EL CASTILLO DE LOS CÁRPATOS

Corre el siglo xix. En 1831, Balzac publica La obra maestra desconocida, en la que se narra la obsesión de un pintor por crear vida en los lienzos. La referencia a los dos mitos que estamos pulsando nos reafirma en la idea de su unión decimonónica: «La antorcha de Prometeo se ha apagado más de una vez entre tus manos y muchos lugares de tu cuadro no han sido tocados por la llama celeste», dice el pintor aludido a otro que lo admira. Y, más adelante, refiriéndose a la obra en que lleva diez años trabajando y cuyo tema es una mujer: «¡Ignoramos cuánto tiempo empleó Pigmalión en hacer la única estatua que haya caminado!».

Saltamos a finales del xix. El mundo ha cambiado. El progreso científico ha logrado que viejos sueños que parecían inalcanzables sean ya realidad. Novedosas máquinas consiguen fijar huidizos instantes, apresar para siempre imágenes y voces. En este momento, el Prometeo va de nuevo al encuentro de Pigmalión.

Julio Verne publica en 1892 El castillo de los Cárpatos. Ambientada en Transilvania, no es un atractivo menor de esta novela el contraste entre el mundo ignaro y supersticioso del pueblo de Werst y los avances técnicos propios del fin de siglo, representados por Orfanik, un ser flaco, pálido, con un parche negro en un ojo, acaso perdido en un experimento físico o químico, y que estaba al servicio del barón de Gortz, dueño del castillo que da título al libro. A través del siglo, Hoffmann y Verne se dan la mano mediante el personaje de un buhonero que al principio de la novela se le presenta a un pastor con un muestrario de termómetros y barómetros. El propio novelista es consciente de la reminiscencia romántica del personaje: «En realidad, estos vendedores de termómetros, barómetros y carracas evocan siempre la idea de seres aparte, con un aspecto que parece salido de un cuento de Hoffman». El pastor le compra un catalejo, que, así como el anterior enfocaba hacia la habitación de Olimpia, éste lo hace hacia el castillo y permite ver la sorprendente presencia de humo.

El inventor Orfanik había conseguido establecer una comunicación telefónica que recogía las voces de los parroquianos de una posada de Werst, sin que éstos se dieran cuenta, y las hacía llegar al castillo; del mismo modo, podía hacer que resonaran en la posada voces que para los tertulianos eran fantasmales. Pero lo que aquí nos interesa es que había recogido mediante fonógrafos la voz de una cantante de ópera admirada por su patrón. Al morir la diva y refugiarse en el castillo, Orfanik añade a la reproducción de la voz la idea de un artificio óptico que permite la aparición, como un holograma, de la cantante. Esa indecisión entre corporeidad e imagen y el hecho mismo de que sea una mujer amada la que haya de cobrar vida nos remiten al mito de Pigmalión, aunque la figura no sea tanto fruto del arte como de la más novedosa técnica prometeica.

LA EVA FUTURA

Aunque publicada unos años antes (1886), Villiers de L’Isle Adam llegará más lejos en La Eva futura. Del mismo modo que la obra R. U. R. (Robots Universales Rossum), de Karel Čapek, populizaría a partir de 1921 el término robot, esta novela hará que se propague el de androide. Se trata de la historia de la creación de una mujer artificial prácticamente indistinguible de una real. El científico, significativamente llamado Edison, logra un cuerpo tecnológicamente tan logrado que la piel se presenta a nuestros dedos con la misma textura que la de alguien vivo. «Digo que es carne artificial. Y me juzgo inimitable en fabricarla tan perfecta y esmeradamente». El motivo para hacer esta Eva es el desengaño amoroso de su amigo Lord Ewald, desesperado por el amor que profesa a Alicia, una mujer de belleza incongruente con su vaciedad interior. Esa oposición entre cuerpo y alma es interpretada por Edison como un intento continuo y estéril por parte del lord de negar la realidad interior de la amada y sustituirla por una ilusión: «Amáis el ser que no existe en ella, en plena persuasión de su ausencia […]. He ahí vuestro amor. Es, como veis, un perpetuo y estéril ensayo de redención».

La labor del científico consiste en replicar el cuerpo de la nula Alicia y concederle un alma a la medida de Lord Ewall: «Quiero probaros que puedo positivamente sacar del légamo de la actual ciencia humana un ser hecho a imagen nuestra, que será para nosotros lo que NOSOTROS SOMOS PARA DIOS».

La cuestión de lo real y lo ficticio se entrevera con este desafío técnico y nos suscita el recuerdo de cómo Natanael, en el cuento de Hoffmann, había llamado autómata a la viva Clara y se había dejado engañar por la artificial Olimpia: «Después, apreciad concienzudamente si la auxiliadora criatura-fantasma que os devuelva el deseo de la vida no es más digna de llamarse HUMANA que el espectro-viviente cuya menguada realidad os ha conducido a apetecer la muerte».

La impresión de realidad y la similitud de la copia serían tales que llegarían a engañar al perro de la propia Alicia. En un momento de euforia, Edison dice a Lord Ewall: «¡Adiós, presunta realidad, vieja engañadora! Os brindo lo ARTIFICIAL y sus incitaciones desconocidas». La conversación amena e inteligente está garantizada por «las condensaciones de vocablos, compuestas por los más duchos en el oficio, que expresan individualmente las sensaciones de la humanidad entera».

Dos fonógrafos de oro, a modo de pulmones, contienen las charlas con ideas de los más grandes poetas, novelistas y metafísicos del siglo: «sustituye una inteligencia por la inteligencia antonomástica». De Prometeo tenemos en primer lugar una técnica que imita el cuerpo humano y la vida con movimientos, gestos y palabras; en segundo lugar, la idea de una estirpe: «[…] de esta nueva criatura electro-humana, de esta EVA FUTURA que, secundada por la GENERACIÓN ARTIFICIAL […], colmará los anhelos de nuestra especie antes de un siglo».

De hecho, el titán es nombrado en la novela, dando a entender, en una mezcla de las dos versiones del mito, la de Prometeo como creador del hombre y la de Prometeo como ladrón del fuego, que la llama robada es la que vivifica lo inerte: «Todos nos llamamos Prometeo sin saberlo y pocos escapan al pico del buitre». Pero aspectos como el amor por la figura resultante o la indefinición entre realidad y ficción remiten al mito de Pigmalión.

 

OBJECIÓN

Quiero salir al paso de una posible objeción. La presencia en ambos casos de un modelo —la cantante de ópera en el primero, la vulgar Alicia en el segundo— podría llevarnos a pensar en el doble personal, tratado en el artículo anterior. Pero la posibilidad de la reproducción en serie de estos seres, merced a la técnica, hace que los incluyamos en el doble del ser humano, no del individuo. Si queremos entender el mundo de los símbolos, en el que todo está en todo, debemos abandonar toda rigidez mental y adaptar el pensamiento a las sinuosidades y las intersecciones que nos vamos encontrando. Así, lejos de desanimarnos al topar con un desajuste, hemos de hacerle sitio e incorporarlo a nuestra hipótesis. Si hacemos eso con el que nos hemos chocado, la existencia de un modelo concreto y determinante en la creación de dos «androides» prometeico-pigmalonianos, veremos que se nos abre un camino que nos hace pensar en el clon. Hay, no obstante, una diferencia fundamental entre ambas criaturas. Contrapongamos un mundo de androides que repliquen personas concretas y un mundo de clones. Ambos son mundos creados por la técnica prometeica, pero mecánico el primero y biológico el segundo. El primero está excluido del mundo de la libertad y la consciencia; no así el segundo. No obstante, hay una tendencia a difuminar esta diferencia, a unir las dos trayectorias de Prometeo, el autómata/androide y la criatura de Frankenstein: piénsese en la figura biotecnológica del cyborg. Y la literatura y el cine, en su exploración de las distopías, han barajado con éxito la idea de la libertad y consciencia de los androides.

 

REAL HUMANS

No conozco nada mejor a este respecto que la serie sueca Real Humans. En ella, se recogen los problemas planteados en una sociedad en la que se convive con robots muy semejantes a los humanos, llamados hubots. La mayoría ejercen como esclavos, heredando, como los replicantes de Blade Runner, una de las funciones del autómata (la otra, hemos visto, era la lúdica), pero hay un grupo rebelde prácticamente indistinguible de nuestra especie. Si el mito de Prometeo está presente en la fabricación de esos androides que constituyen una estirpe y son comercializados en función de las necesidades del comprador, el de Pigmalión aparece en la perfecta simulación de la carne humana y en el amor y deseo que despiertan. Y a modo de clones, en esa intersección del doble genérico e individual, es posible fabricarse un doble personal (idea que estaba en el gracioso cuento de Bradbury, «Marionetas S. A.») que, tras morir, conserve nuestros recuerdos, preferencias y desdenes, de modo que nuestra réplica siga, siempre que nuestra familia quiera encendernos, sentándose a la mesa o ayudando a los nietos con los deberes escolares, hablando con nuestra voz y gesticulando como solíamos hacerlo.

 

EL DESEO

Entresaquemos de lo dicho un aspecto que aclara esa unión de ambos mitos que estamos proponiendo como base del doble genérico. Es el deseo. Es esencial en el mito de Pigmalión el amor que despierta la estatua. Podemos ver indicios de ese mito cuando el doble es capaz de suscitarlo. Así ocurre en El hombre de arena o en las novelas de Verne y de Villiers de L’Isle Adam. En la serie que hemos mencionado, el hijo de la familia protagonista se enamora de la hubot que tienen en casa. El deseo pigmaloniano, que personaliza a Galatea, que la hace única, se dirige a un bello y logrado autómata. Un paso más allá, que se sale de lo humano, es lo que Perniola llama el «sex appeal de lo inorgánico», una de cuyas versiones se refiere a un sentir artificial, al sentir del cyborg, a una sexualidad neutra, a una epojé en la que nuestro cuerpo es percibido como cosa, en la que he salido de mí y «me convierto en la diferencia».

 

EL AVATAR

Terminaré con una última figura que une también ambos mitos, en la medida en que tiene componentes de los personajes metaliterarios mencionados (ámbito de Pigmalión) y de la tecnología cibernética (ámbito prometeico): son los avatares de la realidad virtual. Algunos de ellos pueden suponer esa intersección de doble genérico e individual que hemos visto en los androides personalizados y en los clones. Aquí se renuncia no ya a la carne sino a la materia, y se potencia el carácter de imagen, de fantasma, que se halla en la naturaleza del mito de Pigmalión.

Una última cosa. La unión de ambos mitos corre pareja a la que se produce en las dos acciones que simbolizan: la técnica y la artística. La unicidad de la obra artística que vemos en la Galatea de Pigmalión se rompe con «la reproductibilidad técnica» (Benjamin) o con las serigrafías de Warhol, acercándonos así a la serialidad emparentada con Prometeo. Del mismo modo, arte y tecnología están mezclados en el diseño gráfico o en el arte digital. Al fin y al cabo, Hefesto, el dios de las obras técnicas, era también, como Pigmalión, escultor.

 

CONCLUSIÓN

Como hemos podido ver, el mundo de los símbolos está lleno de mezclas y alusiones. El doble del ser humano ha sido entrevisto como fruto de una técnica mecánica (autómata) o biológica (la criatura de Frankenstein), o bien como producto del arte (personajes que cobran autoconsciencia y permiten explorar el terreno de la ficción y sus relaciones con la realidad). Pero donde ha aparecido de un modo explícito ha sido en la mirada que hemos lanzado al futuro. Como ocurre siempre, tal mirada dice más de nuestros anhelos, esperanzas y miedos de hoy que del propio porvenir. Las figuras en que se ha encarnado ese doble han sido las de los androides y las de los avatares. En ellas, Prometeo se ha unido a Pigmalión. Las diferentes versiones de unos y otros acentuarán más al titán (pesará entonces más la técnica y la multiplicidad) o al escultor chipriota (se incidirá así en el arte, en el deseo, en el carácter de imagen y fantasma o en el de la carnalidad, y en la personalidad individual), pero se podrán ver siempre, en diferentes combinaciones, elementos de ambos. Y a veces el androide o el avatar será un simulacro de una persona concreta, con lo que tendremos un doble individual hecho en serie, como en el caso de los clones. El lugar de intersección entre el doble personal que vimos en el artículo anterior y el doble genérico en el que nos hemos movido en éste.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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