POR MIGUEL DURÁN DÍAZ-TEJEIRO

Darío Villanueva (Villalba, Lugo, 1950) es catedrático emérito de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Santiago y desde 2008 ocupa la letra D en la Real Academia Española. En homenaje a su jubilación, la Universidad de Santiago publica ahora su autobiografía intelectual, De los trabajos y los días, destinada a presentar «asuntos que a todos nos conciernen, y no solo a las personas de mi generación, sino también a las más jóvenes», como son sus teorías sobre el realismo literario, el proyecto de la plataforma lingüística digital Enclave RAE y la institucionalización de los estudios literarios comparatistas en España.

Junto a la faceta de filólogo, el libro perfila también la de un extraordinario gestor, «dos talentos poco frecuentes», según me cuenta su hermano, el novelista Xosé Manuel Villanueva. Fue rector de la Universidad de Santiago, donde con mandíbula de cristal enfrentó la burocratización del organismo, y capitaneó la Real Academia Española en los años más críticos para la institución. En 2014, tras ser designado director de la RAE, el crítico Francisco Rico dijo de él haberlo visto «crecer en prestigio y multiplicarse en saberes, hasta alcanzar una personalidad propia […], sobre la base constante del humanismo clásico: la creencia en el valor formativo de la literatura y en su carácter insustituible para darnos la capacidad expresiva lingüística, que nos hace libres, cuando menos, de espíritu. Buen punto y buen día para la Academia».

A pesar de las circunstancias actuales, Darío Villanueva no ha dejado de acudir a su despacho en la facultad compostelana de Filología, donde recibe a sus estudiantes de posgrado. Su doctoranda Tahereh Arabsaeidi (Irán) lo define como un profesor extremadamente generoso, paciente y atento a las necesidades de los alumnos. Autor de prólogos y reseñas que ya exceden el medio millar, entre sus obras destacan Estructura y tiempo reducido en la novela (1977), El polen de las ideas (1991), Teorías del realismo literario (1992), Trayectoria de la novela hispanoamericana actual (1991), La poética de la lectura en Quevedo (1995), Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca (2008), Lo que Borges enseñó a Cervantes (2016) y El Quijote antes del cinema: filmoliteratura (2020). En marzo publica Morderse la lengua.

 

Profesor invitado en más de cincuenta países, dos ocasiones rector, exdirector de la RAE, asesor cinematográfico, editor y secretario en distintas instituciones culturales; sostenía el ensayista mexicano Carlos Monsiváis que la autobiografía consiste en contar a algunos que se ha sido alguien. A lo largo de estos años, ¿quién ha sido Darío Villanueva?

Ante todo, un filólogo afortunado. Desde que empecé a trabajar en la universidad, hace cuarenta y ocho años, mi pasión por la literatura ha desempeñado un papel fundamental en mi vida. Me ha permitido estar en contacto con los alumnos, entablar amistad con gente de distintas partes del mundo y ejercer la misma profesión que mi mujer, Ermitas Penas. De modo que trabajo, amistad y familia han formado una piña.

 

El título De los trabajos y los días alude a una de las obras magnas del poeta Hesíodo. Usted se licenció en Filología Románica pese a la negativa de sus padres.

Fue sobre todo mi padre, magistrado, quien se llevó una gran decepción. Su deseo era que yo siguiera la carrera de Derecho. En los sesenta, Filosofía y Letras se consideraba una carrera que no permitía llegar a nada importante, incapaz de resolver la vida económica. Había incluso una actitud machista por la cual se decía que valía para las mujeres, pero no para los hombres. Sin embargo, mi padre no me sometió a ninguna presión para que yo cambiara mi tendencia.

 

¿Alcanzó a leer sus textos?

Los libros que publicaba siempre se los regalaba a ambos, y cuando murieron me hice cargo de su biblioteca. He comprobado que los ejemplares que les daba presentan signos de haber sido leídos por ellos.

 

A diferencia de otros filólogos, usted no ha publicado obra de ficción. ¿A qué cree que obedece su rechazo a la creación?

Yo lo veo todo como un proceso natural. Es cierto que en la época juvenil redacté algunos escritos e incluso algún relato fue premiado en certámenes universitarios. Sin embargo, nunca tuve la idea vocacional de ser escritor: yo era fundamentalmente un lector. Leía y admiraba a los escritores, y hacía esto como una expresión más de mi inclinación hacia la literatura. Desde muy joven me prendió el interés por comprender el fondo y el trasfondo de la lengua y la literatura. Este interés, que no es otro que la filología, se acabó convirtiendo en algo tan exigente que me absorbió por completo.

 

Para Carlos Fuentes, había obras críticas que podían situarse al mismo nivel que la obra literaria, pero no así para George Steiner.

Mi idea es que la creación está en un nivel superior a la crítica, pues, como indica la propia palabra en griego, poiesis, crear significa construir de la nada. Por su parte, la crítica actúa como exégesis de una obra que existe. Pero con eso no quiero decir que no haya obras críticas que sean superiores a muchas obras literarias. Hay textos de ficción excelsos, pero también hay otros perfectamente prescindibles.

 

¿Publicamos demasiados libros?

Atravesamos el final de una época de siglos de creación, de forma que, como sostenía Gabriel Zaid, vivimos abrumados por la gran cantidad de escritura que hay sobre nosotros. En consecuencia, se ha exacerbado la posliteratura. Esta no es literatura en su sentido pleno, pues, como afirmaba Machado, la poesía es «palabra esencial en el tiempo», mientras que aquella, una vez se publica, desaparece por completo.

 

Niega que el filólogo sea producto de un proceso deliberado. No obstante, en Curso de la literatura comparada, usted afirma que existen factores determinantes en la vocación del comparatista.

Un comparatista no es el que quiere, sino el que puede. Claude Pichois citaba entre aquellos un bilingüismo congénito, estudios en el extranjero y una familia cosmopolita. George Steiner y Claudio Guillén son un caso muy ilustrativo de este paradigma. El primero nació en Viena en una familia judía y, a causa del nazismo, realizó un periplo intenso iniciado en París hasta ocupar sus cátedras en Oxford y Ginebra.  Por su parte, Claudio Guillén, nació en París, hijo de una dama francesa de estirpe judía y del poeta Jorge Guillén, y terminó ocupando la dirección del departamento de Literatura Comparada de Harvard.

 

¿Es la herencia religiosa un factor igualmente determinante?

El valor cultural de la religión es muy importante. T. S. Eliot, uno de los grandes inspiradores de la Literatura Comparada, relaciona en todos sus ensayos el acopio cultural de las religiones con la creación literaria. Por otra parte, no conozco a ningún agnóstico más obsesionado por Dios que un judío. Es decir, que tanto Bloom como Steiner, que se declaran agnósticos, rezuman no solo una fraseología sino también una metodología hermenéutica inspirada en el judaísmo. Ellos pertenecen, como aquellos que nos educamos en el cristianismo, a la religión del libro. Bloom defiende que la obra máxima es la Biblia y que luego hay una segunda que es la obra de Shakespeare: la Biblia laica. Esta cultura del libro marca extraordinariamente la interpretación del texto, habida cuenta incluso de la evolución representada por el laicismo, que fue fundamental.

 

Claudio Guillén situaba al comparatista en un lugar medio entre lo local y lo universal, y explicaba que su función consistía en detectar la tensión entre ambos polos, construyendo lazos, pero sin tomar partido. ¿En qué consiste la literatura comparada cincuenta años después?

Hace unos años, 2015, publiqué en inglés, junto con Haun Saussy y César Domínguez, un libro que aludía a esa pregunta y que en español se tradujo como: Lo que Borges enseñó a Cervantes. De acuerdo con nuestro planteamiento, los estudios comparatistas están basados en la idea de comparar una literatura con otras, así como con otras artes, de manera que de este análisis sobresalgan las particularidades que existen entre culturas distintas al mismo tiempo que aflora una suerte de universalidad de la naturaleza humana, más allá de las diferencias de nacionalidad, raza, género o religión.

 

Siendo presidente de la Asociación Española de Teoría de la Literatura, consiguió que el Consejo de Universidades creara el área de conocimiento Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Lo logró en un momento en que en Estados Unidos se proclamaba la desaparición de esta disciplina y la universidad española se burocratizaba.

Las dificultades internas del sistema universitario son siempre subsanables y se solucionan con decisión, ideas claras y apoyos. Y yo he tenido la suerte de disponer de ellos. Es cierto que en los últimos años se da una enorme burocratización que amenaza con apoderarse de la docencia y la investigación. No es coincidencia que, cuando fui rector de la Universidad de Santiago, una de las cosas que procuré resolver fue aquello. Paralelamente, ocurría un fenómeno inquietante y que se ha extendido sobre todo desde la universidad norteamericana, y es que en unos departamentos donde hubo grandes pensadores de la literatura, otros profesores en nombre del posestructuralismo, el multiculturalismo y el poscolonialismo comenzaron desde los años ochenta a negar el valor objetivo y universal de los grandes textos literarios. A base de decir que el texto no remite a ninguna realidad ni posee una significación estable, acabaron por desmotivar a los administradores universitarios a la hora incluso de aportar recursos económicos a nuestras materias. Si los propios profesores de literatura pretenden deconstruirla, entonces, ¿para qué invertir dinero en ella?

 

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