El primer paso para lograr la hegemonía es arrebatársela a quien la posee, y hoy quien la posee es indudablemente el modelo liberal. Este modelo, encarnado en el Estado democrático de derecho, consagra el imperio de la ley y la igualdad con relación a ella de todos los ciudadanos, sujetos racionales y autónomos que buscan libremente su bienestar en una sociedad organizada bajo el régimen de libre mercado. La caída de la urss y el incremento de la producción a fines del siglo xx reforzó tanto la posición del liberalismo que llegó a creerse en su implantación global. John Gray, en un libro publicado en 2007, Misa negra, caricaturizó el desmesurado entusiasmo de sus partidarios mostrando cómo el neoliberalismo estaba asimilando los ideales de dirección de la Historia característicos del pensamiento utópico. La crisis económica posterior cambió de golpe las cosas. Una vez más los clásicos tenían razón: el dinero, que no da la felicidad cuando lo hay, la quita, en cambio, cuando falta. Fruto de ello es que la confianza en la perfección del modelo (democracia parlamentaria, libre mercado, derechos humanos, laicismo del Estado…) vaciló incluso en naciones donde parecía arraigada definitivamente. De pronto, los individuos olvidaron que el bienestar es un producto vinculado al esfuerzo y el mérito, y no un derecho inalienable que el Estado debe garantizar para conservar su legitimidad. El hombre-masa de Ortega, aquel que quiere las cosas pero no las condiciones que las hacen posibles, resurgía de nuevo, y, con él, los críticos del sistema. Estos lo tenían muy claro: el modelo liberal depende demasiado para su supervivencia de la riqueza. Sin ella es incapaz de integrar a la totalidad de los seres humanos. Al confundir bienestar y consumo, el liberalismo ha vaciado de todo contenido el ideal ilustrado del individuo racional y autónomo y, de esa manera, ha condenado al Estado, su propio Estado, a la impotencia.

La situación de precariedad económica e inseguridad política a que parece abocarnos la  crisis del sistema liberal, una crisis vinculada a la globalización y a la resistencia a la globalización, recuerda a algunos aquella lucha de «todos contra todos» que precedió, según la filosofía política moderna, al Estado de derecho. Evidentemente, se trata de un pronóstico agorero y no de una descripción precisa, pero la lucha hoy es por la hegemonía y no por la verdad (el viejo asunto que puso en marcha Parménides al tomar conciencia de que para conocer la realidad primero hay que descubrirla). Si la realidad se confunde como ahora creemos con nuestras interpretaciones de la realidad, si el concepto mismo de realidad constituye a todas luces una interpretación y no hay forma de distinguir, por tanto, entre saber y delirio, todo se reduce a una cuestión de fuerza, de peso relativo, de hegemonía. Desde luego, nada de esto resultaría demasiado significativo si no fuera porque negar la realidad fue siempre el paso previo a mentir sobre la realidad. Recordemos a Platón y sus múltiples problemas en una época en la que también la ley sufría las acometidas incesantes de los demagogos. Las preguntas que él se hacía entonces pueden formularse ahora casi palabra por palabra. ¿Cómo confiar, por ejemplo, en la imparcialidad de los jueces si todos estamos condicionados de tal manera por nuestra circunstancia –raza, sexo, clase, patria, gracia divina, religión– que no hay forma de elevarse por encima de ella? Platón creía que el hombre es su alma –entendida no como una cosa, sino como una potencia, nuestro poder de ser–, y que ésta siempre puede llevarnos más allá de lo que nos constituye fácticamente. Nosotros, en cambio, nos identificamos precisamente con todo eso que no podemos superar. La subjetividad humana, y esto incluye desde el intelecto a la sensación interna de libertad, es una marioneta cuyos hilos mueven a placer pero oscuramente la naturaleza o la cultura. Hablar de libertad hoy día es deslizarse por un terreno fronterizo con la superstición. Ciertos problemas que antaño podían ser resueltos por un entendimiento agudo dispuesto a pensarlos concienzudamente hoy sólo resultan accesibles a quienes los sufren en sus carnes o a quienes han adoptado previamente una adecuada actitud moral. Las consecuencias en todos los órdenes, particularmente en el político, de tales creencias son enormes. Tanto si se reduce a actividad cerebral, como si se llena de contenidos culturales, la razón ha quedado desactivada como razón hasta el punto de que no hay forma de distinguirla de las emociones sin juicio y, si la hay, es siempre por descontado en contra de la razón, pues las emociones tienen a su favor la franqueza y la espontaneidad, dos poderosas vacunas contra el engaño.

En este contexto, una especie de helenístico totum revolutum, no es del todo asombrosa ni inexplicable la actualidad que ha vuelto a adquirir Carl Schmitt. El jurista nazi, enemigo acérrimo del modelo liberal, cuyos principios, neutralidad de la ley o tolerancia, consideraba meras ficciones concebidas con el propósito de favorecer a la clase dominante, defendía el retorno de la sociedad europea al instante anterior a la aparición del Estado moderno, cuando poder temporal y poder espiritual aún no se habían separado y la política no estaba sometida a la lógica. Admirador de la Iglesia católica como institución secular, soñaba con una sociedad que fuera algo más que una  simple asociación instrumental de individuos; una comunidad afectiva cuyos miembros se sintieran íntimamente ligados entre sí por lazos fraternales. Evidentemente, los pensadores de la izquierda no reivindican este sueño kitsch de paraíso perdido estilo nacionalista –sueño que a Hitler le vino de maravilla para justificar el holocausto judío–, pero sí que encuentran en los planteamientos de Schmitt una poderosa inspiración en el sentido de que es absolutamente necesario moralizar la política a fin de sacarla del simple cálculo de beneficios a que la ha llevado el liberalismo. Si, en los inicios de la época moderna, Maquiavelo y Hobbes lucharon por escindir el poder temporal del poder espiritual que la Iglesia monopolizaba, la izquierda actual, postmoderna, convencida de que el liberalismo es un sistema fallido en el que la libertad personal convive con la opresión colectiva y en el que el destino de la humanidad es aplazado eternamente en nombre del puro bienestar material, pretende re-ligarlos de nuevo en una comunidad moral que no deje a nadie fuera, una suerte de ecclesia laica que, sin ninguna mala conciencia, sigue identificándose por algún motivo con el comunismo.

El sentimiento contra la razón

La anterior apelación a lo temporal y lo espiritual no es un capricho motivado por el deseo de llevar lo más lejos posible el paralelismo inicial entre marxismo y escolástica. Son los propios marxistas quienes, en su estrategia de deslegitimación del sistema liberal, recurren abiertamente a ella. Alan Badiou, por ejemplo, distingue entre el comunismo como régimen histórico, aquel horror totalitario cuyas atrocidades pasaron desapercibidas a quienes tenían puesta la vista en el lejano horizonte, y el comunismo como ideal moral, o sea, la convicción de que es factible otro tipo de organización de la sociedad distinta de la imperante. La distinción resulta manifiestamente retórica (Badiou la defiende diciendo que confundir el comunismo con Stalin equivale a confundir la Iglesia con la Inquisición), pero esto no importa mucho cuando de lo que se trata no es de convencer a nadie de la viabilidad de lo que se desea, sino de que haya deseo, pues es el deseo el que crea realidad (territorio, que diría Deleuze). La lógica, a fin de cuentas, es siempre lógica del poder. Ser razonable es ponerse del lado erróneo. Hay que confiar en el corazón. Los buenos sentimientos a los que se apela mencionando simplemente una sociedad distinta de la que conocemos son como un fluido misterioso que circula de manera inconsciente entre las personas y las liga en el modo de una comunidad fraterna. La influencia que tiene actualmente el lenguaje políticamente correcto demuestra hasta qué punto es grande la confianza en ellos. Si por su causa el espacio público se ha empobrecido hasta adquirir un fétido y opresivo aire de sacristía (haga el lector la prueba de defender, por ejemplo, que el multiculturalismo como cultura, no como cocina y folklore, es una aberración, y verá cuántos se santiguan a su lado), es, para quienes comparten la felicidad de ser sabiamente bondadosos, lo de menos.