POR JOSÉ MARÍA HERRERA
El giro (kehre) marxista

A finales de los años cincuenta, cuatro siglos después de que Agostino Steuco proclamase la superioridad del tomismo sobre cualquier otro sistema de pensamiento, Jean Paul Sartre afirmó que la doctrina de Marx constituía «el horizonte supremo de nuestra época». Tomismo y marxismo tienen bastante poco en común –omitamos el hecho de que lo más parecido a un escolástico sea un intelectual comprometido–, pero comparten un dogma fundamental: el de que pensar es reducir la realidad a ciertos principios, sus principios, y que fuera de ellos no hay verdad que valga la pena tomar en cuenta.

Identificar las bases conceptuales de la doctrina que uno profesa con el horizonte espiritual de la propia época (no digamos con el de cualquier época, o sea, con el Espíritu Santo) es lo que suelen hacer quienes pretenden dominarla antes que comprenderla. Marx, para quien saber es poder, reprochaba precisamente por este motivo a Hegel, el pensador que dio por definitivamente concluida la búsqueda que los griegos denominaron «filosofía», haberse quedado en el momento especulativo del pensar. No basta con entender la realidad, decía, hay también que transformarla. La adhesión a este principio fue conocida en el siglo xx como «compromiso». El compromiso gozó de enorme predicamento entre los intelectuales progresistas, aunque hoy sabemos que lo que se compromete con él es, mayormente, la lucidez. Sartre es el ejemplo paradigmático: enajenado por la dialéctica, el opio de los intelectuales, cayó en un estrepitoso ridículo al negarse a reconocer las evidencias que demostraban la inhumanidad del régimen de Stalin y equiparar sus crímenes con las injusticias del sistema liberal. El sectarismo de que hizo gala recuerda al de los tribunales eclesiásticos empeñados en defender el geocentrismo de los ataques de la nueva ciencia. No es extraño, por eso, que poco después de aquella grotesca afirmación suya, sus amigos marxistas, desbordados por la Historia que suponían conocer mejor que nadie, empezaran a avergonzarse de serlo y a sentir la necesidad de corregir sus puntos de vista.

Del rico surtido de posibilidades que ofrecía en los años sesenta el mercado espiritual de Occidente, los renovadores marxistas escogieron para actualizarse el estructuralismo, un sistema nacido en el inofensivo campo de la lingüística y transportado después, con algunas correcciones, al de las ciencias sociales. Gracias a su influencia, comprendieron dos cosas decisivas: que la realidad no es esa cosa estable y sustantiva en la que cree el sentido común, y que la forma en que los hombres experimentan la Historia resulta tan decisiva como las leyes universales que la explican. Marx, que era un materialista a la vieja usanza, estaba convencido de que la realidad existe (la realidad física de los cuerpos y la realidad histórica de la estructura económica) pero recelaba de cualquier experiencia subjetiva –ideológica, religiosa, estética o del tipo que fuera–, atribuyéndole la naturaleza de espejismo social condenado a ser disipado, tarde o temprano, por la razón. El conmovedor corrimiento de sus seguidores, tras la caída de la Unión Soviética, desde el orden objetivo, donde él creía moverse, al orden simbólico estructuralista, no era congruente con los principios del materialismo histórico pero sirvió para encontrar un pretexto con el que maquillar los excesos del régimen comunista, el relativismo cultural, y un nuevo repertorio de posibilidades retóricas con el que seguir monopolizando el negocio de la igualdad y la justicia. Los mismos que habían proclamado la consumación de la filosofía, por fin convertida en saber tras la identificación de razón y comunismo, dijeron ahora que la imposibilidad práctica de superar las contradicciones mediante la dialéctica, o sea, el fracaso del comunismo, representaba el fracaso de la razón. El anuncio, aunque apocalíptico para la filosofía y la tradición occidental, no representó para ellos nada grave, pues, una vez asimilados los trucos de la deconstrucción, aprendieron muy pronto a servirse también de la debilidad de la razón como una razón absoluta con la que imponer de otra manera sus ideales. Los tiempos habían cambiado y el proyecto emancipatorio de la humanidad debía de actualizarse yendo más allá de la lógica y adentrándose en el ámbito inconsciente de los sentimientos, una camino transitado ya anteriormente, con éxito arrollador, por los seguidores de Cristo.

Según los principios marxistas, toda doctrina cuyas bases conceptuales se hallen dentro del sistema social establecido es, por definición, ideológica. Para alcanzar el saber verdadero hay que trascender el orden vigente, situarse ante él como un paso previo en el devenir humano hacia la emancipación, ese orden totalitario que ya no puede ser superado porque fuera de él no cabe nada (impedirlo, por cierto, es la función del campo de concentración). El comunismo, philosophia perennis de la izquierda, representa, en fin, la culminación de la Historia, y no sólo la convicción de que es posible otro tipo de organización de la sociedad diferente de la que ya tenemos. Pero, entonces: ¿por qué las masas le han vuelto abiertamente la espalda impidiendo con su renuencia la creación de una realidad satisfactoria? La respuesta del marxismo fue al principio la ortodoxa de la alienación (la identidad objetiva de los sujetos es determinada por su posición en el sistema, pero éste sumerge al trabajador en una nebulosa de creencias que lo desorienta acerca de su auténtico lugar social e histórico, un hecho que alcanza dimensiones trágicas en la sociedad de consumo tardocapitalista con la colonización del inconsciente y el aniquilamiento de la identidad subjetiva), pero a la larga se impuso la heterodoxa de Gramsci, quien decía que no es la realidad (la estructura económica), sino la interpretación que hacemos de la realidad, lo que determina la acción política y, por tanto, la adhesión o el rechazo de las masas. El comunismo soviético fracasó porque el control de los mecanismos del poder se adelantó a la formación de un espíritu realmente revolucionario. Esforzarse por crearlo a la fuerza fue el descomunal error que llena de oprobio el gobierno de Stalin. Para que la revolución triunfe hay que aprender de los errores y luchar, antes de nada, por la hegemonía en el orden de las creencias, una idea sobre la que gira un libro de 1985 que se convertiría en referencia para el postmarxismo: Hegemonía y estrategia socialista. Convencidos de que el paso previo a cualquier cambio de sistema es hacerse con la adhesión de las masas y que para ello es necesario actualizar a Marx, sus autores, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, propusieron hacer con Derrida, Lacan, Foucault y otros filósofos del momento lo mismo que Agustín de Hipona y Tomás de Aquino habían hecho en sus respectivas épocas con Platón y Aristóteles. Si los doctores de la Iglesia pudieron, en nombre de la salvación, racionalizar la fe, los postmarxistas lograrían, en nombre de la emancipación de la humanidad, sensibilizar la lógica de la Historia.

 

Luchar por la hegemonía

La hegemonía, es decir, el dominio de la interpretación, se manifiesta por la supremacía de cierta forma de ver las cosas. Quien la posee establece las reglas del juego que todos juegan. Así lo dio a entender con humor Margaret Thatcher cuando, a la pregunta de cuál fue su mayor logro político, respondió que el neolaborismo. El mejor ejemplo de cómo una concepción de la realidad deviene hegemónica es, sin lugar a dudas, el cristianismo. Su triunfo en el mundo romano, tan aplastante como para destruir un sistema que se pensaba eterno, no se debió ni a la necesidad de la época de encontrar una esperanza que proporcionara sentido a la existencia ni a la superioridad racional de sus planteamientos (recuérdese el «Creo porque es absurdo» de Tertuliano), sino, sobre todo, a la fuerza emocional de su credo y al modo en que sus seguidores lo defendieron frente al poder establecido. La población, mucho más receptiva a los sentimientos que a las razones, a las exhibiciones de fe que al buen juicio, se adhirió gradualmente a él hasta que se produjo eso que Žižek ha llamado «acontecimiento» y Vernor Vinge, en un contexto muy diferente, «singularidad»: «el cambio del planteamiento a través del cual comprendemos la realidad», «ese punto en el que los antiguos modelos quedan descartados y se impone un nuevo orden». El cristianismo, que se había defendido siempre de la acusación de ser un movimiento político de carácter subversivo con el famoso «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», terminó conformando un mundo en el que hasta un pequeño óbolo, la limosna del menesteroso, sólo tenía sentido con relación a la gloria eterna.