Conocí a Carmen Jodra Davó en 2005, cuando entré como becaria en la Residencia de Estudiantes. Su presencia imponía porque había ganado el Premio Hiperión con solo dieciocho años en una época en la que la juventud no era un valor tan cotizado y, por tanto, banalizado (y menos en poesía). No es que no concurriera (el Hiperión se da a menores de treinta y cinco años, y antes que Jodra lo había ganado Luisa Castro con diecinueve años, por ejemplo), ni que la estrategia no perfilase ya un camino, pero todavía se trataba de excepciones. El reconocimiento temprano acarreaba, por tanto, un prestigio y un peso que, si no era el de la canonización prematura e inmediata, se le parecía. Esa enorme pesadez —pesadumbre— se alimentaba del mundo de la poesía española de aquella época, un nido de águilas donde las peleas por las migajas de poder eran feroces, y que tenían como excusa la división que reinó a lo largo de los años noventa entre poesía de la experiencia y poesía metafísica. La división olía ya a naftalina (¿qué sentido tenía confrontar modelos poéticos que no eran incompatibles entre sí?), y Las moras agraces, que se publicó precisamente en 1999, puede leerse hoy, y aunque el libro no lo pretendiera, como un carpetazo a una absurda disyuntiva al situarse ya en otra onda. El poemario recibió los parabienes de la crítica. Se vertieron sobre ella alabanzas como que se trataba «del nacimiento de una de las voces más sólidas de la poesía del siglo XXI» (Jesús Castaño) o que «Quizá sólo Rafael Alberti y Miguel Hernández mostraron ya desde sus comienzos un tan prodigioso virtuosismo verbal, semejante capacidad de mímesis. Pocas veces se habrá encontrado el lector con un libro tan sorprendente» (José Luis García Martín). Desparpajo, insolencia, sinceridad, perfección clásica, rupturismo, osadía o encanto fueron algunos de los muchos elogios que cosechó. Elena Medel, que reeditó en 2020 el célebre poemario en La Bella Varsovia, lo valoraba, dos décadas después de su aparición, del siguiente modo: «La lectura de Las moras agraces despierta varios asombros, y me gustaría hablar de “aportaciones”, en plural: la manera brillante en la que afronta la tradición, y no la asume desde el mimetismo sino que la incorpora de una forma tan viva como personal; la madurez con la que se enfrenta al desencanto, en ese retrato de la adolescencia escrito desde la adolescencia misma; la inteligencia con la que maneja recursos como el del humor, tan difícil sin caer en el pastiche o el fingimiento, o incorpora el culturalismo a un discurso en el que la literatura pesa lo mismo que la vida. Entiendo que Las moras agraces transitó por una vía de la poesía española que entonces, a finales de los años noventa, no gozaba de la misma visibilidad que otras propuestas estéticas; esa vía ella la renovó y la actualizó, de manera tan simbólica, en el cambio de siglo».
Carmen Jodra Davó se convirtió, sin pretenderlo, en la poeta de su generación y en una pequeña celebridad cuando todavía no era más que una estudiante de Filología Clásica. Fue una ambición enorme y, al mismo tiempo, modesta, la que le hizo presentarse al premio, pues no deseaba fama (la logró y enseguida la rehuyó), sino que le confirmaran que era buena. Si el poemario entusiasmó a muchos se debió, como señalaba Medel, a su manera de conjugar dos elementos difíciles: de un lado, un profundo conocimiento de la poesía clásica grecolatina y española (los poemas, además de referencias que evidencian un amplísimo bagaje lector, están escritos usando sonetos y décimas), y del otro, el presente de una muchacha que estrenaba la vida desde ese sentir al borde del abismo que se tiene en la mocedad, aunque matizado por un tono autoirónico y satírico que rebaja la intensidad de las pasiones y el fervor del descubrimiento, y que apunta a un hondo desengaño que se exacerbará luego en su segunda obra, Rincones sucios. Jodra Davó usa técnicas rigurosas sin sonar acartonada, antigua ni petulante, y preguntada por el camino escogido, ella siempre respondió que le divertía y que, sobre todo, aquella era la literatura que leía desde niña. Su oído estaba educado en ese tipo de verso. «Hoy sigo sin oír el verso libre, no me sale hacerlo, lo he intentado. No me gusta tanto cuando lo leo porque no es en lo que mi oído se formó. Yo quiero el sonido perfecto y los acentos en su sitio y todo eso. Y sí, creo que empecé a escribir así porque sencillamente era lo que había empezado a leer. Quizás si hubiera leído verso libre, si en la biblioteca de mi casa hubiera habido verso libre, pues habría empezado a escribir en verso libre. No hay nada mejor que un buen soneto, es maravilloso», afirmó en el programa Tertulias Poéticas de Canal Norte Televisión. Homero, Safo, Góngora, Quevedo, Wilde, Rimbaud o Baudelaire son referencias explícitas y, como ella misma contaba, le debe su vocación a la lectura, a los doce años, de la célebre biografía novelada del poeta persa Omar Khayyam escrita por Harold Lamb, lo que a su vez le llevó a sus cuartetas. Estas le impresionaron tanto que se dijo: yo voy a hacer lo mismo.
Las moras agraces está dividido en tres partes: «Apuntes de la biblioteca», «Época negra» y «La vida real y otros poemas», y en todas ellas encontramos conclusiones reveladoras, de una extraña madurez. Ya desde «Apuntes de la biblioteca», el lector se topa con referencias cultas: el duelo de Aquiles por Patroclo, Afrodita, Psique, Eros, el mito de Leda y el cisne, todo ello para hablar del amor, de sus identidades y transgresiones, hasta desembocar en «Época oscura», título elocuente para señalar una exploración de las sombras: así los poemas rotulados como «Ciclo satánico» que culminan en «Nada». El pecado, la tentación, los placeres, el hastío, el desengaño, el dolor, la autodestrucción. El deseo de muerte se perfila aquí como uno de los temas principales del poemario. En «La vida real y otros poemas», Tánatos se despliega en un paisaje más cotidiano: un profesor que pregunta por un alumno que ha muerto, el deseo de ser rentista (donde se equipara el dinero y la muerte), el decimosexto cumpleaños de una adolescente virgen y abstemia que se declara vieja.
La edición de La Bella Varsovia incluye un conjunto de décimas coetáneas al poemario que permanecían inéditas. Rotuladas como Hecatombe, y ganadoras del II Premio de Poesía «María Dolores Mañas», inciden en la pasión amorosa primeriza. Elena Medel decidió incluirlas en esta nueva edición porque se leen como un bloque y son «unas décimas perfectas, cuyos versos fluyen con naturalidad —no se esfuerza por encajar rimas y sílabas: domina la música y conoce el lenguaje, de manera que todo sucede—, y en los que aparecen las referencias artísticas, una vez más la obsesión por la belleza, la conciencia de la edad y del tiempo».
Rincones sucios, su segundo poemario, permaneció durante demasiados años inencontrable. Ganó el accésit del XIX Premio «Joaquín Benito de Lucas» y lo publicó el Ayuntamiento de Talavera de la Reina en 2004, en su colección Melibea, centrada en sus premios literarios. Las ediciones de los ayuntamientos son muy limitadas, rara vez cuentan con distribución y visibilidad, y Rincones sucios apenas fue leído y reseñado. Sí lo hizo Luis García Martín en El Cultural, destacando que «confirma la intuición de que nos hallamos ante una poeta de verdad, no ante los fuegos fatuos de un virtuosismo adolescente que se esfuma con la llegada de la madurez», y también que contiene «unos pocos espléndidos poemas. Los suficientes», en los que alcanza «la más difícil maestría: la que abjura de su maestría». Descrito como «un libro asustado» en la contracubierta, la mayor parte de los lectores de la poeta madrileña hemos podido disfrutar de Rincones sucios gracias a la reedición llevada a cabo en La Bella Varsovia en 2011 (es entonces cuando Medel se convierte en su editora).
La temática de este segundo poemario ahonda en el desaliento vital hacia el que ya se lanzaba en Las moras agraces, pero aquí la experiencia es más amarga, la decepción está consumada («Sobre mi vieja huella voy hollado, / y desgasto el camino conocido, / y donde dije amor digo silencio, / para no alcanzar nunca lo que pido»), el retrato —del mundo y de sí misma— es directo, sin el tamiz culturalista, y a pesar de ello está cuajado de iluminaciones. «Vivo juzgando la belleza humana, / hábil y pobre cual platero pobre», dice, y también: «Tengo amor a esa niña recelosa, / solitaria, tan tímida y tan sosa. / Piedad y amor, la niña tonta, / tan parecida a mí cuando era niña». Las moras agraces empezaba con Aquiles en un tono dramático y épico; aquí también es el héroe de la guerra de Troya quien abre el poemario, pero la voz poética ya no se encarna en este personaje, pues la identificación se torna ya imposible: «Es tan fácil hablar sobre uno mismo: / uno es el héroe de su propia historia, / se convierte en gran héroe con tan solo / unas pocas palabras escogidas. / Uno llega a creerse más que Aquiles, / pero afuera en el mundo no hay palabras».
Solía llevar encima una libreta, vestía de negro y a menudo de largo, cual dama victoriana. Estaba escribiendo una novela de fantasía, lo que no era raro en alguien cuyo imaginario estaba habitado por la mitología: los dioses, en un mundo laico y obcecadamente materialista, solo viven en la ficción (Siruela publicará esta novela de Carmen, titulada La prueba de los reyes, en el primer semestre de 2024)
El libro doce es su último poemario, y fue publicado póstumamente en 2021, dos años después de su temprana muerte el 24 de julio de 2019 por un cáncer, con tan solo treinta y ocho años. Venía precedido por un larguísimo silencio de casi dos décadas (muchos nos preguntábamos si acaso había dejado de escribir). En todo ese tiempo, la autora se había sacado unas oposiciones para ser bibliotecaria, profesión que ejerció primero en la Universidad Politécnica y luego en la Biblioteca Pública Luis Rosales, apartándose voluntariamente del mundo literario, en cuyos cenáculos jamás se sintió cómoda. Sin embargo, a pesar de las apariencias, sí había seguido escribiendo, como demuestra El libro doce, cuyo primer borrador fue entregado en 2018 por la poeta a su editora según cuenta la propia Elena Medel en una nota final. «La enfermedad interrumpió el proceso de reescritura y corrección, por lo que esta obra tiene mucho de libro (im)posible», y sin embargo, añado yo, esplendoroso, pues aunque el libro hubiese sido ligeramente distinto si Carmen Jodra Davó hubiera podido corregirlo hasta el final, se trata de un poemario soberbio tal y como está (de entre los tres, es mi favorito). En él vuelve a sus temas de siempre (la belleza tan tangible como inalcanzable, el amor) desde una visión adulta, sosegada, más amplia y experimentada. Incluso la ironía, en la que tantas veces se sitúa la voz poética en sus anteriores poemas, se da aquí de lado para acoger una perspectiva más generosa y abierta, una grandeza en la mirada: «de pronto, si renuncias / a la ironía, un brillo de esperanza en las cosas: / si renuncias / al recelo, podemos casi ver / una orgía pandémica de abrazo universal».
El libro doce es una referencia al libro XII de la Antología palatina, los poemas de amor efébico que cantaban las relaciones, aceptadas en la Grecia que va del periodo clásico al bizantino, entre adolescentes de buena familia y varones adultos y bien posicionados. Este marco da pie a unos poemas que celebran la belleza de ese territorio indefinido que es la pubertad, encarnación de un ideal que trasciende los cuerpos al no tratarse solo de una pulsión erótica, sino de lo que está contenido en esa condición efímera del efebo. En el tránsito de niño a hombre todas las posibilidades permanecen abiertas, incluida la de ir más allá de la humana condición. Por momentos, los versos no parecen cánticos a meros muchachos, sino a dioses. «No es un niño y no es un hombre. / Todavía es esto otro, / volátil. Que nos permita / mirarlo mientras es esto. / Cuando levanto los ojos / ya no está. ¿Cuándo se ha ido? / No lo hemos visto irse». Y también «¿qué diremos, sino lo más sencillo / que se puede decir de la hermosura?: que puso en el mundo / un destello de luz de lo divino, para los que mirábamos». El dominio formal, que la poeta siempre tuvo, da aquí sus mejores frutos, alcanzando ese tipo de perfección donde lo más difícil parece fácil. Rimbaud decía: «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», y eso es lo que encontramos en El libro doce: una esencialidad que solo está al alcance de los grandes poetas.
Preguntada sobre la percepción actual de la obra de Carmen Jodra Davó, Elena Medel, que es quien mejor conoce su repercusión, afirma que «pesan dos hechos: su decisión de apartarse de la vida pública —por así decirlo— para centrarse en lo que le hacía feliz, que era leer y escribir, además de su trabajo como bibliotecaria, y por tanto rechazar invitaciones para participar en antologías, revistas —le espantaba el mercadeo con poemas inéditos— y actividades; y todos los años en los que Las moras agraces ha permanecido agotado. Esto dificultó el acceso a su obra, al menos al que era su libro más popular, de ahí que muchos poetas y muchas poetas de la generación más joven apenas sepan de ella más que su nombre, y apenas conozcan de ella más que una imagen absolutamente distorsionada: no la imagen de la Carmen que fue en realidad, una mujer adulta que tomó sus propias decisiones y construyó una obra rigurosa por el placer de escribir sin más —que no es poca cosa: debería ser lo principal—, y sí la ficción idealizada sobre Carmen que han transmitido de nuevo algunos artículos y comentarios a raíz de su muerte, una Carmen a la que infantilizan y romantizan y transforman en víctima».
Terminaré este artículo con algunos recuerdos, pues no fue solo una poeta fabulosa lo que perdimos, sino también, y para quienes tuvimos la suerte de conocerla, una persona peculiarísima, excepcional en todos los sentidos. «Si Carmen Jodra está aquí, es que este es un buen sitio», cuenta siempre la politóloga y escritora Nere Basabe que pensó durante la entrevista para la concesión de la beca de la Residencia de Estudiantes cuando vio a la poeta, que entonces tenía veintitrés años y llevaba uno viviendo allí. Yo me la encontraba muchos días en el desayuno leyendo en voz alta los titulares de los periódicos más tendenciosos y amarillistas para burlarse de esa manera en que ella lo hacía, siempre inteligente, irónica y sacándole el jugo al absurdo de algunas noticias —al absurdo, en verdad, de la existencia—. Solía llevar encima una libreta, vestía de negro y a menudo de largo, cual dama victoriana. Estaba escribiendo una novela de fantasía, lo que no era raro en alguien cuyo imaginario estaba habitado por la mitología: los dioses, en un mundo laico y obcecadamente materialista, solo viven en la ficción (Siruela publicará esta novela de Carmen, titulada La prueba de los reyes, en el primer semestre de 2024). Junto con Sofía Rhei, organizaba las mejores fiestas de Halloween, y ahí brillaba, no tanto por la fiesta sino por la abertura y transgresión de todo carnaval, donde se ensanchan, o al menos lo parece, los límites de lo posible. Jodra Davó tenía una gran capacidad para ver la belleza del mundo, que, para escándalo humano, se nutre del sinsentido («Todo ángel es terrible», escribió Rilke), y que por ello requiere fuerza. El poeta y crítico Juan Marqués, que también fue becario en la residencia, escribió tras su muerte un acertadísimo retrato en The Objective donde afirma que «era facilísimo hacerla reír y, cuando lo hacía, lo hacía con todo el cuerpo, a largas carcajadas, plenamente feliz. Ausente, sí, pero absolutamente amable. Huidiza, desde luego, pero cariñosa. (…) Era, probablemente, una persona algo triste o, mejor, entristecida, melancólica, pero también se la veía a menudo muy contenta, satisfecha con su solitaria forma de pasarlo bien, y tendía a lo risueño cuando, eso sí, se veía forzada a participar del grupo».
La última vez que vi a Carmen fue en la Biblioteca Pública Luis Rosales, donde ella trabajaba. Yo tenía que dar una charla; la encargada me dijo: Creo que conoces a Carmen Jodra, y me señaló la parte infantil de la biblioteca. Carmen movía unas marionetas delante de unos niños. No sé qué cuento les contaba porque no podía escucharla, pero nada me pareció más natural que topármela poniéndole voz a un muñeco para encandilar a unos chiquillos, y que su lugar de trabajo fuera aquella hermosísima biblioteca, en lo alto de Carabanchel, que parece suspendida sobre Madrid gracias a unos inmensos ventanales desde los que se ve buena parte de la ciudad. Carmen estaba allí como una centinela, no en un lugar oscuro sino abierto al cielo, a la claridad. Tomamos unas cañas al terminar ella la función de marionetas y yo la charla. Me contó que vivía en el ensanche de Vallecas, que está rodeado de carreteras, tiene cerca el basurero de Valdemingómez y parece una continuación del paisaje desesperante y yermo, de yesos, sobre el que se levanta. Sin embargo Carmen, que había entrenado su mirada para la belleza, no resentía nada de eso. El sitio le gustaba porque entraba la luz a raudales. Conducía un coqueto Fiat 500 y en él desapareció, fulgurante: una lechuza nocturna, blanca y sabia.
Mientras finalizo estas líneas, leo varias veces el Anexo IV de El libro doce, poema incluido a petición de María del Carmen Davó, considerado el último que escribió la autora, cuando ya sabía que iba a morirse. Se trata de una aceptación llena de gratitud. Está fechado el 10 de junio de 2019, y dice así: «SENTIR EL VIENTO, LA LLUVIA. Dar el tiempo por sentido, / a veces con esa angustia, a veces con esa indiferencia. / Hemos salido a la calle… Hemos visto, / sufrido, sentido lo que había para nosotros. / Lo damos por sentido y hasta por bueno. Y / ahora que se acerca al final, / eso que parecía que no iba a ocurrir nunca, / hay una aceptación, una resignación, que es serenidad. / Hemos tenido el sol, la lluvia. Eran regalos. / Los hemos recibido. Se ha cumplido. Está bien. / Aún hay sol y viento, un poco más que queda todavía / hasta que nos vayamos, ya sin aquella / angustia ni aquella indiferencia, / sino serenos, porque lo tuvimos todo, se nos dio todo y lo tomamos».