«Me dan horror las abstracciones»
Por Beatriz García Ríos
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es narrador y ensayista. Académico de número de la Real Academia Española (1996) y Premio Príncipe de Asturias en 2013, es autor de una dilatada obra que ha sido traducida a numerosos idiomas. Entre sus novelas, destacan Beatus Ille (1986); El invierno en Lisboa (1987), por la que recibió el Premio Nacional de Narrativa; Plenilunio (1997); El jinete polaco (1991), también galardonada con el Premio Nacional de Literatura; El viento de la luna (2006); La noche de los tiempos (2009) y Como la sombra que se va (2014). Ha publicado obras de género múltiple, como Sefarad (2001) o Las ventanas de Manhattan (2004). Entre sus estudios figuran Córdoba de los omeyas (1991), Pura alegría (1998; 2008), El atrevimiento de mirar (2012) y Todo lo que era sólido (2013). Sus artículos han sido recogidos en volúmenes como El Robinson urbano (1984), Unas gafas de Pla (2000) y Travesías (2007). La mayor parte de su obra ha sido publicada por Alfaguara y Seix Barral.
No trataré de abarcar con mis preguntas la variedad de su dilatada obra, sólo incidir en algunos puntos que me parecen centrales o muy atractivos. Hay una cuestión formal: usted es un escritor que suele mezclar los géneros, la novela o el cuento más estricto con lo documental, y, a veces, lo biográfico. Se da un deslizamiento casi jazzístico. ¿Desconfía usted de las formas cerradas? ¿Podría hablarnos de esa poética de la escritura que parece una poética de la inspiración?
Las formas cerradas me seducen y me repelen: el soneto, el misterio policial, la columna periodística, la novela corta, el cuento. Las admiro mucho, y las he intentado algunas veces porque me parecen el espacio natural de la perfección. Pero al mismo tiempo me atrae mucho el «deslizamiento jazzístico», o el principio de determinación que hay en tantas obras abiertas, incluso inacabadas, en las que se nota mucho el influjo de lo accidental, de lo inesperado, de la mezcla. El ejemplo mayor, desde luego, es Don Quijote, sobre todo la primera parte, o la primera novela, como a mí me gusta pensar. Vemos el tanteo porque Cervantes no tiene un modelo que seguir, una vez que ha superado la fase en la que intentaba escribir una «novela ejemplar» más. El ejemplo máximo serían las obras maestras inacabadas, o póstumas, como el Libro del desasosiego, El Spleen de París de Baudelaire, libros que sus autores ni siquiera organizaron, o el Poeta en Nueva York. Eso crea un estado de fluidez que a mí me gusta mucho. Pero en mi caso, más que de una poética escogida, se trata de la aceptación de la incertidumbre. La primera vez que empleé una forma del todo abierta fue en Sefarad, pero no porque yo lo eligiera así, sino porque iba escribiendo y no sabía hacia dónde.
Si, como ha afirmado, «la literatura está hecha de memoria», ¿piensa que finalmente toda literatura es autobiográfica?
Es autobiográfica porque difícilmente se puede hacer buena o gran literatura sin un elemento de compulsión, de abandono, de exploración de lo más íntimo de uno. Eso no quiere decir autobiográfico en el sentido literal, ni mucho menos. Stendhal se pone del todo a sí mismo tanto en Julien Sorel, personaje que se le parece algo, como en Fabrice del Dongo, que es como su antípoda. Uno puede estar retratándose al retratar a quien menos se le parece. La materia prima de la literatura es la experiencia, que al ser filtrada por la memoria a lo largo del tiempo ya sufre un proceso anticipado de selección y organización narrativa. Pero no podemos olvidar que el modo en que la experiencia entra decisivamente en la ficción es inconsciente, o al menos en gran parte incontrolado: tú no decides lo que recuerdas igual que no decides lo que sueñas. La ficción da forma a los recuerdos de una manera parecida a como las manos del artista dan forma al barro, pero su procedimiento favorito me parece que es el del collage: fragmentos que proceden de zonas del recuerdo o la experiencia muy alejadas entre sí se organizan en una trama que los abarca, y además se mezclan con cosas modificadas o directamente inventadas. De nuevo me parece que el símil de los sueños es útil, sobre todo por su aspecto combinatorio e inconsciente. Y luego hay algo más interesante aún que es lo autobiográfico involuntario: cómo uno, al inventar, se revela a sí mismo sin darse cuenta, o escondiéndose de manera tan imperfecta que se delata más aún. Eso se nota mucho en la propensión masculina a crear proyecciones narcisistas del propio autor, de un modo bastante adolescente. En la literatura española hay unos cuantos ejemplos muy divertidos de observar.
¿Le parece que su obra, desde El jinete polaco a La noche de los tiempos, podría leerse –entre otras lecturas que no tienen por qué negar esta– como una narrativa de formación?
Sí, cada novela es un relato de aprendizaje, una «educación sentimental». En mi caso, esa formación suele cumplirse a lo largo de un viaje. Me impaciento conmigo mismo cuando me doy cuenta de que una y otra vez invento o cuento historias centradas en un viaje: el de ida y vuelta a Mágina de Manuel, en El jinete polaco, o el de Ignacio Abel a lo largo del río Hudson, en La noche de los tiempos. Podemos ir mucho más atrás, y fijarnos en los grandes arquetipos narrativos, en las historias que revelan una poderosa universalidad al repetirse a través de los siglos y de las culturas, lo mismo en la épica que en el cuento infantil, en el melodrama, etcétera: es siempre el viaje del joven Telémaco que abandona su isla para buscar a su padre perdido y hacerse un adulto, el del héroe que baja al reino de los muertos, el que ha de volver, el que ha de cumplir una serie de tareas, etcétera. No hay cultura humana que no haya inventado variaciones de esas historias fundamentales. Una de las muchas sabidurías de Joyce en Ulysses es trazar los caminos diversos de los dos personajes que acaban encontrándose: Stephen Dedalus y Leopold Bloom, Telémaco y Ulises. De nuevo, uno no decide estas cosas: están inscritas en la psique, y cada escritor se inclina en una dirección que se corresponde con su carácter. En mi caso, la educación del protagonista tiene casi siempre que ver con el amor y con la vocación, con el aprendizaje de un oficio, de un arte, y eso lleva con mucha frecuencia –son cosas de las que me doy cuenta después– a otra escena clásica que es la visita al maestro: Minaya con Jacinto Solana en Beatus Ille, Biralbo con Billy Swann en El invierno en Lisboa, Manuel con el abuelo que le hace descubrir el secreto de su origen en El jinete polaco. O yo mismo encontrándome con Onetti en Como la sombra que se va.
¿Su tarea, entonces, es la de inventar para recordar mejor?
O mejor recordar para inventar mejor… Depende de lo que se esté queriendo hacer. En una memoir la escritura es el instrumento del recuerdo. En una novela, el recuerdo es simplemente uno de los materiales de trabajo. Creo que mi tarea, mi instinto, es hacer mi oficio lo mejor posible. Mi oficio es contar el mundo, a través de las dos maneras en las que puede ser contado: unas veces mediante la ficción, y otras mediante la no ficción, o bien unas veces usando la historia, y otras la poesía, en la división que viene directamente de Aristóteles. Cervantes, que es muy aristotélico, está reflexionando siempre sobre estas dos formas de narrar a lo largo de El Quijote: unas veces se cuentan las cosas tal como fueron; otras, como podrían ser o haber sido. Creo que son dos necesidades cognitivas específicas. Y por eso la primera dificultad con la que se encuentra un escritor al enfrentarse a un cierto material es saber si la mejor forma de contarlo será la invención o será el testimonio.
Diría que su poética de la novela es antiplatónica: no hay formas ideales; pero su idea de la memoria quizás sea socrática: si aprendemos a recordar de verdad, recordaremos la memoria de los otros. Pienso, sobre todo, en su excelente Sefarad, donde parece apelar a que cada uno lleva un relato implícito que usted, como autor, logra desplegar. ¿Hay algo de esto?
Yo soy bastante antiplatónico. Me dan horror las abstracciones y las ideas generales. El germen de Sefarad es esa conciencia del relato que cada uno lleva dentro: ese relato contiene el misterio de lo fragmentario y lo vivido. Yo soy muy aficionado a leer libros de historia, pero creo que la verdad de la experiencia humana, el secreto de lo específico de una época, está en ciertas imágenes transmitidas por los que han vivido algo o lo han visto de muy cerca. Esos fragmentos se juntan y, efectivamente, salta un gran mosaico.
Usted es un gran lector de historia, sobre todo relativa al siglo xx. ¿Qué le atrae de la tarea del historiador? ¿Por qué el novelista que usted es no se conforma con lo que podríamos denominar el procedimiento histórico de acercamiento a la realidad?
Casi cualquier período de la historia o de la prehistoria me apasiona. El historiador es el narrador al que no le está permitido inventar nada. Tener una conciencia histórica me parece una de las herramientas intelectuales y políticas más necesarias: te enseña la variedad y la transitoriedad de las situaciones humanas, te cura de eso tan extendido ahora que un historiador británico llamó «condescendencia hacia el pasado». Pero mi mayor impulso es la curiosidad. Quiero saber qué pasó. En cuanto al siglo xx, no consigo desprenderme de él, aunque me prometí hacerlo cuando terminé La noche de los tiempos. La calamidad de la I Guerra Mundial es un campo de conocimiento inagotable. También el estudio de la historia te enseña que no hay leyes generales, que el flujo de los hechos históricos no va en ninguna dirección. Yo creo que para estudiar historia hace falta tener nociones de teoría del caos: los procesos históricos son tan fluctuantes y tan impredecibles como los meteorológicos.
Yo soy bastante antiplatónico. Me dan horror las abstracciones y las ideas generales
Margueritte Yourcenar afirmó que sabía más del emperador Adriano que de su propio padre porque al primero había tenido que estudiarlo con todo detalle, exhaustivamente, agotando todos los documentos sobre él, mientras que de su padre sólo tenía el recuerdo. ¿Le ha ocurrido en algún momento en alguna medida?, ¿tal vez en Como la sombra que se va?
Son obsesiones devoradoras que, por fortuna, al menos en mi caso, terminan cuando termino el libro. El peligro de averiguar tanto sobre alguien es pensar que todo lo que tú sabes puede ser tan interesante para el lector como lo es para ti… Me pasó igual con otra novela en la que usé mucha documentación, Plenilunio. Es el asombro de todo lo que se puede saber sobre una persona y al mismo tiempo darse cuenta de que es un perfecto desconocido. Yo aprendí muchos detalles sobre la vida de James Earl Ray, pero en el centro de todo eso hay un gran espacio en blanco. Nadie sabe lo que hay detrás de todos los datos y detrás de todas las mentiras que siguió contando hasta el día de su muerte.