POR LUIS BODELÓN
¿Qué significa, para usted, escribir teatro?

Pues escribir teatro, por lo que voy viendo, significa la forma mayor de autorrealización que yo puedo haber encontrado.

 

¿Y bajo qué enfoques o con qué períodos dividiría, personalmente, su vida?

Esto, en cierto modo, es común. La vida humana está siempre dividida en infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez. Ahora yo no sé si estaré en la madurez o en el principio de la vejez. Esa división por etapas no creo que sea especial en mi caso. Cada una de las épocas tiene su significado: yo creo que, bien miradas, todas ellas arrojan un porcentaje de significación; desde la infancia a la madurez, todas ellas influyen grandemente en la constitución de la personalidad.

 

En 1936, con 19 años, usted es estudiante en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando cuando, en el mes de julio, una sublevación militar se transforma en una Guerra Civil de tres años. El resultado: una tragedia de casi un millón de muertos. ¿Cree usted que aquella guerra fue realmente inevitable? ¿Por qué sociedad española no se quiso entender a sí misma? ¿Por qué no pudo dialogar?

Nunca se sabe si los acontecimientos son o no son inevitables. La Historia está siempre formada por circunstancias azarosas. En el caso de la guerra civil española, sin asegurar que habría sido inevitable, sí se puede afirmar que habría sido muy difícil haberla evitado. Los mecanismos que dieron origen a esta guerra provenían de una estructura de la propiedad, sobre todo de la propiedad rural, muy arcaica. Las formas económicas también eran anticuadas. Los intereses de unos y otros grupos se enfrentaron entonces. Las razones verdaderas de la guerra fueron materiales, a pesar de que uno y otro bando las hayan querido hacer espirituales. No era nada fácil llevar esas visiones enfrentadas a un acuerdo. Por eso estalló la guerra.

 

Durante la guerra usted estuvo destinado en Sanidad con la República, primero en el frente del Jarama y luego en el frente de Aragón… ¿Cómo recuerda su experiencia de soldado?

Los recuerdos son muy variados, no forzosamente ingratos, muchas veces agradables. Tuve la suerte de contar con superiores honestos, de buen trato. No llegué a disparar un solo tiro contra el enemigo, nada más lo que disparé contra los blancos, en el campo de instrucción. Mi actividad en Sanidad Militar no era la de un enfermero usual, sino en la revista de sanidad que publicábamos, en las asambleas… Mi experiencia no fue exactamente la de un soldado, aunque era un soldado.

 

Precisamente iba a preguntarle si llegó a disparar alguna vez contra el «enemigo».

No, no he disparado y estoy muy contento de que haya sido así. Si hubiera tenido que hacerlo, seguramente lo habría hecho porque así es la guerra. Mi destino en Sanidad Militar cambió las cosas, de lo cual me alegro porque tengo la tranquilidad de conciencia de no haberle agujereado a nadie el pellejo.

 

Acabada la guerra usted vive momentos difíciles, desde el campo de concentración de Soneja, en Castellón, a las prisiones de Conde de Toreno, en Madrid, Yeserías, el Dueso, Santa Rita y, en fin, Ocaña. En total, seis años y medio, incluyendo ocho meses durante los cuales estuvo esperando una condena a muerte que, afortunadamente, sería conmutada. ¿Qué opina ahora de aquella prisión política? ¿Qué se puede decir que enseñan esas circunstancias?

Bueno, pues enseñan muchas cosas, desde luego. Enseñan cómo somos seres históricos, cómo nos enfrentamos a la realidad histórica y cómo son las amenazas que esta realidad puede hacer gravitar sobre nosotros. Estas circunstancias, aunque a veces sean duras, nos pueden enseñar porque el hombre no sólo aprende en la placidez o la alegría, sino en el dolor o el temor. No se puede llegar a ser valeroso si no se ha conocido el temor.

 

En la cárcel, en Conde de Toreno, usted y Miguel Hernández se hicieron amigos. ¿Con qué impresión recuerda al Miguel Hernández de aquel tiempo?

Fue una relación, una unión, una convivencia realmente muy grata, no sólo porque era un gran poeta –de vez en cuando me recitaban cosas que hacía– sino también porque me dio pruebas de su finísima sensibilidad humana. En realidad, yo le había conocido antes, a finales del año 38, en un hospital de campaña habilitado en la playa de Benicasim. Él estaba muy agotado y sus superiores le gestionaron un permiso para que se repusiera. El sitio era ideal. Después, fue en Conde de Toreno donde nos volvimos a ver.

 

En 1947, año en que escribe Historia de una escalera, usted comienza una creación dramática que ya no cesará. ¿Qué cambios, qué evolución, distinguiría en su teatro?

En primero lugar, haré la observación de que no es, en rigor, Historia de una escalera la primera obra que escribo, aunque sí la primera que se estrenó. En cuanto a cambios, evolución, los comentaristas hacen diferentes interpretaciones. Esto puede estar bien en un sentido didáctico pero siempre es muy discutible. Por supuesto que en mi teatro ha habido una línea evolutiva, pero una línea siempre más suave de lo que a veces se ha dicho. Creo que en obras de la primera etapa ya había ciertos temas o aspectos que he desarrollado después, de modo que creo que hay una gran unidad dramática. Yo diría que parto de una estructura más bien tradicional para ir luego hacia formas abiertas y modos de entender el material teatral que campean en las últimas obras. En definitiva, yo creo que es un proceso de interiorización creciente en el ánimo de los personajes y en el empleo de las formas estructurales que pueden hacer resaltar esta interiorización. La primera obra que escribí, En la ardiente oscuridad, y que fue la segunda que se estrenó, llevaba ya ese apunte de formas más abiertas, el germen de otras etapas, porque, ya digo, estaba todo muy mezclado.

 

¿Por qué presta usted especial atención en su teatro a personajes con alguna limitación física –ceguera, sordera, mudez…– o algún problema psíquico –locura, desequilibrios–?

Bueno, la respuesta es casi perogrullesca. Es decir, casi todos los seres humanos tienen limitaciones de una u otra clase: unas veces físicas; otras, psíquicas u otras, psicofísicas. De modo que a quien le interesan los aspectos problemáticos del ser humano forzosamente ha de hacer uso de estas limitaciones en sus obras.

 

¿Qué le decidió a cambiar su inicial vocación de pintor por la de autor dramático?

El hecho de no haber pintado metódicamente durante muchos años, cerca de diez, entre la guerra y las cárceles. Ya en la calle noté que se había producido una descompensación y una desilusión (y lo segundo nacía, tal vez, por lo primero). Como siempre me había gustado la literatura, pues me pasé a ella, aunque, de momento, sin abandonar la pintura.

 

Germán Gómez de la Mata se ha referido a una cuestión como clave de todo el teatro de Ibsen. Esa cuestión sería la de «saber cómo y en qué medida podemos poner de acuerdo nuestra vida social con nuestra vida interior». ¿Cuáles serían, para Buero Vallejo, la cuestión o cuestiones claves de su propio teatro?

Pues debo decir que prácticamente no se diferencia de esa definición del teatro ibseniano que Gómez de la Mata ha dado, a mi juicio, de manera atinada. A menudo he dicho que uno de mis grandes maestros es Ibsen. No obstante las diferencias, el fondo de mi teatro es muy parecido a lo que él, genialmente, desarrolló. Yo creo que también se parece a él el teatro de muchos dramaturgos de nuestra época. Shaw se declaró él mismo ibseniano, pero luego hay muchos otros, algunos de ellos vivos, que, aunque no lo digan, cuentan con la influencia de Ibsen.

 

¿Cuáles de sus obras considera más logradas?

No lo sé. Mi opinión ante mis propias obras es una opinión fluctuante. Hay momentos en que una obra me parece mejor que otra y luego hay otra etapa en que me atraen los detalles que antes me alejaban. Yo creo que hay varias obras en mi estimación, una sola no sabría señalarla. De la primera etapa: En la ardiente oscuridad. En la etapa intermedia, El concierto de san Ovidio y El tragaluz. Y en la etapa final, muy amplia –casi la mitad de mi obra–: La Fundación, El sueño de la razón y, probablemente, Diálogo secreto.

 

¿Y por cuáles de sus personajes siente más cariño?

Pues también está mi cariño muy repartido. A los personajes se les puede tomar cariño por lo que ellos inspiran, pero también por el acierto con que se ha podido hacer el retrato de uno, aunque sea un personaje odioso. Los que mejor he sabido retratar, simpáticos u odiosos, son los personajes que prefiero. Creo que un personaje odioso no lo es nunca del todo, y los personajes simpáticos nunca dejan de tener alguna mezquindad. Yo creo que los seres humanos somos un poco así, mezclados. Esto último es lo que diferencia a mi teatro del melodrama, en el sentido actual de la palabra, no en el etimológico. Aunque tenga notas melodramáticas, mi teatro no es melodramático, como no lo son algunas de las grandes tragedias. Yo procuro siempre escribir tragedias, pero eso no quiere decir que las notas melodramáticas hagan a una tragedia.

 

¿Qué podría ser lo que hace a una tragedia?

Definir la tragedia siempre ha sido difícil para los estudiosos. Sin pretender agotar la cuestión, yo diría que la tragedia aborda un problema humano de lucha entre la necesidad y la libertad, que puede arrojar alguna luz sobre ese enigma que llamamos destino. El melodrama no suele plantearse problemas tan elevados, se apoya más bien en la excitación de la sensibilidad vulgar de la gente, la sensibilidad más simple, más somera. Por eso en el melodrama se suele caer en esa división, que uno no procura en su teatro, entre personajes muy buenos, muy buenos, y personajes infinitamente malos.

 

Durante la creación de una obra, ¿cómo diría que es la relación que va sosteniendo el autor con el argumento, los personajes, la acción?

Primero hay que concebir todo eso. Primero hay que llegar a un plan suficientemente completo, y eso es enormemente difícil. La relación entre el autor y ese magma que por el momento no es lo suficientemente articulado es de lo más penosa. Por eso muchas veces los autores, no sólo yo, tenemos que abandonar un plan, porque ese plan no se ha redondeado. Una vez que un plan se redondea –la relación, no obstante, puede continuar siendo penosa si no se tiene tino–, cuando se tiene y cuando hay suerte, se termina por lograr una obra que se parece a lo que llamamos teatro.

 

¿Qué es, para usted, lo más específicamente teatral? ¿Lo que separa al teatro de la novela, la pintura, el cine?

Bueno, tomando siempre cualquier definición de este tipo a beneficio de inventario, porque nunca podemos pretender dar una definición resolutiva, lo que más puede diferenciar al teatro es el sentido de las situaciones. Esto ya le diferencia poco del cine, pero es que el cine nació del teatro, y el cine mismo ha terminado prestando un interés muy grande a las situaciones, pero esto ya lo hacía el teatro. Este interés por las situaciones se produce a través del diálogo.