POR ANDREU NAVARRA ORDOÑO

Con El dolor de vivir (Biblioteca Hispania, Madrid, 1924) se propone Manuel Bueno retratar el panorama político y parlamentario anterior al advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera y entremezclarlo con una trama amorosa mediante la cual expresa uno de sus temas predilectos: la imposibilidad humana a la hora de lograr la felicidad, el conflicto fatal entre los sentimientos y las esperanzas de los hombres y el sacrificio que la realidad social les impone. Se trata, sin duda, de una novela reaccionaria en cuanto a trasfondo ideológico, y sin embargo este mismo trasfondo presenta rasgos originales, puesto que tanto los diputados de izquierda como los de derecha son abiertamente satirizados en la novela, lo cual no puede significar otra cosa que el descrédito de la función parlamentaria, que es lo que destila la obra. A través del escepticismo, Manuel Bueno cruza la débil frontera que separa la política conservadora del apoyo de una dictadura militar. Todo en él confluía para terminar apoyando los golpes de Estado de Primo de Rivera y Franco y el ideario falangista: desprecio de la mediocridad pequeñoburguesa, descrédito del Parlamento, continua reclamación del idealismo en la esfera pública, apelación a la variante más autoritaria del regeneracionismo finisecular.

Si algo caracteriza tanto a los personajes republicanos (Adolfo Vega, trasunto ficticio de Alejandro Lerroux) como a los conservadores (el presidente del Consejo de Ministros, el marqués de Nanclares), es que ya no creen en nada. La vida política española es puro azar, cuando no una pura farsa:

«Ni los unos ni los otros están preocupados por el daño que una mudanza de gobierno pueda acarrearle al país. El eclipse de una doctrina o el fracaso de un programa le tiene a toda aquella gente sin cuidado. Las fisonomías de todos no reflejan ninguna decepción ideal, sino la ansiedad con que seguimos en la ruleta el girar de la bola, que va a decretar nuestra ganancia o nuestra pérdida. Los principios políticos, los planes de gobierno, el bienestar de la nación, nada de eso apasiona a nadie. […] Las costumbres parlamentarias, pervertidas por una sensualidad que otorga a los apetitos los derechos que niega a los ideales, no toleran que nadie piense en el interés de la patria» (1924, 170).

Los aires autobiográficos son indudables: el autor perdió su fe en la política parlamentaria siendo diputado a Cortes, y no hay duda de que sus observaciones sobre las actitudes de sus señorías pasaron a los detalles de su novela de 1924, la novela de un tránsfuga que se pasa del republicanismo al liberalismo monárquico para triunfar y medrar socialmente. La propia trayectoria de Bueno, que empezó como redactor en periódicos antisistema y luego fue captado por la facción liberal de Canalejas para luego pasarse al datismo, nos obliga a pensar que estaba intentando conjurar sus propios demonios a través de la descripción de los dilemas morales del joven Jordán. Los políticos defienden las instituciones por pura inercia, cuando lo que desean es que una autoridad indiscutible termine de una vez por todas con la farsa parlamentaria, comparada deliberadamente con un gran guiñol.

Santiago Pérez Riaño, el líder revolucionario, es caricaturizado a través de una violenta animalización, exactamente igual a la que practicaba Baroja a la hora de otorgar un aspecto físico concreto a sus extremistas políticos:

«Su rostro, ancho y deforme, se encendía, y sus ojos, pequeños y vivos, se animaban con un brillo agresivo, como los del jabalí en el momento de acometer. Era hombre hercúleo, achaparrado, de cortas y estevadas piernas, que, no obstante su reciedumbre, movíanse con agilidad felina. Su cabeza, grande y un poco asimétrica, empenachada de una cabellera profusa que se encrespaba naturalmente, daba una impresión de fuerza y de tenacidad» (1924, 36).

El discurso que Pérez Riaño pronuncia en las Cortes es toda una declaración de odio contra todas las instituciones de la Restauración. Le interesa a Bueno, siempre fiel a Nietzsche, subrayar continuamente que lo que mueve a la plebe y a los líderes demócratas es el instinto de venganza y la apetencia de lujos y placeres. Es el argumento derechista de siempre. Pero las palabras del presidente del Gobierno que responden a los desafíos del diputado revolucionario no son más alentadoras, sino todo lo contrario: el puro humo de la defensa a ultranza de los privilegios de clase, a través de los tópicos de siempre y la cansina retórica de los profesionales aburridos. Los conservadores no son los seres deformes que encarnan las voluptuosidades del comunismo, pero hablan de una forma anacrónica y pedante. Esto embellece la novela y le otorga cierto grado de imparcialidad pero a la vez constituye un rasgo ideológico inquietante porque significa que cualquier solución a los problemas de España pasa por situarlos fuera o por encima del Parlamento. Y eso es justo lo que habían hecho Alfonso xiii y Miguel Primo de Rivera un año antes de que se publicara El dolor de vivir.

¿Es esta novela un texto que busque justificar la dictadura? Si atendemos a lo que afirma Bueno en su «estudio político» titulado España y la Monarquía (1925), debemos concluir que sí. Y no fue el único escritor de la generación del 98 que escribió o reeditó novelas que se propusieran satirizar y malhablar de las Cortes españolas. Sin ir más lejos, el mismo año de la instauración de la dictadura, José María Salaverría había publicado El rey Nicéforo, fábula política llena de sentido antidemocrático; y Azorín se había despachado a gusto con su El chirrión de los políticos. Maeztu fue el que más se comprometió con la causa del dictador, obteniendo a cambio de su apoyo incondicional el puesto de embajador en Argentina. El dictador premió la fidelidad de Bueno con el cargo de director del Bureau des Grands Journals Ibero-Americains de París, la oficina que coordinaba la propaganda internacional del régimen.

Pero Manuel Bueno no dejó que la política, o el sucedáneo servil que él consideraba como tal, acaparara su tiempo y dio a la estampa numerosas novelas durante la década de los años 20. Es en La herencia (La Novela de Hoy, 23 de diciembre de 1927) donde mejor se perciben los rasgos neonaturalistas del escritor, aunque no se trate precisamente de su mejor obra. La herencia narra la historia de Bernardo Paredes, un funcionario de tercera clase que vive en Madrid con constantes estrecheces, y a quien las constantes peleas conyugales tienen amargada la vida. En realidad, Bernardo es un don nadie, un auténtico antihéroe: es feo, fofo, miope, tonto y pobre de espíritu, y su mujer se venga de su gris vida conyugal apretándole las tuercas. Sin embargo, un día reciben una carta certificada: Bernardo ha recibido una importante herencia de su tío Servando y debe viajar a Venezuela para recibirla. Una vez allí se lo encuentra todo embrollado: resulta que el tío Servando mantenía a siete familias, y las siete mujeres con sus respectivos churumbeles pujan por su legítima parte del pastel. Paredes pasa años en Caracas litigando y al final termina en las garras de una mulata con quien procrea también. Mientras, en Madrid, su esposa Patrocinio debe cambiar sus sueños de lujo y riqueza por un presente de miseria y una posterior colocación profesional absurda. Las víctimas finales de todo ello vienen a ser los pobres chiquillos del matrimonio, que crecen sin padre, como el propio autor.

El objeto real de la novela es colocar a un débil, Bernardo, un triste funcionario administrativo, ante las dificultades de la vida, y ver cómo sucumbe a su falta absoluta de carácter: cómo le superan los obstáculos de los demás, cómo le zarandean los letrados y los falsos amigos, y cómo se pliega ante los designios de la mulata, cómo es incapaz de afrontar sus propias responsabilidades. Hacia el final el autor revela con toda naturalidad el tema de su relato:

«Si descendiéramos al fondo de nuestra sensibilidad y nos decidiésemos a declarar lo que hay en ella, sin hipocresías, el hombre se vería obligado a reconocer que es tan adaptable como es el pájaro a todas las arboledas. Lo que necesita es el follaje para esconder su nido y abrigarlo. La hembra es tan astuta que conoce esa flaqueza nuestra y la aprovecha para tejer poco a poco, con los hilos de su amor, la trama invisible de nuestro cautiverio» (1927, 61).

Nótese qué tipo de opinión le merecían las mujeres a nuestro autor. A los críticos y críticas de género les diría que dejen en paz al pobre Baroja y se lancen sobre platos mucho más sustanciosos porque lo que destila Manuel Bueno en sus novelas es pura aversión, terror social y resentimiento. Las mujeres carecen de iniciativa psicológica, no son más que amasijos de material orgánico:

«Un respingo femenino no delata una desavenencia latente entre hombre y mujer, sino una crisis humoral, reflejo de un deficiente estado de salud. Patro, no obstante sus majestuosas hechuras, no andaba bien de sus funciones orgánicas, pues entre el artritismo, que se resistía a corregir por horror supersticioso de las medicinas, y los trastornos sexuales que promueve la edad, la traían medio loca» (1927, 17).

En una antología de la misoginia, Manuel Bueno se llevaría todos los honores. Idénticas construcciones ideológicas encontramos en El dolor de vivir:

«Cuando una mujer y un hombre se aman, si el hombre tiene talento encuentra mil artificios, aun lisonjeando la vanidad un poco infantil de la mujer, para moldear su carácter sobre normas razonables. No hará de ella una criatura muy inteligente, pero es posible que la transforme de necia en discreta. Hay una pedagogía conyugal para llegar, con tenacidad, a ese resultado, pero partiendo, naturalmente, de una base firme de cariño recíproco» (1924, 126).

Si realmente Bueno quiso llevar a la práctica su particular concepción de la «pedagogía conyugal» no debe extrañarnos que tuviera poca suerte con las mujeres, a quienes concibe como a seres pasivos, cautivos del instinto y la necedad, sin iniciativa de ningún tipo. Manuel Bueno se casó en 1904 con Carmen Hernández Delás, con quien no tuvo hijos. Su esposa murió en 1909. Pudo, por lo tanto, experimentar el autor sentimientos muy parecidos a los que siente Marcelino Jordán tras la muerte de Asunción. Unos años más tarde volvió a casarse, pero esta vez fueron las desavenencias el factor que provocó el fracaso matrimonial.

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