Ésta por supuesto es la parte de su obra menos conocida, la poética, dentro de un corpus donde no hay que olvidar sus valiosos artículos y ensayos, sus traducciones ―de Keats y Poe, sobre todo― y en el que destacan de forma predominante, aparte de Rayuela, sus diversos libros de cuentos. Todo un caudal de imaginación desbordante y valentía creativa que deslumbró en su momento y aún mantiene un gran encanto. Y es que, como dice el narrador nicaragüense Sergio Ramírez en el prólogo a una de las biografías de Cortázar más completas, de Miguel Herráez (Alrevés, 2011), Cortázar se empeñó «en no aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, y sin ninguna clase de escrúpulos y concesiones». Nació así una literatura libre de ataduras, desconcertante en los relatos, compleja en las novelas, y una voz que se hizo solidaria y política, participativa en pos de la paz y la justicia universales.
Este talante de un Cortázar fiel a su creatividad, por un lado, y a sus ideales sociales, por el otro (escribió mucho sobre la situación conflictiva de Cuba y Nicaragua, sobre los regímenes totalitarios hispanoamericanos, y colaboró con el Tribunal Russell en Roma en 1963 para reflexionar sobre las violaciones de los derechos humanos en su continente), se refleja de forma maravillosa en la gran entrevista televisiva que un día de marzo de 1977 le hiciera Joaquín Soler Serrano en su programa A fondo. En ella, aprovechó para aclarar algunos de los detalles más significativos que ya pertenecen a la leyenda: que en las solapas de los libros se repita que nació «accidentalmente» en Bruselas (su familia vivió en Europa unos pocos años antes de regresar a la Argentina, así que no constituyó un mero accidente), cómo el padre abandonó a la familia muy pronto y que su peculiar dicción de las erres era debida a un problema de dislalia y no a su influencia afrancesada.
De este inicial Cortázar se ocupó el director de documentales y escritor Eduardo Montes-Bradley, que en 2005 publicó Cortázar sin barba (Debate): una aproximación a los primeros treinta y siete años del escritor, desde sus antecedentes familiares y su nacimiento en Bruselas en 1914, hasta el momento en que decidió abandonar Buenos Aires para recalar en Europa, en 1951. Un estudio que no satisfizo nuestras expectativas, y no por falta de profundidad y verosimilitud en los datos, sino por unas formas atadas a un muy intencionado desparpajo, por la arriesgada voluntad de hacer humor cuando la situación no daba para ello, y por el deseo del propio autor de convertirse en cierta manera en protagonista, hecho evidente en el epílogo y en varios textos de dos colaboradores que, a modo de desenfadado diálogo, ironizaban acerca de la presente obra aunque acabaran por alabarla.
De esta manera precisamente empieza el libro, con una conversación que pretendía ser divertida pero a la que era difícil encontrarle la gracia. Era un inicio original, desde luego, pero ¿resultaba necesario dentro de este contexto? El autor, entonces, basaba su visión de la figura de Cortázar en la desmitificación. De acuerdo. Sin embargo, insistía de forma desproporcionada en las anécdotas que ya estaban claras en la referida entrevista televisiva. Así las cosas, que el biógrafo nos contara de forma larga y novelesca cómo le robaron la cámara de vídeo en Londres; que hiciera afirmaciones tales como que los pobres se divierten más que los ricos en los viajes transoceánicos dado que así lo refleja la película Titanic, o que un bebé al nacer está demasiado atosigado para preguntar en qué fecha ha venido al mundo; que además «transcriba» lo que pensó exactamente tal persona una vez delante del espejo; que aporte leyendas para después añadir lo único importante: la verdad; que escriba de manera errónea palabras que tan mal se usan últimamente (tema y saga); que repita citas… Todo eso que, de evitarse, hubiera producido un trabajo muy digno, por desgracia, nos alejaba del escrito y no nos quedaba más remedio que, decepcionados, ponerlo en duda.
Con semejante estilo desenfadado, que buscaba arrancar las simpatías y sonrisas del lector, Montes-Bradley abría pues su estudio ironizando acerca de Cortázar sin barba y sus posibles aciertos o desaciertos, aludiendo a los sitios a los que acudió en busca de documentación, donde aparecerá el Cortázar previo a sus deseos de huir de un país que sufría conflictos políticos, el Cortázar que veía en París un exilio humano y literario. Es el Cortázar «larguirucho, carapálida, desgarbado, lampiño» del que habla su amigo y estudioso de su obra Saúl Yurkievich, «antes de portar tupida y desgreñada barba» (véase su introducción a las obras completas que publicó Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg y su libro Julio Cortázar: mundos y modos, Edhasa, 2004). Es el Cortázar, por lo tanto, que escribe los cuentos de La otra orilla y la novela El examen (que se editarán de forma póstuma), de los sonetos de Presencia, del poema dramático Los reyes y de su primer libro de relatos publicado, Bestiario. Es decir, se trata del Cortázar que, siempre tan riguroso, sin prisas, tantea su propio arte y no quiere apresurarse en la publicación de sus textos, al menos hasta ver con claridad que son lo suficientemente buenos para que vean la luz.
Esa será su seña de identidad, todo un ejemplo aún para cualquier escritor: autoexigencia artística máxima, fidelidad a su modo de entender la lectura y la escritura, e incluso la vida; muchas veces todo ello con un toque lúdico, como en sus libros Historias de cronopios y de famas, La vuelta al día en ochenta mundos y Los autonautas de la cosmopista, dado que siempre se mostró alejado de la seriedad académica y tradicional, y de continuo rodeado de la música clásica y, muy especial, del jazz, que adoraba como nadie y de lo que hay un reflejo superlativo en el relato «El perseguidor», inspirado en el saxofonista Charlie Parker. Así, es posible ir descubriendo a Cortázar evitando la fácil cronología de datos y adentrándose en libros que van componiendo su rica personalidad, como Cortázar y los libros. Un paseo por la biblioteca del autor de Rayuela (Fórcola, 2011), de Jesús Marchamalo. Antes, en esa ansia por actualizar siempre al autor y mantenerlo vívido, se había publicado un primer tomo de escritos inéditos, Papeles inesperados (2009) ―poemas, capítulos descartados de novelas, crónicas, etcétera―, al que le seguirían enseguida al año siguiente Cartas a los Jonquières, un conjunto epistolar que reflejaba la vida privada que, a su vez, iluminaba la creativa, el genio de un hombre que hasta en unas misivas guardaba una dimensión humana y artística extraordinaria.
Como el título del poema de Gil de Biedma, las ciento veintisiete cartas que recorrían los años 1950-1983 y que estaban dirigidas al poeta y pintor Eduardo Alberto Jonquières (1918-2000) podrían responder al lema de «Amistad a lo largo». Del tiempo y del espacio, pues Cortázar nunca dejó de contactar con este privilegiado destinatario ―radicado en Buenos Aires junto a su mujer y sus tres hijos― al que confiaba sus planes viajeros más entusiastas, sus problemas económicos y sus impresiones sobre arte, cine y música. Ya fuera desde París, Roma, Ginebra, La Habana o Managua, Cortázar no dejó de preocuparse de su amigo, de compartir con él los asuntos culturales que tanto les hermanaban.
La edición de las cartas vino a cargo de Aurora Bernárdez, viuda y albacea de Cortázar, y del filólogo Carles Álvarez Garriga, quien firmó un prólogo en exceso personal. Hubiera faltado contextualizar más los textos y sus alusiones para seguir la trayectoria cortazariana, pero no importa. La maravilla de sentir la voz directa del autor sobre su traducción de los cuentos de Poe, o la invención de los «cronopios», era impagable. «Al mundo no hay que resistirle, lo que hay que hacer es elegir bien el mundo que uno prefiere y al cual hay que darse; y a ése, ah, a ése hay que darse a fondo, como cuando se nada o se duerme o se quiere», le dice Julio a Eduardo en un gran análisis psicológico, y tal cosa sirve para ahondar en el propio Cortázar: aquel que se entregó a su talento y a los demás, atravesó el espejo de la realidad y es, a nuestros ojos, fantástico para y como siempre.
La correspondencia empezaba en Siena, en la época en que Cortázar preparaba su Keats, observando arte italiano, haciendo una excursión al pueblo donde murió Vincent van Gogh. Y enseguida, y sobre todo, surgía el infinito París, con sus paseos «sin rumbo alguno» por las calles, como previendo los itinerarios de sus personajes de Rayuela, escribiendo cosas como: «Hasta creo que me duele París. Pero son los dolores necesarios», aunque «No creas que estoy triste, ¡París es tan hermoso! Aquí hasta la tristeza se vuelve una actividad estética». A Soler Serrano le confesó que era de los que salía del cine llorando si le había emocionado la película, y a su amigo le decía: «Soy bastante repugnante en mi sentimentalidad». Un Cortázar, en definitiva, sensible ―«Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada»― a lo circundante y a los demás ―«Hay tiempos en que uno tiene que vivir como apretado por el dolor de los demás, y se acaba por perder el sabor del día y las promesas del mañana»―, y hasta en relación con su obra. En este sentido, se mostraba consciente de los errores de su novela El examen, aseguraba sentir una gran paz al acabar Keats tras diez años de trabajo. Y entre conciertos en los que escuchaba con pasión a Schönberg o Stravinsky y la asistencia a conferencias de Malraux y Faulkner, escribía una frase que reflejaba como ninguna otra su punto de vista fantástico: «Veo lo que espera del otro lado de esto que llamamos realidad».
Cortázar pareció encontrar su lugar en el mundo al otro lado del charco, en una combinación de dicha y dispersión de su identidad: «Hasta ahora Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo. Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir». Pero, claro, fue todo lo contrario; él tenía que responder a la llamada artística, libre y espontáneamente, pero con estricta disciplina una vez ya entregado al arranque de creatividad que podía sorprenderle: «Nunca creí en las “misiones” de los escritores, y entiendo que el escritor trabaja por las mismas razones hedónicas que el opiómano enciende la pipa o el violinista toca Bach». Ese ánimo imaginativo y fluido le llevará, el 30 de mayo de 1952, a decir que «me han nacido unos nuevos bichos que se llaman cronopios», que acabarán configurando no sólo uno de sus libros más ingeniosos, sino todo un término con el que se acaba relacionando al propio autor. Un hallazgo genial y surrealista que contrasta con algunas dolorosas reflexiones sobre la juventud solitaria, la muerte de los amigos, la no aceptación del paso del tiempo hasta que, con cuarenta años, dice: «Soy todo lo feliz que soy capaz de ser, y sobre todo la alegría me visita, después de veinte años en que sólo me cedía algunas veces un poco de su gracia».