trata de la obra de un anotador minucioso situado entre la vista, el oído y la lectura. Se diría que, un poco a lo Mallarmé, el mundo desemboca siempre en usted en un libro.

Esa idea de Mallarmé es para mí verdaderamente clave, y de hecho resulta una variante de la vieja metáfora del mundo como libro, tan fértil en el pensamiento y en la literatura de Occidente. Inicié mi diario en 1980, a la vuelta de un largo viaje. Durante años, esa escritura me ha acompañado como un registro de pensamiento y de vida, una especie de memorial. He insistido en varias ocasiones en que no se trata de un diario confesional (la «confesión» es, de hecho, otro género, como lo vio María Zambrano), ni de un «relato» de mí mismo, sino que es más bien una especie de testimonio de una conciencia en el tiempo. Un tiempo, eso sí, ligado a la vida cotidiana. Mundo, año, hombre es el tercer volumen de la serie.

 

Pocos poetas españoles y de su tiempo han tenido una vocación tan amplia e intensa iberoamericanista, y no sólo hispanoamericanista, porque para usted la literatura en lengua portuguesa existe. Quizás su distancia de la península (geográfica) le ha ayudado a ver más fácilmente. ¿Qué le han aportado las literaturas brasileña y portuguesa?

Agradezco muy especialmente esta pregunta, porque me permite comentar, aunque sea muy brevemente, un asunto que considero importante. El mundo hispánico no es sólo, en rigor, el de lengua española, porque incluye también la lengua portuguesa. En Canarias, como usted sabe, existe una profunda huella de la cultura lusitana, que se remonta a los siglos xvi y xvii, una huella que es posible advertir todavía hoy en numerosos apellidos, topónimos y palabras de uso común. No sé si este dato explica la especial sensibilidad de las Islas respecto a la lengua portuguesa y los asuntos relacionados con Portugal y Brasil, pero a nadie puede extrañarle el que, del mismo modo que un canario, Silvestre de Balboa, fue el primer poeta de Cuba, otro canario, José de Anchieta, fue el primer poeta del Brasil. Aunque no se tratara de eso, es decir, de esa conexión evidente, Canarias está en una situación geográfica y cultural que, en el plano histórico, ha hecho posible una especial comprensión e identificación con el mundo de habla portuguesa. En lo que a mí respecta, por razones que algún día me gustaría contar con más detalle, pude leer tempranamente, en mi adolescencia, al poeta João de Deus y la bella Antología de la lírica portuguesa que la CIAP publicó hacia 1930, un libro que encontré en la biblioteca escolar. Fue todo un descubrimiento, un descubrimiento que, por así decirlo, me predispuso en relación con hallazgos posteriores que han sido decisivos para mí. He tenido buena relación personal con algunos poetas portugueses, como Eugénio de Andrade o António Ramos Rosa, y sobre todo, conocí y traté muy de cerca a Haroldo de Campos, a quien considero un punto de referencia central en mi formación, y que en 1988 me inició en São Paulo (en cuya universidad yo impartía clases por entonces) en la fascinante cultura brasileña. El ejemplo intelectual, crítico y creador de Haroldo de Campos es para mí insustituible. Su lucidez como crítico representa una lección permanente, y su obra como poeta y traductor es, sin duda, una de las más trascendentales de la cultura latinoamericana contemporánea.

 

Por otro lado, su interés por la poesía rebasa en mucho el problema de las lenguas, porque ha realizado traducciones, en ocasiones en colaboración, de poetas de muchas lenguas europeas. Aquí surgen dos problemas: ¿es posible traducir la poesía? Y ¿qué es lo que hay en común en esa diversidad?

Mi interés por la traducción se inició prácticamente al mismo tiempo que mi interés por la poesía, en la adolescencia. Fue, en cierto sentido, una respuesta íntima al reconocimiento, al principio sólo intuitivo, de la red de lenguas y tradiciones que se halla detrás de todo poema y de todo poeta, de la necesidad de conocer sus fuentes y conexiones, de descubrir la unidad de una gran tradición. Durante varios años centré mi atención en Wallace Stevens, a quien traduje por extenso. Más tarde ese interés se diversificó, y debo decir que precisamente por influjo de Haroldo de Campos, cuyo magisterio fue, también en este sentido, fundamental para mí. El ejemplo haroldiano, modélico en muchos sentidos, como supo ver Roman Jakobson en su día, no tiene, a mi juicio, paralelo en ninguna lengua occidental. La traducción como «transcreación» acabó por volverse para él toda una visión de la poesía y del fenómeno poético como encarnación o materialización de los signos. Frente a la idea de la esencial intraducibilidad de la poesía, Haroldo de Campos creía firmemente, como Goethe, que un poema puede traducirse, o más bien «transcrearse» como cuerpo isomorfo en otra lengua. Sus logros en este sentido fueron extraordinarios, como es sabido. En 1995, en buena parte inspirado por los trabajos de traducción de Haroldo de Campos, y con su respaldo y consejo, puse en marcha en la Universidad de La Laguna un seminario de traducción que ha publicado ya más de treinta títulos y que edita regularmente un Boletín de sus trabajos en curso y de textos teóricos y críticos sobre traducción. Si algo está claro para mí mismo es que la poesía no sólo es traducible, en el sentido concreto del que he hablado, sino que, como decía Weinberger, precisamente «es aquello que merece traducirse». El año próximo, nuestro Taller de Traducción Literaria cumplirá un cuarto de siglo de actividad ininterrumpida.

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