«La identidad es una ficción»

Por Carmen de Eusebio

Berta Vias Mahou (Madrid, 1961) es licenciada en Geografía e Historia (especialidad en Historia Antigua), escritora, traductora y articulista habitual en prensa nacional. Es autora, entre otros títulos, de la novela Leo en la cama (Espasa, 1999), La imagen de la mujer en la literatura (ensayo, Anaya, 2000), Ladera norte (relatos, Acantilado, 2001), Los pozos de la nieve (novela, Acantilado, 2001), Venían a buscarlo a él (Premio Dulce Chacón 2001 de Narrativa Española) y Yo soy El Otro (XXVI Premio Torrente Ballester de Narrativa; Acantilado, 2014). Su última novela, La mirada de los Mahuad, ha sido publicada en Lumen (septiembre de 2016). Ha traducido a Ödön von Horváth, Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Joseph Roth y Goethe.

El primer libro que publicó fue en 1998, un libro de literatura juvenil, Catorce gotas de mayo, al que le siguió Fuera del alcance de los niños, también juvenil, y en 1999 publica su primera novela para adultos, Leo en la cama. En ese momento usted tenía treinta y siete años. ¿Es su comienzo en la escritura o es cuando empieza a publicar?

Es mi comienzo en la escritura y también el momento en el que empiezo a publicar. Empecé a escribir tarde. En torno a los treinta y cinco. Lectora empedernida, nunca se me pasó por la imaginación la idea de ser escritora. Desde los ocho o nueve años soñaba con hacerme arqueóloga y excavar en Egipto. Por eso, estudié Geografía e Historia y me especialicé en Historia Antigua, aunque antes de terminar la carrera decidí ponerme a trabajar. Pero al cabo de unos años me quedé en paro y se me ocurrió matricularme de nuevo en la Universidad para hacer un máster de Traducción, aprovechando mis conocimientos de alemán. Cuando de pronto una noche de insomnio surgieron varias páginas que poco después se convirtieron en un libro. Para escribir un solo verso, dice Rilke, es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas. Haber estado con parturientas y agonizantes. Entre muertos. Y tampoco bastan, afirma, los recuerdos. Es preciso poder olvidarlos. Como también tener la gran paciencia de esperar a que vuelvan. Hasta que se hagan sangre en nosotros, mirada y gesto… Cervantes fue un autor tardío. Otros, como Büchner, muerto a los veinticuatro años, o Rimbaud y Pedro Casariego Córdoba, los dos a los treinta y siete, escribieron pronto y dejaron una obra magnífica. En toda profesión, como en la vida, son muchos los caminos que puede uno seguir.

Su pasión por la lectura y su dedicación a la traducción, además de ser su modo de trabajo, han sido sus apoyos para crear un estilo propio. Leer a los otros y traducirlos es una forma de acceder al acto de escribir: ¿sintió que en esas tareas se originaba algo de su propia escritura?

Estoy convencida de que es imposible que alguien que no sienta pasión por la lectura pueda convertirse jamás en un buen escritor. Y tal vez hoy en día haya tanto escritor de pacotilla porque muchas personas creen que basta con tener una historia para lanzarse a escribir y publicar. La de escritor es una de las pocas profesiones en las que no hay que demostrar unos conocimientos previos. Ocurre otro tanto con la de político. A diferencia, por ejemplo, de las de cartero, bombero o arquitecto, en las que el que aspire a dedicarse a cualquiera de ellas debe presentar, entre otras, pruebas de que no es analfabeto. Claro que para escribir tampoco basta con ser un adicto a la lectura.

En cuanto al traductor, es un lector muy especial. Un lector que se ve en la obligación de desmontar el texto que está constantemente releyendo para volver a montarlo en su idioma. Cada una de las piezas. Cada mecanismo. Debe ser un lector muy atento, además de ágil con la pluma. Tal vez esos ejercicios lingüísticos y estilísticos practicados por vez primera durante el máster de Traducción, el sacrificio ímprobo que supone verter una obra ajena a tu propio idioma, me llevaron más allá de los libros de los otros. Así brotaron mis primeras páginas, aunque hacía tiempo que debían de estar ahí, esperando. Agazapadas en algún recodo de la masa gris y blandengue de mi cerebro. Puede que también influyera el hecho de conocer a Pedro Casariego Córdoba. Su poesía y su presencia me marcaron para siempre.


Cuando comenzó a escribir, ¿sabía lo que buscaba?

No. No lo sabía. Pero en cierto modo sí que era consciente de lo que no quería hacer. Lo que no estaba dispuesta a hacer.

Una vez aceptada su condición de escritora, ¿sabe y planifica con antelación los libros que quiere escribir? ¿O son una suerte, en principio, de tentativas?

Aunque sepa uno muy bien lo que quiere escribir y aunque lo planifique concienzudamente y con antelación, cada nuevo libro es siempre una tentativa. Walter Benjamin en «La técnica del escritor en trece tesis», breve e interesantísima sección de Calle de dirección única, asegura que la obra es la mascarilla funeraria de la concepción. Me parece una manera magnífica de reconocer que todo libro no es más que un experimento. En cierto modo, fallido. Como dice José Sáez en una de las primeras páginas de Yo soy El Otro: mi vida es la historia de un fracaso, como la de todo el mundo, y el que crea lo contrario tiene tiempo para darme la razón…

¿Cómo fue la acogida de sus comienzos por parte de las editoriales? ¿Cree que es igual de complicado publicar para una mujer que para un hombre?

La acogida por parte de las editoriales fue muy buena, a pesar de que mi actitud o estrategia para publicar tenía mucho de suicida. Me explico. Lo normal es que un escritor que empieza envíe sus primeros libros al mayor número posible de editoriales, porque, en general, tardan bastante tiempo en contestar y cuando lo hacen la respuesta muchas veces es una carta de rechazo. Sin embargo, maniática y testaruda como soy, a la hora de publicar tanto la primera novela juvenil como la primera para adultos me empeciné en hacerlo en una editorial concreta (en el primer caso, en la colección Espacio Abierto de Anaya; en el segundo, en Espasa Narrativa) y no mandé las novelas más que a esas dos editoriales. Por fortuna, la respuesta en ambos casos fue rápida y muy positiva.

Creo que hoy en día en España es igual de complicado publicar para una mujer que para un hombre. No todas las mujeres podemos publicar. Como tampoco todos los hombres pueden hacerlo. Ni los altos ni los bajos. Ni los flacos ni los gordos. Ni los negros ni los blancos… Hace falta suerte. Y un poco de talento nunca viene mal.


Para crear una buena novela no es suficiente con la elección de un buen tema ni tampoco con el dominio, importante sin duda, de la estructura formal. ¿Qué cree imprescindible para atrapar al lector?

No sé lo que es imprescindible para atrapar al lector. Hay muchos tipos de lectores. No puedo atrapar a todos y tampoco es ése mi objetivo. Mi intención es muy distinta. Quiero que el lector piense. Que se cuestione todo. Cada una de sus ideas. Que eche el freno y ralentice su paso. Que mire el mundo con ojos nuevos. Diferentes. No sólo de los suyos de siempre, sino también de los de la mayoría. No quiero dar la razón al lector, sino despertarlo. Tal vez por eso no llegue a muchos. Porque quizás una gran mayoría lee para sentirse identificado. Para remachar las ideas que ya tiene. Cuando en alguna ocasión me entero de que alguien quedó atrapado entre las páginas de uno de mis libros, pienso que se trata de un milagro. Aunque, en realidad, es el lector el que se deja atrapar. El escritor sólo tiende una red.

Uno de los temas que aparece con cierta frecuencia en su narrativa es el de la identidad. En Yo soy El Otro, José Sáez quiere ser matador y para ello entrena en una escuela de toreros, y es entonces, con dieciocho años, cuando descubre su parecido, como si fueran gemelos, con Manuel Benítez el Cordobés. Desde ese momento vive experiencias que lo llevarán a plantearse quién es y cómo quiere ser. ¿Piensa que la experiencia, junto con la conciencia de los orígenes, conforma la identidad?

La identidad es una ficción. Como bien dice usted, tal vez se alimente tanto de la experiencia como de la conciencia de los orígenes. Creo que es como un agujero negro que lo absorbe todo, sin dar nada a cambio. También estoy convencida de que ante ella casi todos padecemos presbicia. Cuanto más nos acercamos, peor la vemos. En ese desenfoque está la magia de la literatura.