El primer artículo de un hipotético manifiesto humanista podría rezar así: «Para estudiar la vida no podemos desmontarla, para estudiar la vida es necesario ejercerla, profundizar en la vivencia». La razón es muy simple: si desmontamos la vida acabamos estudiando elementos sin vida y la vida misma se nos escurre de las manos. El estudio de la vida requiere la vida entera y no mutilada.
Con la mente pasa algo parecido. Para estudiar la mente tampoco sirve desmontarla. Por la sencilla razón de que la mente, por carecer de partes, es precisamente aquello que no se puede desmontar. Y si se desmonta deja de funcionar: de ahí la enajenación, de ahí la depresión y otras formas de la mente fragmentada. La mente se la conoce poniéndola a trabajar, meditando, imaginando, recordando, empatizando.
Las neurociencias actuales tienden a identificar la mente con el cerebro, aunque no han faltado pensadores que ha protestado contra esa identificación. Bergson consideraba el cerebro como el lugar de inserción del espíritu en la materia, pero no como el espíritu mismo o la misma mente. De hecho, Bergson llegó a afirmar algo que hoy resultaría escandaloso: los recuerdos no se guardaban en el cerebro porque los recuerdos eran inmateriales y no necesitaban de un cajón material donde ubicarse. De ahí que considerara, como algunos filósofos antiguos, que un conocimiento más exhaustivo del comportamiento neuronal no conduciría a una mejor comprensión de la mente.
Hay quienes trabajan sobre la mente y quienes trabajan sobre el cerebro. Hay quienes identifican estos dos términos y quienes los distinguen. Hablaremos de estos últimos, pero para ello tendremos que hablar también de los primeros. El paradigma dominante hoy en las neurociencias identifica la mente con el cerebro (y tras los descubrimientos recientes de redes neuronales en los intestinos y en el corazón, esa identificación debería extenderse al cuerpo o a partes del mismo). La identificación o distinción del cuerpo y la mente es quizá el problema más antiguo de la historia del pensamiento. De hecho, podría decirse que no hay filosofía que no lo haya abordado de un modo explícito o implícito. Una cuestión que algunos sabios de la antigüedad consideraban irresoluble (entre ellos Buda y probablemente Sócrates).
La costumbre de desmontar las cosas para ver cómo funcionan viene, como casi todo en el mundo del pensamiento, de una metáfora. Se trata, lo habrán adivinado, de la metáfora del reloj, de la imagen del universo como mecanismo. Colectivamente, seguimos siendo ese niño que desmonta su trenecito para ver cómo funciona. Un planteamiento que podría llamarse, siguiendo a Skolimowsky, el «yoga de la objetividad» y cuyo origen podemos situar en Descartes (con antecedentes en Leucipo y Demócrito). Llevamos tres siglos practicando ese yoga.
Tres ideas han contribuido al éxito del yoga de la objetividad, sobre el que se erige la cosmovisión moderna. Estas ideas han sido parcialmente desmentidas por la física cuántica y por la teoría de la relatividad (los imperios siempre se desmoronan desde dentro), pero siguen estando perfectamente vigentes y gozan de excelente salud. La primera de ellas la formuló Francis Bacon. El canciller, refiriéndose a los griegos, dejó escrito que eso de la contemplación de la naturaleza estaba muy bien, pero que sería mejor poder sacar algo de ella, ponerla a nuestro servicio. Desde entonces es costumbre observar para manipular, desmontamos la vida, desangramos ratones, perforamos montañas, talamos bosques y la naturaleza se percibe como una mina que explotar.
La segunda idea fundamental de la modernidad europea pertenece a Galileo. Para predecir y anticipar escenarios no hay nada más útil que las matemáticas (mediante ellas el platonismo se introduce en la física). Luego, y esta es la genialidad del pisano, habrá que concluir que las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza. Obsérvese la argucia. Se da por sentada la explotación de lo natural y se presentan las matemáticas como si fueran algo «neutro», algo que no tiene que ver con nuestros deseos de anticipación o explotación. Las matemáticas no son algo nuestro, sino de ella, de la naturaleza.
Y las matemáticas resultan tan poderosas que el mundo las acaba creyendo. Pero hoy sabemos que la vida no habla ese lenguaje y tampoco el de la geometría (en esto Spinoza se equivocó). La vida no es una ciencia exacta, procede más o menos chapuceramente, según la estrategia del punto gordo. La vida, con frecuencia, si quiere avanzar, tiene que retroceder, retorcerse y aventurarse para salir adelante. La matemática es ideal, la vida no, la vida es concreta, unas veces trágica, otras deforme, irregular o desproporcionada.
La tercera idea no fue exactamente una idea, sino una hipótesis, y se la debemos a otro genio, Isaac Newton. La introdujo en el escolio a la proposición viii de los Principia. El espacio y el tiempo absolutos, una tabla fiable de medir, una regla que garantiza la estabilidad de lo cuantitativo. Luego vendría Kant, que incorporaría estas concepciones a su teoría del conocimiento, y posteriormente Darwin. Y serán los discípulos de éste último los que conviertan al observador (tan importante en la cuántica y la relatividad) en un invitado tardío y accidental en la fiesta de la evolución.
Con esas premisas se construyó la revolución científica y la ciencia usurpó el lugar que anteriormente ocupaba el discurso sobre lo divino. El mundo construido desde arriba de la Antigüedad daba paso al mundo construido desde debajo de la Modernidad. La inducción lógica, ese movimiento que va de lo particular a lo general, sustituía a la deducción lógica, tan grata a los escolásticos, que hacían derivar todas las propiedades del mundo de las perfecciones divinas. Pero durante el pasado siglo hemos sido testigos del colapso del realismo metafísico. Nos ha ayudado la relatividad general y el modelo estándar de la teoría cuántica, pero también algunos filósofos y sociólogos de la ciencia (Popper, Barnes, Feyerabend, Kuhn). Los historiadores sociales de la ciencia han insistido, sin mucho éxito, en que la filiación a un paradigma compartido (el yoga de la objetividad del que hemos hablado) es un prerrequisito para la actividad científica normal, y en que no hay una Ciencia, mayúscula y única, sino muchas ciencias, muchos lenguajes de observación, muchas epistemologías enfrentadas. Unas dominan sobre otras. Mientras, algunos humanistas se preguntan si es indispensable para el trabajo de las ciencias limitar la causalidad a la causalidad física, a las interacciones, colisiones y movimientos de partículas o átomos. La razón es simple, el modelo erigido por la física se ha impuesto a las demás ciencias, no sólo a las humanidades o la filosofía, sino también a la biología o las neurociencias.
El dogma cientifista puede describirse como esa concepción, ingenua pero rentable, publicitada por los propios científicos, según la cual la ciencia es Una y comparte un mismo método y una misma epistemología. Una concepción que historiadores y filósofos de la ciencia llevan décadas desmintiendo. Popper mostró que no existe eso que llamamos «método científico»; Feyerabend que las ciencias eran epistemológicamente anárquicas. Einstein reconocía que el científico no podía ser demasiado estricto en la construcción de su mundo conceptual (mediante la adhesión a un sistema epistemológico), por lo que «tiene que aparecer ante el epistemólogo sistemático como un oportunista poco escrupuloso». Es cierto que las ciencias están hechas de experimentos, hipótesis, ecuaciones, cálculos y largos debates. Pero también lo es que no es difícil encontrar en ellas dogmatismo, afán de poder, intereses enfrentados que poco tienen que ver con la naturaleza de lo real, estrategias retóricas para el logro de financiación, verdades a medias capaces de convencer a los políticos, votos de obediencia (a cambio de cátedras) e imposiciones de silencio.
En este sentido, Feyerabend acierta al considerar las ciencias más una colección de historias que un modelo epistemológico propiamente dicho. El historiador de la ciencia debe aproximarse a esas historias con el cariño de un novelista por sus personajes, con atención a los detalles y a todo aquello que queda fuera de los mecanismos de producción científica (el artículo, el libro o la conferencia). El público siempre puede elegir lo que se ajusta a su temperamento, ya sea por su educación, cultura o sensibilidad. Thomas Kuhn fue un poco más allá y mostró que en las ciencias tampoco hay un proceso acumulativo de conocimiento (ni una popperiana aproximación a la verdad) simplemente porque hay muchas ciencias que hablan distintos lenguajes. Las ciencias siguen bajo la maldición de Babel. No pueden tocar al cielo porque no se entienden. Ello no es óbice para que cada una de ellas alcance sus propias metas y sea capaz de refinar sus propios lenguajes de observación, sus modos de sobredeterminación teórica de los experimentos, que le permitan elaborar su propia «construcción mental» de la realidad, su particular disciplina en el yoga de la objetividad. Cada ciencia construye su objeto. Pero si pudiéramos ponerlos juntos en un museo, veríamos hasta qué punto resultan inconmensurables.
La cosmología contemporánea sigue siendo la gran suministradora de mitos. Lo único que ha cambiado es que los relatos que elabora no se consideran mitos. Esa literalidad dogmática constituye el peligro del cientifismo. La estrategia no es nueva, ha sido utilizada por los discursos hegemónicos de todas las épocas: los bárbaros hablan mediante alegorías o metáforas, mientras los civilizados sustentan la literalidad. Esa es la magia del laboratorio.
El pensamiento sobre la ciencia nos ha dejado un regalo envenenado: la tarea de reexaminar el concepto tradicional de verdad. La teoría de la verdad como correspondencia, como algo que está «ahí fuera», se ha desmoronado. La verdad es algo que construimos, algo en lo que participamos. No podemos quedarnos fuera de la ecuación. Ya no es posible hablar de «aproximación a la verdad», no es posible saber si nuestras descripciones de la realidad son en última instancia verdaderas o meras aproximaciones. Hay dificultades de visión, «somos montañeros metidos en un banco de niebla tan denso que no es posible ver el camino. Incluso si estuviéramos en la cumbre, no lo sabríamos, pues podría haber otra cumbre más alta cubierta por la niebla» (Skolimowsky), pero fundamentalmente porque esa verdad que buscamos es siempre una verdad participada. En el paradigma dominante es el resultado de la «construcción de la objetividad» sobre la que se erige la ciencia moderna; pero podría ser otra, una verdad para la vida, una verdad que no descarte la vivencia como mero ruido de la subjetividad.