«La metaliteratura no existe, solo existe la literatura»Por Cristian Crusat

Fotografía de Pascal Perich

Nacido en Madrid en 1954, Eduardo Lago «volvió a nacer» al instalarse en Nueva York en 1987. Allí cristalizó su imaginación literaria, al tiempo que culminaba una tesis doctoral en la City University of New York, traducía y escribía desaforadamente y principiaba su labor docente en Sarah Lawrence College, donde todavía imparte clases. Considerado uno de los mayores expertos en literatura norteamericana, Lago ha publicado artículos de variada índole y un sólido corpus de entrevistas con los principales escritores estadounidenses de nuestro tiempo: entre ellos, Don DeLillo, Norman Mailer, David Foster Wallace, Philip Roth, John Barth, Richard Powers o John Updike. «El íncubo de lo imposible», un ensayo de 2001 en el que Lago comparaba las tres traducciones al español del Ulises de Joyce, mereció el premio Bartolomé March al mejor artículo de crítica literaria. Traductor desde sus años de estudiante en la Universidad Autónoma de Madrid, Lago convirtió muy pronto su pasión viajera en el principal agente provocador de la escritura, que en determinadas parcelas de su obra se levanta sobre la frontera misma del lenguaje narrativo y de la propia tradición española. Aunque fue un autor secreto durante mucho tiempo, en el año 2000 aparecieron sus dos primeros libros: Cuentos dispersos y Cuaderno de México, este último reeditado en 2021. En 2006, su novela Llámame Brooklyn se alzó con el premio Nadal y, después, con el Ciudad de Barcelona y el Nacional de la Crítica. Ladrón de mapas (2008) y Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee (2013) son, hasta la fecha, sus últimas obras de ficción publicadas. Entretanto han aparecido los libros de naturaleza ensayística Walt Whitman ya no vive aquí (2018), consagrado a la literatura norteamericana, y Todos somos Leopold Bloom (2022), una óptima y cordial guía de lectura del Ulises de Joyce. Dirigió el Instituto Cervantes de Nueva York entre 2006 y 2011. Su última novela permanece inédita y se titula La estela de Selkirk.


Le pregunté: ¿cómo nace un poema? Sin pensarlo, contestó: No lo sé. Me viene dado. ¿Por quién? quise saber. No lo sé, repitió, yo no Le nombro. Miłosz era un hombre religioso, pero yo no, y en la respuesta no se da esa dimensión, ni hay nada místico en ello. Apunta a una realidad: el momento en que una profunda experiencia vital exige ser transformada en arte, y ese proceso es siempre irracional. Sucede

Desde el principio, sus libros han parecido articularse a partir de la tensión que mantienen entre sí lugares y personas. ¿De qué modo ha configurado esta tensión permanente su propia escritura y su idea de literatura?

La inmensa mayoría de lo que he escrito permanece oculto. Escribo permanentemente en cuadernos que voy acumulando sin revisar y no tengo una idea clara de lo que podrá acabar de suceder con ellos, salvo que no serán publicados. Solo una exigua parte de mi escritura ve la luz. Aunque cuando se reeditó mi Cuaderno de México en 2021 los editores lo anunciaron como mi primer libro, en realidad no lo era. Originalmente se publicó en noviembre de 2000. Dos meses antes, en septiembre, mi amigo Manuel Arroyo, fundador de Turner, ya fallecido, editó a petición mía Cuentos dispersos, una colección de ocho relatos. Se tiraron 200 ejemplares no venales. Regalaba el libro. Siempre había hecho eso con mis cuentos. Para mí la fecha clave en mi biografía es junio de 1987, cuando me voy a vivir a Nueva York y como respuesta al impacto que la ciudad ejerce sobre mí escribo desaforadamente en cuadernos. Conservo cuadernos anteriores, algunos muy importantes, como los de 1978 – 79, durante un viaje que hice por países como Siria, Irán, Afganistán, Pakistán e India. No ha habido momentos sin escritura en mi vida, siempre en cuadernos, pero en Nueva York cambió el signo de lo que ocurría en ellos. Destilé años de escritura en lo que acabaría siendo Llámame Brooklyn, en 2006. Pero el proceso empezó nada más llegar. Fui testigo de historias escalofriantes que registraba. Me dieron una beca para hacer un doctorado, y a veces, estudiando en la Biblioteca Pública de la calle 42 me nacía un cuento del que imprimía tres o cuatro ejemplares en la sala de ordenadores de la Universidad, que estaba en esa misma calle, y se los regalaba a mis compañeros. Cuentos dispersos incluye relatos de antes y después de mi llegada a Nueva York. Hay un cuento celta, otro árabe, otro sajón, la historia de un verdugo, otro que ocurre en la M-30 de Madrid, hasta que irrumpen las historias de Nueva York, un cuento judío, otro que cuenta la historia de un afroamericano, y otro que narra la de un hispano. Con esto quiero señalar que es el viaje lo que pone en movimiento el proceso de creación literaria en mi caso y atraviesa varias fases, la primigenia, en bruto, es lo que queda inicialmente transcrito en el cuaderno. El proceso de depuración que sigue puede durar años.

Pero ese largo proceso de depuración se combina con la marcada dimensión intuitiva de su escritura… No es extraño oírle hablar de que una historia «le nace» o «se le revela». ¿Podría profundizar en este aspecto de su técnica literaria?

En Ladrón de mapas, que es una novela disfrazada de colección de cuentos, hay un relato titulado «Cómo nace una historia», que guarda una profunda relación con mi idea de escritura, que como no es visible, se manifiesta en otros formatos, como las entrevistas que he tenido la fortuna de hacer a grandes escritores. En este caso se trata de la entrevista que le hice en Cracovia a Czesław Miłosz, el genial poeta polaco. Le pregunté: ¿cómo nace un poema? Sin pensarlo, contestó: No lo sé. Me viene dado. ¿Por quién? quise saber. No lo sé, repitió, yo no Le nombro. Miłosz era un hombre religioso, pero yo no, y en la respuesta no se da esa dimensión, ni hay nada místico en ello. Apunta a una realidad: el momento en que una profunda experiencia vital exige ser transformada en arte, y ese proceso es siempre irracional. Sucede. Puede responder a distintas manifestaciones o necesidades, como transformar el dolor en belleza, o el horror (Trakl, los ángeles de Rilke), o ser un intento de derrotar a la muerte, y permanecer (DeLillo me lo dijo en una entrevista, pero es casi un lugar común)… Querría subrayar esos dos aspectos de mi escritura: los cuadernos son una dimensión; las entrevistas, otra. Y es que las entrevistas exigen el mismo tratamiento estético, o literario, o técnico que el relato breve. Son como una llamarada en la oscuridad que hay que saber atender bien, al darle forma. Por eso son verdad, o deben serlo. La palabra «técnica» es preciso matizarla. Lo es todo. Es lo que pule el diamante en bruto que es el poema en el momento de nacer, cuando aún es amorfo. En cuanto el cuento, el poema, la composición musical, la imagen pictórica ven la luz hay que proceder a darle la envoltura adecuada para que llegue a los demás. Es el fuego de Prometeo, que se lo hace llegar a Proteo, el dios de las mil formas. Añadiré que hay una conexión entre mis entrevistas y mis cuadernos. Lo que se publica es una parte mínima. Con Miłosz viví una historia maravillosa que quedó transcrita en un cuaderno.

Fotografía de Pascal Perich

En el prólogo a Cuaderno de México se refiere una memorable conversación con Milosz en Cracovia… ¿Se trata de la misma historia? En cualquier caso, esta interrelación entre entrevistas y cuadernos me recuerda la imagen de la doble hélice del genoma que usted convoca en Walt Whitman ya no vive aquí, utilizada para explicar el avance histórico de la literatura mediante una sucesión de tensiones entre obras de signo contrapuesto. A partir de la interpenetración de esas entrevistas y esos cuadernos parece forjarse su propia literatura, protagonizada por personajes normalmente enfrentados a la creación y en lugares claramente identificados y significativos. ¿Sería este el genoma fundamental de su escritura?

Sí, es la misma conversación. En El País me habían pedido que lo entrevistara, creyendo que vivía en California, pero ese año lo retuvo en Cracovia una pulmonía. Nadie sabía cómo localizarlo, hasta que me tropecé con Tom Lux, el poeta, en el campus de mi universidad y me lo contó. Me compré un billete y fui. Era febrero, hacía un frío terrible. Cuando me recibió, en la mesa del salón de su casa había un periódico con la foto de Cela, que había muerto un día antes. Fue muy generoso y expansivo, uno de los encuentros más luminosos que he tenido jamás. Me ocurrieron mil cosas. Al cabo de unos días, domingo, me llamó por teléfono al hotel y me dijo: No puedo dejar solo a un neoyorquino a la hora del brunch, y me invitó a un restaurante americano con su mujer. Tengo sus libros dedicados. En cuanto a la doble hélice tiene que ver con el hecho de que mi pareja, GB, es científica. Su campo es la genética molecular. Le interesa mucho el arte también, la intersección entre arte y ciencia, y en este caso lo que hice fue trasladar un concepto científico al ámbito de la literatura. Más que a mi propia escritura se aplica a la historia de la literatura norteamericana, como herramienta hermenéutica. Desarrollo la idea a fondo en Walt Whitman ya no vive aquí. Otro entrecruzamiento, entre la creación y el análisis literario. No es posible para mí deslindar los dos campos. En la base de mi idea de literatura hay una pulsión de signo filosófico. Cuando tenía 17 años y tuve que elegir qué carrera estudiar opté por la filosofía, porque, me dije, de la literatura me podía ocupar por mí mismo, la filosofía era un campo a ganar, aprendiendo de quienes impartían su enseñanza, en la Autónoma de Madrid. Y quedó un poso para siempre. Cuando hice el doctorado en Nueva York le dediqué la tesis a uno de los libros más fascinantes y enigmáticos de la historia de la literatura en español, Agudeza y arte de ingenio, de Baltasar Gracián, uno de los tres grandes prosistas del idioma, con Cervantes y Quevedo. Le dediqué cinco años, tratando de descifrar la taxonomía de la agudeza, el arte del ingenio. Otro molde que explica lo que hago cuando escribo. Esa misma manera de ver las cosas la aplico en mis ensayos, en el libro mencionado y después en el más reciente, Todos somos Leopold Bloom, un comentario minucioso del Ulises. Otro arquitrabe, junto con la traducción. He traducido 20 libros, pero son todos ejercicios de creación. Lo dejé cuando completé El plantador de tabaco, de John Barth, otro proyecto al que dediqué 5 años, y que fue un viaje al alma misma del idioma. Hay todo tipo de retos para un creador en esa novela asombrosa, por ejemplo, seis páginas de insultos entre dos prostitutas, una inglesa y otra francesa. Todo converge en el crisol de la escritura, pero no se trata del viaje de doble dirección que ilustra la imagen de la doble hélice. El concepto guarda relación con mi teoría de la dificultad en literatura. Hay grandeza también en literatura que no es difícil, a eso voy, hay un lugar para Carver junto a Pynchon. No lo aplicaría a lo que hago, pero tu pregunta me ha hecho ver la interrelación entre creación y traducción. Por una parte está el abismo de la creación pura, la aventura de asomarse al alma del lenguaje, las grandes construcciones narrativas, que muchas veces tienen una dimensión teórica, como en el caso de Gracián (Schopenhauer y Nietzsche aprendieron español para poder leerlo en el original, Nietzsche el Oráculo manual y Schopenhauer El Criticón, ese libro es una especie de Ulises del siglo XVII). Por otra parte está la traducción, una operación que exige al cambiar de idioma cambiar de alma para llegar a un lenguaje común a toda la humanidad, un lenguaje universal situado por encima de los lenguajes naturales, a los que engloba. 

Son conocidas sus traducciones de fragmentos de Finnegans Wake, disponibles en la página web de Enrique Vila-Matas. Y a este respecto, recuerdo que en una conversación con Juan José Saer, Ricardo Piglia sugirió que la novela moderna nació ligada estrechamente a la traducción y a la posibilidad de expandirse en idiomas distintos. En el Quijote, la piedra de toque del género, la traducción está implícita. Desde este punto de vista, Finnegans Wake tal vez no es en puridad una novela porque, según parece haberse consensuado, no se puede traducir. ¿Qué opina sobre esto?, ¿existe la literatura no traducible?

No creo que sea muy conocida mi traducción de Anna Livia Plurabelle, el capítulo VIII de Finnegans Wake, que Enrique acogió en su página, y es en sí una aventura memorable. La mención a Saer me emociona. Un día vi en un escaparate de una librería de La Coruña que mencionaba mi estudio de las traducciones del Ulises, cuando yo no había publicado aún nada. Gran escritor. Por supuesto el origen de la novela está íntimamente relacionado con la idea de traducción. Me gusta decir que la novela moderna nace con Cervantes y muere con Joyce, lo cual suscita una pregunta intrigante: ¿dónde estamos después de Finnegans Wake quienes escribimos novelas? La respuesta, contradictoria con lo que acabo de decir, es que la novela, el género literario más reciente, está aún en la infancia, buscando su camino a partir de las arenas movedizas de Finnegans Wake, y hallándolo, con concreciones como 2666, La broma infinita o lo que hacen David Mitchell o Zadie Smith (entre muchos otros). Decía Octavio Paz que leer es ya traducir. Cierto. Y el Quijote, la madre de todas las novelas, es literalmente una traducción de un manuscrito árabe hallado en un mercado de Toledo (invención de Cervantes, pero apunta en la dirección de que todo texto es una traducción). ¿Traducción de qué, de dónde? En una conferencia que titulé «El arco iris de la dificultad» desarrollo una teoría de la traducción cuyo punto de partida es una descripción que hace Proust de Combray, en versión de Pedro Salinas. El texto es el equivalente vivo del original, de la misma manera que las distintas traducciones de Ulises que analicé en «El íncubo de lo imposible», como digo allí, son el Ulises. Traducir es tomar como punto de partida un texto y viajar con él a una región común a todas las lenguas naturales de las que se regresa con un texto en otra lengua que reproduce como un organismo vivo la textura del original. Todo es traducible y ninguno seríamos lo que somos sin la traducción: Dante, Homero, Kafka, Shakespeare, Ibsen, Flaubert, Dostoievski, etc… Somos lo que somos gracias a ellos y no hemos leído sus obras, salvo en un caso o dos, en el original. Y lo mismo sucede a quienes leen a Cervantes en sueco o en inglés. Uno de los ensayos más interesantes que he leído sobre el Ulises es de su traductor chino. Lo que hace es completar el viaje de Joyce al magma de la lengua universal que él quiso mezclar recurriendo a 80 idiomas en Finnegans Wake, obra que no se escribió a fin de que nadie la leyera, la finalidad era otra, aunque Anthony Burgess escribió una versión reducida que es magistral. En mi opinión ni siquiera una mala traducción puede ocultar del todo la grandeza del original. Es el caso de las infames traducciones al argentino de Faulkner, que no pueden ser más disparatadas. Cuando las leí siendo adolescente vislumbré lo que había detrás. Y por supuesto hay traducciones buenas. También se puede traducir la poesía, que alguien definió como «lo que se pierde al traducir». Mi definición es la contraria: «Poetry is what is found in translation». Ahí van Dickinson, Plath, Auden. Todas tienen vida nueva y respiran en el idioma que las quiera acoger. 

Antes, cuando mencionaste a Tabucchi pensé en algo que me dijo Philip Roth cuando lo entrevisté. Me comentó que cada mañana se levantaba dispuesto a penetrar en una mina profundísima sin saber qué traería de allí; el viaje del creador al abismo de su imaginación donde no sabe qué hay (es el mismo viaje, como dijimos, que tiene que hacer el buen traductor)

Varias de estas reflexiones me han hecho pensar en Antonio Tabucchi, el gran escritor italiano. En concreto, en esa idea de que el lector (ese traductor) es una persona que se adentra en un libro a la búsqueda de algo. Según esto, todo libro incluye asimismo, de alguna forma, todo lo que los demás buscan en su lectura. ¿Le ha sorprendido alguna cosa que los lectores busquen o encuentren en sus libros?

La pregunta es imprecisa. Los libros no son entidades abstractas sino concretas y radicalmente distintas en lo que ofrecen o proponen. ¿Qué empuja al lector a entrar en el mundo que encierra un libro? Lo que encuentra después es imprevisible. A todo autor le sorprenden los hallazgos insólitos que hacen los lectores. 

A mí me sorprendió, por ejemplo, lo que usted contó en el prólogo a la nueva edición de Llámame Brooklyn sobre la coincidencia entre el cementerio de Fenners Point de la novela y el cementerio inglés de Camariñas… No deja de ser un ejemplo de las brechas entre lo real y lo ficticio que surgen en su obra, las cuales reflejan en cierto modo la tensión entre experimentalismo y narración dizque clásica de su escritura. Sé que ha terminado una novela pero que ha decidido no publicarla por el momento. ¿Estuvo presente esta tensión durante la creación de esta última novela? Y en ese caso, ¿influyó en alguna decisión técnica?

Creía que el cementerio danés era invención mía, ficción, pero existía en la realidad y sepultado en la imaginación, y reemergió. Lo mismo sucedió con el motel que creí haber inventado en el piso que había encima del Oakland, el bar de la novela. Una amiga crítica lo descubrió en las memorias de Frank McCourt. Hay más coincidencias así. ¿Tensión entre experimentalismo y narración clásica? Me interesa la calidad de la prosa, que debe estar enraizada en la tradición. La historia de la prosa castellana en el plano del lenguaje, por una parte. Por otra, los grandes narradores norteamericanos. En la citación del Premio Ciudad de Barcelona, se decía que se concedía a Llámame Brooklyn por haber importado las técnicas de la novela norteamericana al ámbito de la literatura en castellano. Ello remite a algo que ya hemos hablado: mis traducciones y mis entrevistas. En cuanto a lo primero, se trata de verter la prosa en lengua inglesa buscando su equivalente en castellano. En cuanto a las entrevistas, se trata de escuchar en vivo lo que hacen los grandes de la literatura norteamericana cuando escriben. Hay un venero de ideas vivas a lo largo de un recorrido que abarca más de tres décadas de conversaciones. Antes, cuando mencionaste a Tabucchi pensé en algo que me dijo Philip Roth cuando lo entrevisté. Me comentó que cada mañana se levantaba dispuesto a penetrar en una mina profundísima sin saber qué traería de allí; el viaje del creador al abismo de su imaginación donde no sabe qué hay (es el mismo viaje, como dijimos, que tiene que hacer el buen traductor). No se trata de experimentar porque sí, sino de cuestionar las posibilidades expresivas del lenguaje, de todo lenguaje artístico (pictórico, musical, verbal). Es la obligación del verdadero artista, solo que no se siente como obligación, es lo que está destinado a hacer, quiera o no. Y hay que entregarse gozosamente a ello, y luchar denodadamente con la técnica, buscando la manera de forjar la lengua a transmitir (clásico es lo que perdura, lo que no sucumbe a las veleidades del momento, ¿a cuántos les interesa eso?) Sí, he terminado una novela, pero no tengo prisa ninguna por publicarla. Saldrá cuando tenga que salir, cuando vea una circunstancia propicia. A fin de cuentas, publiqué mi primera novela con 50 años. Y es parte de un proyecto unitario. Solo algunos se dieron cuenta de que Siempre supe que te volvería a ver, Aurora Lee, mi segunda novela, es una manera de continuar Llámame Brooklyn, más audaz aún. Y llevo el reto aún más lejos en La estela de Selkirk.

El título de esta novela inédita, sin duda, es prometedor. Recuerdo que en las Converses Literàries a Formentor de 2020 usted dedicó su presentación a Foe, la fascinante reescritura de Coetzee de Las aventuras de Robinson Crusoe de Daniel Defoe, inspiradas a su vez en la relación escrita del marinero escocés Alexander Selkirk, cuya estela es perceptible en muchos más autores contemporáneos. Resulta lógico que una obra como la suya, galvanizada por la tensión entre lugares y personas, haya desembocado en la isla desierta, quizá el espacio literario más emblemático. ¿En qué elemento o aspecto de la islandology (en la terminología de Marc Shell) quería profundizar en La estela de Selkirk? ¿Ahonda La estela de Selkirk en ese fin de la metaliteratura que parecía celebrar Siempre supe que te volvería a ver, Aurora Lee?

Decía Joyce, y en mi opinión es cierto, que en todo escritor hay una sola novela de la que va haciendo entregas sucesivas a lo largo de su vida. Llámame Brooklyn es la novela de un escritor que bebe hasta la muerte mientras llena obsesivamente unos cuadernos y al vislumbrar el final de su vida encarga a un joven periodista que dé vida a la novela oculta en la escritura de los cuadernos. El protagonista muere, pero la novela sale a la luz, y es un compendio de historias que se articulan a lo largo de cien años de la vida de Nueva York. En Llámame Brooklyn se dan cita infinidad de historias que unen a Nueva York con España. La narración no pertenece a nadie, en un juego de perspectivas cuya impronta (un crítico me hizo verlo, yo no era consciente de ello), es cervantina. Hay homenajes a Pynchon y a Rothko, que aparecen como personajes, así como a Sacco y Vanzetti, es un friso histórico difícil de resumir, con un episodio de la Guerra Civil española y una crónica de los lugares más emblemáticos de Brooklyn, como Coney Island, además de una historia de amor. La novela termina en Cádiz en 2025. Cronológicamente sigue viva. Siempre supe que te volvería a ver, Aurora Lee es un fogonazo, un disparo en la oscuridad, como dije antes, el encuentro casual con una novela póstuma de Nabokov, El original de Laura. Se trata de un conjunto de 138 fichas que el novelista ruso–americano dejó inconclusas al morir. Hubiera sido su última novela. La lectura del plan incompleto me encendió la imaginación, porque vi con claridad lo que Nabokov quería hacer pero la muerte le impidió llevarlo a cabo, de modo que ideé un mecanismo narrativo cuyo fin era analizar lo que había bosquejado. Me inventé un tándem de escritores que reconstruyen el plan de la novela de Nabokov sin añadir nada por su cuenta. Es un ejercicio de crítica en forma de ficción, muy riguroso en cuanto al análisis crítico y libérrimo en cuanto al plano imaginativo de la ficción. Un escritor real le encarga a un escritor fantasma un informe detallado de la novela. Tardé tres años en analizar las fichas y cuando acabé le conté a un escritor americano amigo mío lo que había hecho y me dijo: Perfecto, ahora solo te falta escribir la novela, y es lo que hice. Es engañoso describir un proyecto así porque da una idea falsa de lo que hay. Entre otras cosas en el libro hay una sátira despiadada del mundo editorial de Nueva York y las agencias literarias. El protagonista joven de Llámame Brooklyn es un periodista del New York Post, el escritor que encarga un análisis de la novela de Nabokov trabaja en el New Yorker. En su búsqueda, el escritor fantasma viaja a la isla de Robinson Crusoe, de cuya existencia supe por un artículo que escribió Franzen para el New Yorker. Mi novela se resuelve en la isla, pero dejó un poso que no me dejaba vivir, literalmente, porque nunca había estado físicamente allí. Tenía que hacerlo, tenía que ir a la isla donde naufragó Selkirk, dando un paso más que mi personaje, que nunca llegó a ella (Selkirk es la isla más remota del archipiélago de Juan Fernández, la más próxima al continente es Robinson Crusoe, que es donde se quedó el personaje real de Selkirk). Tardé dos años en lograr ir a la isla que lleva su nombre. Fui en 2015. Cuando lo logré, tras un intento infructuoso el año anterior, me dije que ya podía morir tranquilo, pero no preví algo que me sucedió estando allí: se me ocurrió el plan de una novela imposible, La estela de Selkirk, una novela de aventuras. Tardé 7 años en terminarla. En cuanto a la metaliteratura, no existe, solo existe la literatura. 

Fotografía de Pascal Perich

Usted se dedica precisamente a la enseñanza de la literatura. En sus cursos en el Sarah Lawrence College, ¿qué lecturas asigna a sus estudiantes? He visto que hace mucho hincapié en la obra de autoras y autores jóvenes…

Imparto cursos de literatura europea en inglés y de literatura española y latinoamericana a veces en el original y a veces en traducción. También he dado cursos de literatura latinx (pronunciado latinex, la literatura escrita por los latinos de EEUU). Segmento los cursos dedicando un semestre a los clásicos en sentido amplio (de la literatura europea o de la hispánica, Kafka, Flaubert, Dostoievski, Cervantes, Borges, Rulfo) y otro a voces nuevas, tratando de ver en qué dirección se orienta el presente. Me interesa mucho la recepción de los textos por parte de las nuevas generaciones, que me obligan a revisar mis ideas constantemente. Es interesante tener que defender a Conrad o Chéjov. Hay una guerra cultural de fondo muy sugerente. También es interesante ver lo poco que tardan en quedar obsoletas las novedades.

Aparte de un lúcido análisis y de un recordatorio de la bisoñez de quienes escriben novelas después de Joyce, ¿es Todos somos Leopold Bloom, el libro que acaba de publicar, una toma de posición en esa guerra cultural? ¿Quiénes son los principales contendientes, cuáles las amenazas?

Es perfectamente legítimo seguir escribiendo novelas después de Joyce, y necesario. El Ulises tiene cien años, pertenece al pasado. Joyce cerró una puerta, pero abrió muchas otras y su libro no es ni mucho menos el único referente. Hay novelas como mínimo igual de importantes, como En busca del tiempo perdido, por citar solo una. Todos somos Leopold Bloom es un homenaje a una novela que me marcó a los 17 años y a la que he rendido homenaje durante más de 50. Como había escrito bastante sobre el libro, con la llegada del centenario se acumularon las presiones sobre mí y decidí responder escribiendo una guía. Eso no guarda ninguna relación con las guerras culturales que vivo en Estados Unidos en el seno de la Academia, y que es algo muy complejo, que se ha exportado a otras latitudes. No se puede zanjar la cuestión de un plumazo. De hecho, el asunto es fascinante. Se trata de revisar siglos de anomalías: con respecto al canon, con respecto a las literaturas de las minorías, a la herencia del colonialismo, al elitismo, mil matices más. Abordar eso con rigor no es fácil, pero es necesario. La cultura no está amenazada, estamos viviendo un cambio de paradigma que en realidad es sumamente saludable.

¿Le parece adecuado el empleo del adjetivo posmoderna en relación con su literatura? Sea o no así, ¿qué escritores en español estarían en su línea?

Es un término ya obsoleto que siempre me ha resultado incómodo no referido a mí sino en general porque nunca ha tenido un significado concreto. Lo utilizaba gente que respeto, como David Foster Wallace, aplicándolo a una generación que él mismo caracterizó como «los hijos de Nabokov» y entre nosotros lo ha usado sin problemas Andrés Ibáñez hablando de cierto tipo de literatura innovadora que busca romper con fórmulas tradicionales caducas. Eso mismo es lo que hicieron en la literatura norteamericana escritores como Pynchon o DeLillo, y todos los que en Walt Whitman ya no vive aquí englobo en lo que denomino «la escuela de la dificultad», en la que entran William Gaddis, David Markson o el propio David Foster Wallace, pero todo eso pertenece a una época que ya ha pasado, la segunda mitad del siglo XX, que entierra una obra como La broma infinita. Como escritor no sé dónde estoy ni cuál es mi línea y tengo un profundo desconocimiento de lo que se hace en España. Entre quienes escriben en español admiro a Vila-Matas y antes que él a Bolaño; si no digo más nombres de escritores españoles es porque no los conozco; me interesa lo que hacen algunos escritores latinoamericanos como Alejandro Zambra y hay bastantes escritoras jóvenes latinoamericanas que enseño y que tienen un estilo lleno de frescura. Me resulta muy difícil caracterizar lo que hago. Cuando salió Llámame Brooklyn en francés el crítico de Le Monde dijo «Eduardo Lago no es un escritor hispánico; es un escritor americano afincado en Nueva York que escribe en español». Y cuando le dije a mi editora francesa que en Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee no había ni una sola referencia a España ni a la cultura hispánica y que todos los personajes eran norteamericanos me dijo: «Claro, no puede ser de otra manera cuando llevas 25 años en Nueva York, ¿de qué vas a escribir?» Lo que me intriga es el hecho de que hay bastantes escritores españoles que escriben acerca de temas norteamericanos sin vivir allí. La estela de Selkirk es distinta. El protagonista es americano pero la acción transcurre en su mayor parte fuera de Estados Unidos. Es lo que Colum McCann denominaba «una novela internacional». Pero sobre todo, volviendo al principio de la conversación, es una novela de viajes. No es que me identifique con ellos pero me interesa y me siento cercano a lo que hacen escritores como Tom McCarthy, David Mitchell o Zadie Smith.

A propósito de novelas de viajes y de aventuras (y de acantilados, cementerios de náufragos, islas lejanas): si tuviese que lanzar al mar una botella con alguno de los muchos textos firmados por usted (novelas, cuentos, ensayos, artículos de crítica, traducciones, entrevistas…), ¿cuál elegiría?

La estela de Selkirk.

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