LA CRIATURA DE FRANKENSTEIN

Si releemos la novela de Mary Shelley, Frankenstein, de cuya publicación se cumplieron en 2018 doscientos años, nos aparece explícitamente su carácter romántico y prometeico. Los vastos y ariscos paisajes, que hacen pensar inmediatamente en Caspar David Friedrich y en la idea del paisaje como estado del alma, las pasiones violentas y desgarradas, la profunda soledad del monstruo, y hasta la primera persona en que tres personajes distintos se encastran uno dentro de otro (la historia la cuenta en sus cartas un tal Walton, que da la palabra a Victor Frankenstein, quien a su vez se la da en un momento dado a la criatura), componen una atmósfera netamente romántica. En cuanto a lo prometeico, además del explícito subtítulo (el moderno Prometeo), vemos que el monstruo no es fruto del arte, sino de la ciencia: «la filosofía natural y en especial la química […] se convirtieron en mi única ocupación», «había decidido dedicarme preferentemente a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadas a la fisiología». Una ciencia que observa («Vi cómo […] los prodigios del ojo y del cerebro eran la herencia del gusano») y que, fiel a su esencia (la ciencia moderna tiene una clara vocación técnica) se aplica («comencé la creación de un ser humano»). Otras referencias corroboran esta adscripción al mito prometeico: se habla de «infundir vida en la materia inerte» o «animar el barro inerte». Hago notar que el moderno Prometeo es ahora encargado de insuflar la vida, no sólo de hacer la figura que recibirá la animación. Así mismo, el monstruo estaba destinado a ser el primer ser de toda una raza: «Una nueva especie me bendeciría como a su creador».

El carácter inquietante del monstruo es patente. «A muchos seres humanos les parece ominoso en grado supremo lo que se relaciona de manera íntima con la muerte, con cadáveres y con el retorno de los muertos, con espíritus y aparecidos», se dice en el tratado de Freud. Y Victor Frankenstein confiesa: «Recogía huesos de los osarios; y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana». Un año después, Géricault exponía en el Salón de París La balsa de la Medusa, para la que había observado con atención la carne de agonizantes y muertos. El gigantismo de la criatura (fruto de la decisión del científico de manejar órganos de mayor tamaño, por mor de la rapidez) y su fealdad completan esa familiaridad con algo que, sin embargo, nos es extraño.

Ahora bien, la criatura no es un autómata, sino un ser carnal de cuya vida, sentimientos, consciencia y libertad no hay duda. Su soledad le lleva a desear una compañera, lo que supone la entrada de otro afluente a esta historia, el Génesis bíblico. Le exige a su creador que le dé una Eva, dado que los hombres, con los que conviviría a gusto, lo rechazan por su fealdad. El científico se niega, con lo que será la única criatura que salga de sus manos. En ese momento se nos aparece la situación como una inversión del mito de Pigmalión. La criatura ha cobrado vida, sí, pero lejos de suscitar amor a su creador, le produce repugnancia y odio. «El drama de Frankenstein es que se trata de un científico afortunado, pero un artista fracasado», dice José Luis Molinuevo en Humanismo y nuevas tecnologías. Buen Prometeo, mal Pigmalión. Ambos mitos siempre se están mirando.

 

SEGUNDA TRAYECTORIA: GALATEA

Cuando uno se sumerge en el mito de Pigmalión, se encuentra con algunas sorpresas. Clemente de Alejandría dice que Pigmalión se enamoró de una estatua de Afrodita desnuda y se unió a ella. El protagonista es aquí un rey y no un escultor, y la estatua se encuentra ya hecha. Esta versión, proveniente de Philostephanos (iii a.C.), es modificada sensiblemente por Ovidio. Aunque éste no dice que Pigmalión sea un escultor de profesión, la estatua la hace él para proteger su celibato y le sale una obra maestra que, paradójicamente, despierta su libido. Venus le otorga la vida. Stoichita, que en Simulacros ha seguido la trayectoria de este mito en la cultura occidental, dice que la animación es producto de la mimesis, el eros y la pietas.

Tal y como la tradición lo ha interpretado, en el mito de Pigmalión es fundamental el arte, el deseo y la vida carnal (la transformación de marfil o de otro material en carne es objeto de agudas descripciones literarias o pictóricas). Sin embargo, y siendo esencial a los mitos su modificación y sus readaptaciones, no es necesario que se dé todo a la vez. Creo que, en el tema que nos ocupa, su importancia se encuentra una vez que, como veremos a continuación, se una al de Prometeo. Sin embargo, por sí solo produce ya una versión del doble genérico que estamos persiguiendo. Me refiero a los personajes que adquieren un aire fantasmal y hasta inquietante en la línea literaria que, partiendo de Unamuno y Pirandello, llega hasta Kundera. Esos entes, ni seres humanos ni seres ficticios a la antigua usanza, han nacido de la reflexión que el arte ha hecho sobre sí mismo en el último siglo. Que estamos bajo el amparo del mito de Pigmalión puede corroborarse si atendemos a cómo Agamben, hablándonos de Le roman de la rose, destaca la importancia de la imagen en el mito de Pigmalión y en el de Narciso. La Edad Media, en la que se inscribe esa obra, destacó el elemento visual y reinterpretó la transgresión de Narciso, como vimos en el anterior artículo, no tanto como un enamoramiento de sí mismo como de un enamoramiento de una imagen, de un fantasma. Ese carácter fantasmático vinculado a Galatea es el pertinente para internarnos en ese camino que abre la literatura del siglo xx y que lleva a la metaliteratura.

 

CUANDO PROMETEO SE ENCONTRÓ CON PIGMALIÓN

OLIMPIA

Recapitulemos. Por un lado, la técnica (Prometeo); por el otro, el arte (Pigmalión). Por un lado, la mecánica, el mundo de los relojes (véase El libro del reloj de arena de Jünger), la precisión, la puesta en marcha de toda una clase de seres. Por el otro, la carne, el amor, el afán de que el otro viva, la creación de un individuo.

A lo largo del siglo xviii, Pigmalión se había paseado triunfante y gozoso. Desde que en 1700 se representara el ballet El triunfo de las artes, los lienzos de Raoux y Ricci, la ópera-ballet en un acto de Rameau, el grupo de mármol del escultor Falconet o la pieza de teatro de Rousseau sobre el tema habían jalonado un siglo en el que el mito era metáfora de la capacidad creativa humana.

Prometeo, sin embargo, abre con angustia y remordimiento el siglo xix, como hemos visto al hablar de Frankenstein. Un último Pigmalión, sin embargo, se va exponer en el salón del Louvre un año después de la publicación de la novela de Shelley. Se trata del cuadro Pigmalión enamorado de su estatua, de Girodet. Llama la atención la ausencia de contacto entre las figuras, lo que ha llevado a interpretar esta obra como «una especulación metafísica en torno al magnetismo y la electricidad» (Stoichita). El arte (Pigmalión) está lanzando una llamada a la técnica (Prometeo).

Prometeo había respondido apenas un par de años antes del lienzo. Hemos aludido a esta respuesta. Se trata de Olimpia, la autómata del cuento de Hoffmann «El hombre de arena».

Natanael tiene trágicos recuerdos infantiles. Algunas noches visitaba a su padre un siniestro personaje. El pequeño no podía verlo, pues su madre lo mandaba a la cama bajo la expresión «viene ya el hombre de la arena», que alude al sueño que llega. Pero el aya le dará otra versión: se trata de un hombre malvado que arroja arena a los ojos de los niños que no quieren ir a la cama, hasta que saltan sangrando de sus órbitas. En una ocasión, se escondió para ver al hombre misterioso y descubrió que era Coppelius, un abogado repugnante que a veces era invitado a almorzar. Será, para él, el hombre de arena. El padre muere en una explosión una noche de visita de Coppelius, quien desaparece sin dejar rastro.

Con el tiempo y siendo estudiante en otra ciudad, Natanael cree reconocerlo en un italiano llamado Coppola que le ofrece unos barómetros y al que compra finalmente un catalejo (conviene anotar mentalmente ambos detalles), con el que espía a la hija de su profesor Spalanzani. Es Olimpia, y llega a bailar con ella en una fiesta organizada por el profesor. Se enamora locamente, a pesar de que apenas la vemos decir más que unos «ay… ay» o un «buenas noches» —o, más bien, gracias a ello, pues estamos en el Romanticismo y el yo se proyecta mejor en el otro si éste no ofrece resistencia—. Olimpia es un autómata creado por Spalanzani al que Coppola ha puesto los ojos, pero Natanael no repara en pistas, como cierta rigidez en su forma de andar y en su postura. En un momento dado, sorprenderá a los dos «padres» de la muñeca peleándose por ella: el óptico se llevará el cuerpo sin los ojos, que Spalanzani arroja al pecho del estudiante, quien sufre un ataque de locura. La historia sigue, pero para nosotros basta.

Como vemos, el cuento recoge la tradición de los autómatas, pero salta a la vista un componente pigmaloniano. El protagonista se enamora de la figura. En esta variante no es el creador, sino uno de sus estudiantes, el enamorado de la creación. El amor viene dado en un contexto de dudosa salud mental y de búsqueda de un alma gemela que lo comprenda. Contrasta el amor por la autómata con las palabras que, en un momento de indignación, le lanza a Clara, con la que se había prometido antes de ir a estudiar a la ciudad donde conocerá a Spalanzani: «¡Ah, maldita autómata sin vida!». La belleza del rostro de Olimpia, su mirada cuando él le hablaba y sus suspiros sedujeron locamente a Natanael. Pero hay dos momentos que autorizan plenamente a hablar de Pigmalión en este cuento. En ellos, la muñeca parece cobrar vida ante el tacto y el beso del estudiante. Merece la pena releerlos. El primero dice:

La mano de Olimpia estaba fría como el hielo. Natanael se sintió recorrido por un alud glacial. Miró fijamente a los ojos de Olimpia, que le respondieron llenos de amor y anhelo. Y en ese mismo momento pareció que comenzara a latir el pulso en la fría mano y a correr la sangre por sus venas.

 

El segundo es éste:

[…] se inclinó hacia su boca, y sus labios ardientes se encontraron con los de Olimpia, fríos como el hielo.

Igual que cuando rozó la mano helada de Olimpia, se estremeció de horror y le vino a la mente la leyenda de la novia muerta. Pero Olimpia lo estrechó fuertemente contra sí y, con el beso, sus labios parecieron adquirir calor y vida.

 

Si miramos el texto de Ovidio en el que se nos cuenta el mito de Pigmalión, nos encontramos con dos textos en los que mano y boca intervienen del mismo modo. El paralelismo con los de Hoffmann es sorprendente. En el primero la estatua todavía está inerte: «A menudo, acerca a la obra sus manos que intentan comprobar si aquello es marfil, y todavía no confiesa que sea marfil. Le da besos y piensa que se los devuelve». En el segundo se describe el proceso en el que cobra vida: «Cuando regresó, buscó aquél la estatua de su amada y, recostándose en el lecho, la besó; le pareció que estaba tibia; acerca de nuevo la boca, también palpa el pecho con sus manos: el marfil palpado se reblandece y, perdiendo su rigidez, se amolda a los dedos y cede […] laten las venas al contacto con el pulgar».

 

Tenemos, pues, un producto creado mediante la técnica (Prometeo) pero con la individualización y la belleza del arte, y que es capaz de suscitar el amor, no en su creador, pero sí en el de un joven estudiante (Pigmalión). El carácter de imagen ficticia, de fantasma, también propio de Pigmalión, no es desdeñable en el cuento y tiene que ver con la fantasía patológica del protagonista. Quizá para subrayar este elemento, justo después de las palabras que hemos citado en las que Natanael besa a Olimpia, el narrador añade:

El profesor Spalanzani caminaba lentamente por el salón vacío. Sus pasos resonaban huecamente y su figura, rodeada de trémulas sombras, tenía un aspecto gris y fantasmal.

 

Claudio Magris ha señalado el «tono espectral y pavoroso» de este pasaje, que en el original alemán suena tremendamente sombrío.

En definitiva, lo que hace que el autómata, que hasta entonces había sido considerado carente de vida y de espíritu, sea ahora un ser con características personales y que plantee el problema de su modo de existir, es la entrada del mito de Pigmalión en el mito de Prometeo.

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