POR JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

INTRODUCCIÓN

En un artículo publicado en el número 822 de esta revista, hicimos un recorrido por el tema del doble con paradas en el Romanticismo, donde aparece el doppelgänger como sombra inquietante del yo y en algunas otras obras literarias que modulaban el tema. Situábamos el origen de ese doble del individuo, relacionado con la sombra y no con el reflejo (en aquella aparece de algún modo un «otro»), en la leyenda del origen de la pintura y la escultura en la que una muchacha de Corinto, enamorada de un joven que iba a dejar la ciudad, fijó con líneas los contornos de la sombra de su amante sobre la pared y el padre, alfarero, aplicó arcilla sobre el dibujo dotándolo de relieve, e hizo endurecer al fuego esta arcilla.

Acabamos el artículo hablando de otro doble, no ya del individuo sino del género. El yo del que nos hablan Descartes, Locke o Hume, es un yo universal, y su doble, por tanto, es el doble del ser humano, no de esta o de aquella persona. ¿Cuál es ahora la figura de esta sombra donde nos aparece lo otro del hombre? ¿Tiene también el carácter inquietante cuya naturaleza, examinada por Freud, aclarábamos en esas páginas mencionadas? ¿Cuál es la leyenda o mito de referencia en este caso? No es fácil abrirse paso entre la maraña de símbolos cargados de sugerencias acumuladas a lo largo de una historia que los va reinterpretando, pero ofrezco en este artículo un hilo que, si no saca del laberinto como el de Ariadna, al menos pretende conocer mejor sus intrincados caminos.

 

PROMETEO Y PIGMALIÓN

Nos encontramos a este respecto con dos mitos fundacionales: el de Prometeo y el de Pigmalión. Recordémoslos breve y esquemáticamente.

En el mito de Prometeo, éste utiliza arcilla y agua para formar al hombre, pero es Atenea la encargada de insuflarle la vida (o, en otra versión, ciertos elementos divinos errantes). Tomado como referencia, así como el moderno Prometeo, alude a la capacidad humana de hacer a su vez seres humanos o semejantes a ellos. No debemos buscar una simetría perfecta entre mito y aplicación (o aplicaciones, más bien): la repetición de Shelley al subtitular su novela Frankenstein comporta siempre una diferencia. Los émulos de Prometeo parten, cuando se trata de crear seres como nosotros, de la existencia previa de la especie; y además del cuerpo, dotan de vida a su criatura. Eso sí, tanto el titán como sus imitadores recurren a la técnica, ambos dan lugar a una nueva raza que, al menos por su origen, difiere de aquella a la que pertenecen, y todos desafían las potencias divinas. De hecho, la acción más conocida de Prometeo es precisamente el robo del fuego a Zeus para dárselo a los hombres.

El otro mito es el de Pigmalión. Un escultor se enamora de la estatua femenina que su arte ha forjado. Ruega tímidamente a los dioses que sea su esposa y Venus le insufla vida. Ovidio cuenta con lenta precisión y belleza el proceso de transformación de escultura de marfil a ser humano, que se produce, en efecto, a instancias divinas pero con la intervención de los labios y las manos de Pigmalión. Podría objetarse que no se trata en este mito de crear una estirpe, sino un sólo individuo; pero, en la medida en que no hay modelo alguno, en que no se trata del doble de nadie, es pertinente considerarlo como doble del ser humano, aunque con connotaciones distintas al amparado por Prometeo.

 

LA DIFERENCIA

Vemos que, en los dos mitos, la figura resultante, siquiera sea por su origen, difiere de nosotros, aunque se nos parece mucho. Debemos descartar, como hicimos con el doble individual, la interpretación del doble como reflejo, como imitación, como copia inferior de un original que sería el ser humano como tal. Es patente el componente de otredad, de diferencia. La distinción entre ambas nociones, imitación y diferencia, implica todo un campo del pensamiento en el último siglo en el que es imposible aquí poner siquiera un pie. El lector curioso podrá recurrir a lo que se conoce como pensamiento de la diferencia, que tiene en Nietzsche, Heidegger y Deleuze tres hitos decisivos. Pero conviene apuntar aquí cómo Deleuze subraya un pasaje de El sofista de Platón donde éste alerta, no de las copias, sino de los simulacros, esas imágenes que sólo exteriormente imitan el modelo, pues interiormente difieren de él. La alarma está justificada por cuanto ellos amenazan con subvertir el platonismo, basado en la noción de identidad y en la secuencia de modelo y copia; los simulacros, sin embargo, carecen de referencia ejemplar, introducen la diferencia frente a la identidad y, lo que es peor, pueden dar la engañosa impresión de ser correctos imitadores, copias fundadas. Está ahí, in nuce, la inquietud que en el Romanticismo producirá lo familiar que se nos revela a la vez extraño: lo inquietante. Del mismo modo que el Romanticismo descubre en el doppelgänger el doble individual inquietante, también explora el doble general (del ser humano) turbador. Las figuras exteriormente parecidas a nosotros pero con una interior diferencia, suponen una siniestra amenaza. Esa diferencia es, a su vez, diferente. Para empezar, contamos con esos dos mitos fundacionales, el de Prometeo y el de Pigmalión, lo que nos obliga a desdoblar el doble. Y, por tanto, este artículo.

 

PRIMERA TRAYECTORIA QUE A SU VEZ SE BIFURCA: EL AUTÓMATA DE HUMANA FIGURA Y LA CRIATURA DE FRANKENSTEIN

Bajo el mito de Prometeo podemos ver dos líneas que se distinguen en razón de la técnica utilizada. Una de ellas tiene como modelo al autómata, fruto de la mecánica y, recientemente, de la inteligencia artificial (IA). La otra podría encabezarla la criatura de Frankenstein, relacionada con la biología. Esa bifurcación vuelve a unirse en la figura del cyborg.

 

EL AUTÓMATA COMO PRELUDIO

Entendamos por autómata una máquina capaz de realizar autónomamente ciertas tareas. Una parte significativa de esos autómatas imita la forma y los movimientos de seres animados. Es famosa la paloma voladora de Arquitas (sobre el 400 a. C.) o las aves de Herón (I d. C.) que volaban, gorjeaban y bebían. Se cuenta que San Alberto Magno creó uno con forma humana que en Colonia saludaba y abría la puerta a sus visitas. Santo Tomás de Aquino se asustó al verlo y lo destruyó a bastonazos. Siglos después, en el cambio del xviii al xix, un ingenio creado por Wolfgang von Kempelen recorría Europa ataviado como un turco y jugando con éxito (y no importa ahora si fraudulentamente) al ajedrez. De su creador se dice en un número del Journal de beaux arts et de la littérature de 1836: «nuevo Prometeo, había arrebatado el fuego del cielo para animar su obra». Estos artefactos, como los juguetes automáticos que se producían en Nuremberg, tenían un carácter lúdico. Pueden considerarse un homenaje a esta forma de concebir los autómatas los juguetes de J. F. Sebastian en Blade Runner. Contrastan con los androides que aparecen en su vida. Su perfeccionamiento dará lugar, sin abandonar ese carácter lúdico, a su uso laboral. Determinadas tareas, por mecánicas o peligrosas, son asumidas por ellos. La palabra robot significa «trabajo», con la connotación de «trabajo duro». La atmósfera tecnológica en la que ahora respiramos plenamente ha ido configurándose mientras el autómata iba cumpliendo la tarea encomendada más precisa y rápidamente que el ser humano. El Turco de Von Kempelen se convirtió en Deep Blue y Kasparov sustituyó a Philidor. Es verdad que el campo de acción de los autómatas estaba muy circunscrito y que su forma no recordaba siempre a la de un ser humano, pero bastaba unirlos en una sola máquina para que tuviéramos la noción de inteligencia artificial y darle nuestro aspecto (con el que al mismo tiempo estaba fantaseando la literatura y el cine) para que nos topáramos con el problema de nuestro doble. Llamemos a esta figura el androide. El test de Türing (una prueba para ver si una máquina podía hacerse pasar por un ser humano) apuntaba precisamente a ese punto en que copia y original fueran indistinguibles. Veremos luego un último componente que, en diferente medida, integra al androide.

Creo que lo que estos autómatas sugerían a nuestros antepasados no era tanto el doble de nuestra especie como, y esto sólo en ocasiones, la posibilidad de creerse a la altura de Dios creador. Tal vez fuera eso lo que temió Santo Tomás del autómata de San Alberto Magno. Eso y la capacidad de hacer funciones tediosas para el hombre emparentan al autómata y al golem. En el ensayo que a éste ha dedicado José María Herrera en Frontera D señala que un texto judío de la misma época relaciona la técnica con la copia defectuosa frente a la creación, que es propia de la labor divina.

En el Romanticismo se incorpora lo inquietante al autómata. Freud cita en su escrito sobre esta categoría estas palabras del psiquiatra alemán Ernst Anton Jentsch: «Uno de los artificios más infalibles para producir efectos inquietantes en el cuento literario consiste en dejar al lector en la incertidumbre sobre si una figura determinada que tiene ante sí es una persona o un autómata». Hoffmann explora este sentimiento y la figura del doble, poblando sus cuentos de autómatas. Olimpia será una de ellas. Aparece en «El hombre de arena», y el protagonista la confunde con una mujer hasta el punto de enamorarse de ella. Es cierto que Freud cuestiona la importancia de la figura de Olimpia a la hora de despertar el sentimiento de lo inquietante, que le parece más relacionado con el hombre de arena que con la duda sobre la vida o su ausencia en un ser. Sin embargo, el propio Hoffmann parece contradecir al padre del psicoanálisis en otro de sus cuentos, «Los autómatas»:

Me desagradan profundamente esas figuras, todas esas auténticas imágenes de la muerte viva o de la vida muerta, no tanto porque estén construidas a imagen del hombre, cuanto porque imitan como un mono lo humano. Ya de pequeño solía escapar llorando cada vez que me llevaban a un museo de cera, y aun ahora sigo sin poder entrar en un gabinete de esos sin sentir una horrible sensación. […] Y estoy convencido de que la mayoría de los hombres comparten conmigo, aunque no en el elevado grado que en mí domina, esta inquietante sensación, pues se puede comprobar que la mayor parte de la gente que está en un gabinete de figuras de cera habla únicamente en susurros y es muy extraño oír una palabra en alta voz. Y ello no ocurre por respeto a los altos personajes, sino únicamente por la presión de lo inquietante, lo siniestro, que provoca necesariamente ese pianissimo en los espectadores».

 

Es la misma época, no lo olvidemos, del turco ajedrecista que tanto interesó a Poe. Pero Olimpia, como veremos unas líneas más abajo, va más allá y podemos considerarla una androide (o, en rigor, una ginoide).

En cuanto a que la presencia y proliferación de autómatas se perciba como amenaza al poder de los humanos, como la inminente llegada de una realidad ya del todo automatizada y deshumanizada, en la que seamos irrelevantes, si no eliminados, me parece un asunto diferente, aunque viene a sumarse a la inquietud que produce el doble. Tal vez habría que buscar las raíces de este miedo en un fenómeno que aparece también en los años del cambio del siglo xviii a xix: el ludismo, esa lucha contra las máquinas que empezaban entonces a sustituir al hombre en ciertas tareas, como las textiles y las agrícolas, y de la que la tecnofobia actual sería su lejana heredera.

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