POR MARÍA JOSÉ NAVIA

I

En mi cuento favorito de Nathaniel Hawthorne –quizás mi cuento favorito en el mundo– un hombre decide retirarse de su vida. Se llama Wakefield, o eso nos dice quien narra, y un día le anuncia a su mujer que se va de viaje para volver pronto. Pero no. No vuelve. Y no para dar la vuelta al mundo o tener un amorío furioso sino para mudarse a un par de cuadras de su casa. Así, contempla su vida desde afuera. Él no lo sabe, pero la voz que narra sí lo piensa y nos lo dice: con ese gesto, Wakefield se arriesga a desengancharse del mundo. En inglés dice que se convertirá en «The Outcast of the Universe». En español suele traducirse como «paria». Pero hay algo en ese tránsito que hace que el desconcierto se pierda en la traducción. Algo se desengancha de ese desengancharse. Y, quizás, nos perdemos aún más.

Vivir en otro idioma se siente un poco así. Examinar tu lengua desde afuera y, al hacerlo, mirarla con ojos nuevos. En mi caso, vivir una vida en inglés, e ir aprendiendo el idioma cada vez más, maravillándome con expresiones como «steal your thunder» o «lost and found» y volver a la maravilla con las sorpresas de mis estudiantes al llegar, conmocionados, a decirme lo poético que es que, en español, se «de la luz» a los hijos. Como cambiarse las gafas para mirar a ratos de lejos y luego de cerca, vivir entre idiomas te deja un poco flotando como Wakefield. Hace que, al escribir, le prestes más atención a las palabras, que las mires por todos lados. Que entiendas que, en una sola, puede esconderse un mundo. O que hacen falta dos para crear un universo.

Emily Dickinson escribió famosamente que se necesita un trébol y una abeja para hacer una pradera. Su escritura breve pero fulminante, captura en la miniatura el chispazo de lo eterno. Esos versos escritos en pedazos pequeños de papel, en sobres. Los narradores tenemos mucho que aprender de lo conciso que guarda en sí al infinito.

Me pasa con los títulos. Me gustan los de una sola palabra. Llegar a ese destilado que cuente exactamente lo que quiero. En mi último libro cada relato lleva un título breve. En «Dependencias», por ejemplo, la palabra se relaciona con una casa, un lugar que se posee y se habita (la historia habla de una casa embrujada o embrujándose) y también con la dependencia emocional hacia la pareja (o química a ciertos medicamentos) que permiten navegar los días. En mi libro anterior, Una música futura (nombre tomado de un verso de la maravillosa poeta peruana Blanca Varela), todo comienza con un relato de título «Cuidado» que busca guardar en sí tanto el afecto de preocuparse del bienestar de alguien como la advertencia ante un peligro.

A veces el título viene del idioma extranjero que es mi segunda casa (o una casa a la que siempre estoy volviendo). En Todo lo que aprendimos de las películas, dos cuentos llevan títulos en inglés. Uno de ellos se llama «Bond». La palabra, nuevamente, concentra distintos caminos. La referencia al espía James Bond (en un libro con un importante elemento cinematográfico ya desde el título) y también el significado de la palabra en inglés: lazo, vínculo. Se trata de uno de mis cuentos del «casi»: historias que exploran vínculos afectivos fundamentales pero sutiles, fugaces incluso, que no calzan en las categorías de siempre. En este caso, una mujer y su relación con la ex pareja de su madre, con quien ella estuvo por solo ocho meses y que, sin embargo, se ha mantenido con los años en una constante leve pero importante. Una marca sobre una hoja.

II

Cuando se piensa en la forma y el lenguaje en la literatura, se piensa en complicadas construcciones, pero a mí me gusta considerar algo más pequeño: la frase, la oración. Después: el desafío de la página. Y es que hay escritores que son buenos con las tramas y otros que son mejores con las oraciones. Que las pulen y afilan, con destreza. Una oración puede ser un mundo, una galaxia. Esconder vidas enteras que luego se desvanecen o funcionar como máquinas del tiempo. Brian Dillon, en su brillante libro Suppose a Sentence (publicado en español por Random House con el título Imaginemos una frase) analiza, con cuidado e inteligencia, algunas líneas famosas. Siguiendo el gesto y en una que a mí me gusta particularmente de Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, vemos a Clarissa conversando con Peter, su gran amor del pasado. Ha llegado sin avisar en el día de su fiesta. Mientras conversan, de a poco, nos vamos enterando de tensiones y sentimientos (Peter juega con un cuchillo mientras habla; Clarissa con una aguja y una tijera). Ella debió casarse con él en su juventud, pero escogió en su lugar al confiable Richard. Él ha seguido una vida de aventuras que a ratos a ella le parece tanto más luminosa que la propia. La narración describe cómo parecen dos ejércitos preparándose para la guerra. Mientras, por fuera, se sonríen e intentan disimular el temblor del tiempo.

Pero entonces la oración: «Take me with you, Clarissa thought impulsively, as if he were starting directly upon some great voyage; and then, next moment, it was as if the five acts of a play that had been very exciting and moving were now over and she had lived a lifetime in them and had run away, had lived with Peter, and it was now over». [Llévame contigo, pensó Clarisa impulsivamente, como si, en ese momento, Peter se dispusiera a emprender un gran viaje; y entonces, al siguiente instante, fue como si los cinco actos de una obra de teatro fascinante y conmovedora hubiesen llegado a su fin y ella hubiese pasado una vida entera en ellos, hubiese escapado, hubiese vivido con Peter, y ahora todo hubiera terminado].

Clarisa se imagina, por el lapso de unos instantes contenidos en una oración larga y sinuosa, toda su vida junto a Peter. La imagina mientras se prepara para caminar los pasos que la acercarán a él, junto a la ventana. Un acercamiento que marca la distancia, insalvable, pues, al terminar la frase, vuelve ella también al mundo, a su mundo, a esa realidad en la que sigue siendo Clarissa Dalloway y, más aún, en la que quiere seguirlo siendo.

Pero como lectores imaginamos.

Y eso que no pasó sigue pasando y pesando sobre la historia.

Rodrigo Fresán hace de sus páginas una estructura compleja. Juega con notas al pie, profusas, boscosas, con signos especiales y cambios de letra. En su tríptico de las partes (compuesto magníficamente por La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada), la tipografía parece funcionar como una letra fantasma, una voz de otro lado que interrumpe. Así lo hace también de forma magistral en Melvill (y desde su portada) en la que una voz que interpela desde las notas al pie, la voz del hijo que se enfrenta al delirio de su padre, sube desde los pies de la página, que es también los pies de la cama a la que está atado ese padre, absorbiendo delirios, configurando su propia lengua paterna (esa que hace del hijo un ventrílocuo como en Una casa para siempre de Enrique Vila-Matas, referencia mencionada en varias entrevistas por Fresán). Las páginas de Melvill construyen un arca en la que cabe todo y en la cual el mundo sumergido (quizás esa «obra viva» de las embarcaciones) va de a poco inundándonos con su particular uso de las palabras, navegando en paréntesis eternos y oraciones subordinadas.

A mí me interesa particularmente la forma de los cuentos; armar constelaciones y recurrencias. Filigranas, incluso. Esas ramas, raíces y enredaderas que logran (si hay suerte) que los relatos dialoguen y se entrelacen. Como en Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout, las colecciones de Stephen Dixon o esa belleza que es Fight No More de Lydia Millet. En mi último libro, publicado en España por Páginas de espuma, Todo lo que aprendimos de las películas, quise llevar esa conexión tanto dentro como fuera de la obra. Es decir, por un lado, que los relatos se fueran comunicando (por menciones a películas, luces, sombras y casas encantadas) y, por otro, que se conectaran a su vez con mi próximo libro, una novela sobre El Mago de Oz. La conexión se dio entonces, no solo desde el uso de las palabras, sino en la evocación del lenguaje del cine. Así, el último cuento de esta colección, «Calima», nos trae un mundo en sepia, con una mujer sola junto a un perro. Una forma de terminar como en la película de Victor Fleming.

Con ese mundo en Kansas.

Antes de la llegada del tornado que lo cambiará todo.

III

La persona que me trae los libros a casa cree que soy madre.

Vivir en otro idioma se siente un poco así. Examinar tu lengua desde afuera y, al hacerlo, mirarla con ojos nuevos. En mi caso, vivir una vida en inglés, e ir aprendiendo el idioma cada vez más, maravillándome con expresiones como “steal your thunder” o “lost and found” y volver a la maravilla con las sorpresas de mis estudiantes al llegar, conmocionados, a decirme lo poético que es que, en español, se “de la luz” a los hijos

Hace poco más de un año nos mudamos a un lugar con un pequeño jardín. Traía un árbol grande y un columpio (algo simple: un neumático y una cuerda) dejado por sus dueños anteriores. Con mi marido pensamos si quitarlo, pero ambos, tíos muy felices, acabamos por dejarlo allí para los sobrinos.

La primera vez que vino Oliver, el cartero, a dejarme libros, me trajo también algo más. Aunque él no lo sabía. Al abrirle la reja y recibir la caja de turno, Oliver miró por detrás de mi hombro y dejó la vista fija en el columpio. Sonrió. Sonrió muy lindo. No me hizo preguntas, esperó a que firmara el recibo y se fue deseándome un lindo día.

Yo quedé con una caja en las manos.

También con una primera línea: «El columpio siempre los confunde».

En los segundos que tardé en firmar, Oliver —pude verlo sobre su frente, en esos ojos fijos, en esa sonrisa grande— imaginó que en mi casa vivía una niña.

O niño. Quizás niños, en plural.

En los meses posteriores, cada vez que ha venido, vuelve siempre a mirar como esperando que aparezca. Sigue sin preguntarme nada y sigo sin sacarlo de su equivocación. Reconozco que me da tristeza por anticipado el momento en que tenga que decirle la verdad.

(No por mi vida. Por su historia).

Pero esa tarde encontré, en esa primera oración, un mundo.

La forma perfecta de empezar mi cuento «Dependencias».

«El columpio siempre los confunde. Hace que nos pregunten cosas que no queremos contestar».

IV

Siempre me he imaginado la escritura como patinar sobre hielo.

El estilo, aunque parezca lo más personal y solitario, no lo es. O no lo creo.

Es una conversación. O, mejor aún, y volviendo al hielo: es patinar en compañía, formando circuitos con las palabras. Coreografías, bailes.

Rodrigo Fresán lo dice de otro modo en La parte soñada: «Para bien o para mal, los escritores a solas nunca están solos. Los acompañan otros escritores también a solas».

Configurar (quiero decir: conjurar) un estilo propio es dibujar fortalezas con las debilidades (en mi caso: no ser capaz de describir minuciosamente, más por impaciencia que por pereza; no atreverme con largos diálogos, quizás por mi timidez profunda que mira todo sin saber muy bien cómo participar) y es también ir afinando una conversación que te sostenga. Se escribe (me parece) emulando aquello que nos hizo felices como lectores: la familiaridad de los personajes y motivos recurrentes en la obra de Rodrigo Fresán, Elizabeth Strout o Virginia Woolf; la potencia de la miniatura y de lo mínimo en Sarah Manguso, María Negroni, Emily Dickinson; acercarse y rodear los afectos (y los abismos) en los cuentos de Joy Williams, Mavis Gallant, Amy Hempel, o esas novelas breves y fulminantes de Jean Rhys, por decir algunos.

Las formas también conversan con otras formas. Traer palabras sobre la página es traer asociaciones y resonancias. De otros libros, de otros autores. Palabras extranjeras también que hagan que quien lee se sienta un poco extranjero, que lo obliguen a mirar de nuevo. Palabras que vienen de nuestras familias, de nuestros recuerdos y que, al dejarlas caer en nuestras historias, se convierten en amuletos que no pretenden ser descubiertos por los lectores. Voces. Yo, por ejemplo, para editar mis textos, los leo en voz alta y los grabo. Por horas, días o semanas, los voy escuchando como si fueran canciones. El lenguaje adquiere así otras texturas. El largo de las frases se siente en el cuerpo; las cacofonías o repeticiones mal hechas molestan en los oídos. Rasguñan.

V

El estilo es también es un milagro que nos trae el lenguaje.

Mary Ruefle en un maravilloso libro de ensayos/conferencias, Madness, Rack, And Honey, dice que la mejor lección de escritura se la dio una profesora de dibujo. Cuenta Ruefle que la instructora tomó una hoja en blanco y apoyó levemente un lápiz, dejando una marca. Tenue.

Eso es, dijo entonces.

No es más que eso, pero es un milagro.

En su ya clásico ensayo Una habitación propia, Virginia Woolf decide hablar de los temas que le importan (también, hay que decirlo, de los temas que le han encargado), dando un paseo por ellos. Rondándolos, sin atacar de frente. Para escribir un ensayo, parece proponer, hay que escribir distinto de los autores que han estado a cargo de ese tipo de textos en el pasado. Y entonces Woolf abre una ventana (en Mrs Dalloway, en sus primeras páginas, Clarissa se asoma a la ventana abierta —una ventana que recuerda a aquella por la que luego se lanzará Septimus— y los tiempos empiezan a mezclarse. La mujer de cincuenta tiene ahora dieciocho. La felicidad es otra. El día es muchos días. Y, nos dirá ella pronto, es tan peligroso siquiera vivir uno de ellos).

En Un cuarto propio, Woolf le abre la ventana a la vida cotidiana como algo que no debe separarse de la vida de las ideas. Roberto Bolaño pregunta «¿Qué hay detrás de la ventana?» al final de Los detectives salvajes y nos deja con un recuadro en franjas que no cierran del todo a modo de «última palabra». Una ventana, quizás, para que entre el desierto. Rodrigo Fresán termina Melvill sin un punto final (quizás porque en literatura nunca lo hay; la conversación siempre continúa). Woolf hace de su estilo un pasear sin rumbo en el cual los encuentros despiertan revelaciones.

Una persona abre una reja y alguien te regala algo.

Una sonrisa.

Una hija.

Una oración.

También, quizás, una lengua materna.

El columpio siempre los confunde.

***

Escribo este ensayo en un tren. Hay personas que hablan; a veces miro por la ventana. Cuando no sé cómo avanzar, leo. A Mary Ruefle, a Virginia Woolf, a Rodrigo Fresán. También un libro que acaba de salir en español: Material de Construcción. Uno que esperaba mucho luego de esa belleza que es Un corazón demasiado grande. La autora es Eider Rodríguez y sus palabras dibujan hermosas piruetas; marcas en el hielo.

Leo: «Las piedras resuenan en el desierto».

Seis palabras: un amuleto.

Es todo.

Pero es un milagro.