POR  DIEGO ZÚÑIGA

Quizá todo buen libro remite siempre a aquella época en que uno descubrió la lectura; esos años jóvenes cuando lo único que importaba era lo que estaba entre tapa y contratapa, más allá de cualquier consideración.

Recuerdo haber leído Madame Bovary en una edición económica donde ni siquiera aparecía quién lo había traducido, sin embargo el goce, el deslumbramiento, estaban ahí; o esa versión de Los hermanos Karamazov a la que, estoy seguro, le faltaba más de un capítulo; o ese ejemplar de Las olas que tenía una letra pequeñísima, incómoda, perfecta para no ser leída, y sin embargo.

Ya después vendrían tiempos para ser exigente, pero en ese entonces, todo era alegría y entusiasmo, todo era un descubrimiento.

Quiero creer que estas experiencias las compartimos muchos lectores, quiero creer también que no fuimos pocos quienes, en algún momento, antes de llegar a la ficción —o quizás al mismo tiempo que descubríamos esas novelas y cuentos que iban a formarnos—, dedicábamos horas y horas a hojear pequeños diccionarios y enciclopedias añosas cuya promesa era saciar nuestra curiosidad o, simplemente, acompañarnos alguna tarde de verano a capear el aburrimiento y el calor.

¿Cómo habían llegado esos diccionarios y enciclopedias a nuestra casa? Seguramente habían sido algún regalo o una herencia familiar, quién sabe, pero ahí estaban, siendo parte fundamental de nuestra educación, único lugar al que podíamos recurrir para resolver las tareas escolares, pues internet, entonces, era algo que ocurría lejos y recién aparecía la famosa Encarta. Ahora que lo pienso, en alguna dimensión la Encarta iba a ser nuestra primera forma de acercarnos a internet: buscar un término y ver, frente a nuestros ojos, cómo se desplegaba la información, las imágenes, que inevitablemente nos llevarían a buscar otros y otros términos, sólo con un clic, eso era lo revolucionario, pues aquel ejercicio, el de saltar de un término a otro, ya lo practicábamos en la lectura de los diccionarios y enciclopedias, y lo disfrutábamos tanto, tanto, que por eso estoy aquí, recordando aquellos tiempos, gracias a la lectura de un libro gozoso y deslumbrante: Lexikón (Mansalva), del poeta argentino Sergio Raimondi, que se publicó el año pasado en Buenos Aires y que contiene, como dice su contratapa, “doscientos cincuenta y cinco poemas, ciento treinta y ocho encabalgamientos abruptos, cuarenta y nueve mil quinientas sesenta y nueve palabras, siete mil novecientas dos estrofas, dieciséis mil doscientos cuarenta y ocho versos”.

La contratapa es tan buena que dan ganas de citarla por completo —difícil no pensar que fue el mismo Raimondi quien la escribió, pues se palpa su sintaxis—, pero mejor hacer el intento de buscar nuevas palabras para decir que este libro de poesía, de más de cuatrocientas páginas, funciona como un diccionario o una pequeña enciclopedia de términos tan arbitrarios como fascinantes: azotea, belota, chimuchina, Gaioa pombalina, Lota, nimbus, ΝΥΜΦΟΛΗΠΤΟΣ, schäume, Quimantú, weichafe, y un largo etcétera que incluye conceptos de materias como la biología, el psicoanálisis, la inteligencia artificial, la astrofísica, la economía, la literatura y tantas otras, atravesando varios idiomas, buscando abarcar —comprender, desentrañar— eso tan complejo que se llama realidad: “Desplegada la historia en su vastedad/ el rey ya no es la figura importante./ Mejor ocuparse de la distribución de los itinerarios del ganado lanar/ de la fluctuación del precio de la plata/ del comercio a través de la distancia./ Cualquier oscilación en el agua repercute y se propaga./ Mejor no subestimar de dónde/ llegan las ondas a esta orilla…”, escribe Raimondi en el poema titulado “Duraçao (Longa)”.

La aparición de Raimondi en la poesía argentina y latinoamericana fue fulminante; le bastó un libro, Poesía civil —publicado en 2001 y reeditado en España por Ediciones Liliputienses—, para remecer a su generación —los “poetas de los 90”— y convertirse en un imprescindible. Lo que planteaban esos poemas era una mirada nueva sobre una realidad política, social y cultural, que se desbordaba por completo. Poemas que buscaban el origen de las cosas: cuándo, cómo y por qué fueron producidas; la poesía en un diálogo directo con la economía, de eso se trataba. Y entonces un poema que buscaba definir qué es el mar se convertía en una enumeración de procesos económicos y políticos invisibles, por lo general, ante nuestra mirada.

Tuvieron que pasar más de veinte años para que Raimondi volviera a publicar, y esta vez, en Lexikón, la apuesta es aún más compleja y arriesgada: la poesía puesta en diálogo con el pensamiento científico y, a la vez, con distintas disciplinas del conocimiento: “De ese lado la vida depende, literalmente/ de multiplicar el saber, no de especializarlo:/ hay que aprender rápido a maniobrar rápido/ el taxi entre miles de otros taxis y autos (…)/ ser capaz de freír yuquitas calientes preparar/ ceviche seco de pollo y hasta leche de tigre/ ofrecer cumbia por tres soles en la plaza o tocar/ con un corno francés un nocturno de Debussy…”, va a escribir Raimondi en uno de los poemas de Lexikón, cuya lectura exige intensidad, compromiso y, sobre todo, estar dispuestos a renovar por completo la mirada e ir más allá de nuestras propias —y sobrevaloradas— experiencias.

Raimondi, de hecho, sugiere una forma perfecta de cómo abordar este libro: “Al final el mejor método de lectura consiste/ en pasarse horas y horas en la misma página”. Es decir, no avanzar, sino detenerse por un tiempo indefinido. Y volver a tener esa curiosidad joven, salvaje, que impulsaba a hojear y hojear esos diccionarios y enciclopedias, como si la historia secreta del mundo hubiera estado escrita ahí. Y sí, no descartaría que es eso, justamente, lo que atraviesa los poemas de este libro excepcional: una historia secreta del mundo.

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