POR FARI ROSARIO
INTRODUCCIÓN

El poeta dijo: «Hay un país en el mundo, colocado en el mismo trayecto del sol». Se refería a la República Dominicana que, aunque tiene las mismas montañas y las mismas playas, su composición social y cultural dista mucho del país que quiso pintar y representar Pedro Mir (1913-2000) en su celebrada obra Hay un país en mundo (1949). Es un país que, en los últimos cincuenta años, ha padecido grandes transformaciones que son visibles en el ámbito económico, industrial, tecnológico, urbano, político y cultural. La novela dominicana de los últimos veinte y cinco años, tema central de este ensayo, no sólo ha pretendido conquistar el reconocimiento a escala internacional, sino que muestra el mapa de esas transformaciones colectivas de décadas tejidas mediante el sacudimiento del imaginario colectivo de los dominicanos. Esta novelística tiene como núcleo varias preocupaciones temáticas que dan cuenta de esas transformaciones, a saber: la construcción de la subjetividad tanto individual como colectiva, la expansión de los espacios urbanos y marginales, la restauración de la utopía social y nacional, la quiebra de la esperanza y la fe en el proyecto de nación.

La transformación ha calado en todas las esferas de la nación. Según afirma el historiador Moya Pons en su libro El gran cambio (1963-2013), el país pasó de una economía centrada en la exportación de productos primarios —en la que el azúcar era el producto principal y más demandado— a una economía diversificada, que es la que prevalece en la actualidad (p. 283). Estas profundas transformaciones sociales y económicas han conllevado, como es natural, a que los habitantes «adopten nuevos modos de vida, nuevos valores y costumbres» (p. 277).

Hubo un momento en que la República Dominicana pasó de ser el «el secreto mejor guardado» (según lo enunciado en un viejo flyer de promoción turística) a un lugar trillado y preferido como destino vacacional. Esta apertura se produce, justamente, a partir del año 2000 y los primeros años del siglo xxi. La clave: el turismo. El crítico dominicano Néstor Rodríguez se refiere a este fenómeno en estos términos:

El New York Times del 28 de octubre de 2006 incluye un extenso artículo sobre el turismo en Santo Domingo: «The Dominican Republic Offers a New Place in the Sun». El escrito trata de la pujante industria turística que en 2004 desplazó a Puerto Rico como destino predilecto del visitante norteamericano en el Caribe. El turismo dominicano empezó a despuntar en los años ochenta gracias a los incentivos contributivos que el gobierno optó por ofrecer a los inversionistas (2009, p. 45).

 

LA TRANSFORMACIÓN DE SANTO DOMINGO

La transformación demográfica se aprecia en todas las provincias del país, pero en especial en la capital de la nación, es decir, en Santo Domingo. Aquí es posible apreciar, más que en cualquier otro lugar, la celeridad, la expansión de los proyectos de urbanización y la diversidad de plazas comerciales. El crecimiento poblacional ha sido olímpico; para que se tenga una idea, en 1970 la capital del país tenía unos cuatrocientos mil habitantes, mientras que hoy (2020) tiene cerca de cinco millones, lo que «la convierte en la mayor ciudad de toda la cuenca del Caribe» (Moya Pons, p. 325). En general, el país exhibe transformaciones en varios sectores importantes, incluyendo la educación superior; también muestra un continuo y progresivo desarrollo económico, «sin embargo, el país todavía exhibe niveles de pobreza que no van acordes con riqueza que genera su economía» (Moya Pons, p. 310).

Aun con sus deudas históricas, educativas, sociales y culturales, la República Dominicana es un país que «ha comenzado a suscitar un creciente interés en los estudios académicos», según sostienen los profesores López y Matute Castro (2013, p. 329). Este crecimiento quizás se debe a que el país cuenta con una producción cultural rica y diversa, digna de valorarse y estudiarse dentro y fuera de la isla. Esta producción concierne a la bachata, al béisbol como fenómeno de recreación y económico, la gastronomía, el merengue, la literatura y, de modo particular, la novela dominicana de los últimos treinta años.

Es paradójico, pero vale la pena subrayarlo: a mitad de la década de los noventa (siglo xx), es cuando el país comienza a disfrutar de los nuevos aires de democracia y logra la consolidación de las instituciones asociadas a la vida nacional y la redefinición del programa cultural y su ámbito de ejecución. Cabe recordar que en 1997 se crea mediante decreto el Consejo Presidencial de Cultura, pero es en el año 2000 cuando se crea el Ministerio de Cultura. Ante este escenario y en estos años, irrumpen las nuevas expresiones populares que redimensionarán nuestro imaginario y todas las manifestaciones artísticas, pero, en especial, la del merengue, como expresión autóctona y paradigmática. Hablo de esa música pegajosa de Juan Luis Guerra y su álbum Areíto (1992); en esos años se consolida también la bachata —un ritmo que combina sentimiento, el amargue y la vellonera— y se afianza la imagen del país como productor de peloteros de altísimo rendimiento: son los años de Vladimir Guerrero y un lanzador inigualable: Pedro Martínez. A finales de los noventa, por igual, comienza la proyección de la literatura dominicana a través de los escritores de la diáspora residentes en los Estados Unidos. En esos años se publicó En el tiempo de las mariposas de Julia Álvarez (1994), mientras que Junot Díaz publicaría sus Negocios en 1998. Digamos que eso era lo que ocurría en el lado de allá, mientras que aquí, epicentro de los huracanes y las sacudidas del espíritu, se publica un texto revelador: Bachata del ángel caído (1998), de Pedro Antonio Valdez.

 

CONTEXTOS, ANDAMIOS Y ESPALDARAZOS

La novela dominicana es un género tardío, fluctuante y escindido, y su evolución ha sido muy lenta y parsimoniosa, lo que se debe a múltiples factores históricos, políticos, educativos, editoriales e ideológicos. No olvidemos, además, que la novela es el género más crítico de la sociedad, de las clases sociales dominantes y de la estructura sociocultural de una nación. Durante la dictadura, que implantó Rafael L. Trujillo, floreció la poesía como género literario, pero no la novela. Es comprensible: una expresión crítica y plural, como la novela, no podía germinar ni consolidarse en una sociedad que vivía bajo la represión y el látigo de semejante tiranía, de ese sueño horroroso que duró treinta y un años.

El apogeo de la novela dominicana —y su impronta de madurez— será apreciable en las dos últimas décadas del siglo xx, por lo que a todas luces es un producto tardío y que se ha cuajado en medio de interrupciones e intermitencias. De acuerdo con Avelino Stanley, de 1980 a 2009, el género no sólo crece significativamente en cuanto a lo cuantitativo y lo cualitativo, sino que, además, expande sus fronteras más allá del Distrito Nacional. Afirma que «entre enero de 1980 y agosto de 2009 (apenas treinta años) en la República Dominicana se publicaron cuatrocientas treinta y ocho novelas […]. Se trata de un aumento cuantitativo totalmente vertiginoso. ¡El país pasó de un promedio de menos de dos novelas por año a una media de casi quince obras de este género por año!» (2009, p. 35).

De hecho, en la década de los ochenta —cuando ya el fenómeno del boom latinoamericano estaba de capa caída y en trance— es cuando por vez primera una novela dominicana alcanza un premio internacional. Hablo de Solo cenizas hallarás (bolero) de Pedro Vergés, publicada en España y que obtuvo dos galardones importantes: el Premio Vicente Blasco Ibañez, en 1980, y el Premio Internacional de la Crítica Española, en 1981. Casi treinta años después, en pleno siglo xxi, la novela dominicana vuelve a conquistar tres medallas relevantes, pues en el 2004, La mosca soldado, del prolífico y perseverante escritor Veloz Maggiolo, obtiene el Premio Casa de las Américas; en 2008, Junot Díaz obtiene el Premio Pulitzer por la novela La breve y maravillosa vida de Óscar Wao; y recientemente, en el 2019, La mucama de Omicunlé, la magistral novela de Rita Indiana Hernández obtiene el Gran Premio de Literatura, otorgado por la Asociación de Escritores del Caribe.

A partir del panorama expuesto en párrafos anteriores, el propósito de este ensayo es situar y comentar las variaciones temáticas visibles en un amplio corpus de textos que muestran la naturaleza y las tendencias de la novelística de República Dominicana de los últimos veinte y cinco años. He identificado cuatro corpus que aglutinan, a mi juicio, la voluntad escritural, las tendencias y características de varios autores con discursos y estilos diversos y con distintas concepciones del mundo y de la literatura. Con la salvedad de que un texto literario puede contener una composición temática mixta, es decir, formar parte de dos corpus temáticos al mismo tiempo. La producción novelística de estos años puede reunirse en estos corpus:

    1. Los problemas sociopolíticos de la República Dominicana.
    2. La configuración de la subjetividad (individual y colectiva) de los dominicanos.
    3. La escritura metaliteraria y la metanovela.
    4. Haití y la presencia de los haitianos en la novela dominicana.

 

LOS PROBLEMAS SOCIOPOLÍTICOS DE LA REPÚBLICA DOMINICANA

La República Dominicana, según afirma el escritor Edgardo Rodríguez Juliá, es una nación calcinada por la historia. Esa metáfora extendida cifra la lucha agónica y mortal que ha vivido la nación contra el virus que la corroe desde su nacimiento, a la vez que revela el fuego que la quema por dentro como pequeña flama que devora un árbol viejo y seco: la tiranía. Es un país que, desde su fundación, ha padecido todo tipo de violencia, los embates y azotes continuos de la tiranía y del caudillismo. De ahí que la novela testimonial (concebida como recuento del pasado) es, según afirma Di Pietro, una de las tendencias naturales de los novelistas dominicanos (2019, p. 124). Ese tipo de novela aborda los conflictos bélicos que ha vivido el país, es especial, habría que subrayar la primera y segunda intervención de los Estados Unidos, la guerra de abril (1965), entre otros hechos históricos y traumáticos. En esta línea, destacan algunas novelas claves: La vida no tiene nombre (1965), de Veloz Maggiolo; Balance de tres (2002), de Manuel Salvador Gautier; Cáceres Plasencia. El último gavillero (2015), de Joel Rivera; y El camino de los hombres (2019), de Mella Chavier.

El país ha padecido diversas tiranías, pero la más amarga y traumática fue la tiranía de Rafal L. Trujillo, ya que es la que más huellas negativas ha dejado en el imaginario dominicano y en la conciencia de los dominicanos. De hecho, este período histórico es el preferido de los novelistas y el trujillato es el fantasma que subyuga la conciencia de éstos, por lo que resulta ser un tema muy trillado, a sabiendas de que los escritores dominicanos han buscado diversas formas de narrarlo (Larsen, 1988), según lo sostenido por Ana Gallego Cuinas (2005) en su tesis doctoral.

La represión y la negación de la libertad son las manchas que empañan no sólo la democracia, sino también todos los rincones del país según lo dibujado en el terreno de la ficción. Estas situaciones adversas ciñen la trama de la novela Residuos de sombras (1995), de Rafael Peralta Romero. La tiranía ensombrece el espacio de lo público, pero también se transforma en gramática desestabilizada, que irrumpe y reprime la subjetividad y trastoca la identidad personal y pública, tal como se revela en Una rosa en el quinto infierno (2001), de William Mejía, así como de la novela El hombre del acordeón (Siruela, 2003), de Marcio Veloz Maggiolo. La rivalidad ideológica, que es una emanación de la tiranía, ha dado pie al resentimiento, a la lucha sin cuartel, entre los líderes políticos, como se escenifica en A la sombra del campeche (2013), novela de Federico Jóvine Bermúdez.

La reina de Santomé, de Piña-Contreras (2018), tiene como protagonista a un niño de trece años (Guillú) quien, ya adulto y con conciencia plena del devenir histórico, narra los acontecimientos desde que Trujillo toma el poder, en 1930, hasta 1955, año que el «solemne benefactor» decide celebrar la Feria de la Paz.

En El plan Trujillo (2004), de Marino Beriguete, la dictadura se revela como una maquinaria, abyecta y cruel, que no sólo revierte la identidad y el sentido de las cosas, sino que se burla de la misma muerte. La muerte también se torna un simulacro de los espejos sombríos del poder y sus juegos. Esta misma atmósfera de máscaras y desdoblamientos está presente en la trama de la novela Johnny Abbes García: ¡vivo, suelto y sin expediente! (2019), del poeta e historiador Tony Raful. Este siniestro personaje era el asesino preferido de Trujillo, su verdugo de confianza y el hombre que nunca le fallaba. En la historia contada, Abbes, de noventa y cuatro años, según confiesa el narrador, está vivo y suelto… deambula por el condado de Broward, Miami, y varias personas (entre ellas Gloria Ceballos) testifican haberlo visto.