En la novela Orlando, de Virginia Woolf, leemos estas provocadoras líneas:
«La vieja Madame du Deffand y sus amigos hablaron cincuenta años sin parar. Y de todo eso, ¿qué sobrevive? Tal vez, tres frases ingeniosas. Por consiguiente, es lícito suponer que no dijeron nada o que no dijeron nada ingenioso, o que esas tres frases ingeniosas llenaron dieciocho mil doscientas cincuenta noches, lo que no significa un apreciable porcentaje de ingenio para cada uno de ellos».
Como todas las paradojas que buscan provocar, también esta tiene algo de verdad. Si es cierto que alguien podría intentar oponer a estas palabras las novelas o los epistolarios que los salones como el de Madame du Deffand produjeron, no lo es menos que, en efecto, poco ha quedado de la actividad más característica de ellos: la conversación. Y, sin embargo, los salones parisinos del siglo xvii y xviii son tenidos por una institución clave en la Francia del Antiguo Régimen y en la historia de nuestra cultura. ¿Cómo es posible que algo tan importante y duradero haya dejado tan exiguo legado?
SE ABRE EL SALÓN
El de Madame de Rambouillet pasa por ser el primero de esos salones donde, en el xvii y xviii, se reunía para divertirse y conversar la nobleza francesa. Aunque la palabra salón constituye un anacronismo, pues no empezó a utilizarse hasta finales del xviii, su éxito y la falta de una opción clara impone su utilización en este artículo. En el primer cuarto del siglo xvii, Madame de Rambouillet creó un entorno armonioso y adecuado al juego que iba a desarrollarse en él, cuyas reglas van a mantenerse, con las variaciones de todo lo vivo, a lo largo de dos siglos.
De un juego, en efecto, se trataba. De espaldas a la corte y a su mundo, en un ambiente risueño y entretenido, se conversaba con destreza pero sin hostilidad, con galantería pero sin amor, con perspicacia pero sin grandes ambiciones intelectuales. Lo que no fuera divertido quedaba excluido. Cualquier tema tenía cabida en las conversaciones, lo más banal y lo más profundo, siempre que fuera tratado con ingenio. Porque, pese a las palabras de Orlando, el ingenio no sólo estuvo presente en los salones, sino que fue su alma. Incluso el rango cedía ante él.
Todo lo que los salones dieron de sí (conversaciones, cartas, retratos escritos, poesías, memorias) proviene de esos elementos presentes ya en el salón de Madame de Rambouillet y que se mantendrán durante los años en que el trono de Francia va pasando de un Luis a otro (XIII, XIV, XV, XVI) hasta que la guillotina interrumpe la cuenta.
Esta continuidad resalta más si tenemos en cuenta la diferencia de sensibilidad de los dos siglos, xvii y xviii, en los que se suceden los salones. El siglo de las luces las tuvo diferentes al Grand Siècle, cuya iluminación procedía de la divinidad o del Rey Sol. Pero la tradición de los salones, las maneras, las reglas de juego se mantendrán inalteradas en todo ese tiempo, aunque cambien los contenidos de las conversaciones, los sentimientos o incluso su propia fisonomía.
Una institución viva precisa continuidad y cambio, adaptación a los nuevos tiempos desde unos inmóviles principios. Es lo que ocurre con los salones. De hecho, cada salón es ya una interpretación de la institución, y tiene el propio sello que le imprime su dueña.
Porque otro elemento que atraviesa los dos siglos de conversaciones galantes es la presidencia femenina. Los salones son dirigidos por mujeres, algo que llama la atención a los extranjeros, y de ellas depende su fisonomía. Diferentes serán, por ejemplo, el de Rambouillet, donde estaba mal visto la exposición intelectual, académica y sistemática de un tema, y el de Madame de Lambert, en el cambio entre los dos siglos, abierto a literatos, filósofos y científicos y a discusiones académicas sobre asuntos previamente fijados.
Pero, como decimos, soportando esas diferencias, a veces afectados por ellas (pues los principios son flexibles hasta que se parten), se mantienen reconocibles unos elementos que constituyen la tradición de esta institución y que vamos a mirar más detalladamente.
FRENTE A LA CORTE
El primer salón, el de Madame de Rambouillet en la rue Saint-Thomas-du-Louvre, surge como una retirada del entorno de la corte. El mundo de los salones da la espalda al ámbito real, se configura por oposición a él, y busca un espacio grato y entretenido alejado de intrigas políticas. Los que entran a la vivienda de la marquesa son sorprendidos por una sensación de intimidad y de comodidad, que incita a la conversación y a la distracción. Dado que los nobles que frecuentan los salones y la corte son los mismos, será su manera de comportarse la que diferencie un ámbito de otro. Su conducta mundana será distinta de su conducta cortesana.
No obstante, habrá momentos de intersección. Con la regente Ana de Austria la corte instaurará un círculo mundano y elegante que, ciertamente, no podrá competir con los grandes salones parisinos. Estos quedan luego eclipsados por el gran salón en que Luis XIV convierte Versalles. Aunque, bien mirado, algo faltará siempre a la corte para ser realmente un salón: la libertad de elegirse mutuamente por afinidad y no por rango. Y algo le sobrará: una autoridad (la del rey) que frena el fluir de las conversaciones y una rivalidad cortesana que impide la jubilosa complicidad. Eso explica que la duquesa del Maine se alejara de Versalles y revitalizara el ideal mundano en su castillo de Sceaux. Con Luis XV, finalmente, París retomaría el mando de la vida intelectual y mundana, quedando Versalles como centro político y administrativo.
EL RANGO Y EL TALENTO: EL CASO DE VOITURE
En los salones, como hemos visto, la simpatía –y no el título– creaba las relaciones y un buen conversador podía tener éxito pese a su origen. Lo que no quiere decir que los títulos nobiliarios quedasen abolidos. Un ejemplo es lo que le ocurrió a Voiture, el brillante conversador hijo de un mercader de vinos que tuvo un éxito sorprendente en el salón de Madame de Rambouillet. Su esprit, esa habilidad ingeniosa tan valorada en los salones, ponía a los participantes ante un espejo en el que se veían a sí mismos. Era un gran versificador y un excelente escritor de cartas, pero no pretendía ser un sabio o un autor (modelos alejados de la vida mundana), sino sencillamente gustar. Su literatura es de ocasión y está basada en un profundo conocimiento de sus destinatarios. Un conocimiento que le falló, no obstante, cuando se batió en duelo, un símbolo aristocrático que no le estaba permitido, y por el que fue expulsado del salón a cuya autoconciencia tanto había contribuido. Algo similar le ocurriría después a Voltaire, aunque la presencia de los philosophes en los salones del xviii acabará siendo decisiva para la abolición de las diferencias del Antiguo Régimen.
LA RELIGIÓN Y EL MUNDO
Dios y el amor son los dos temas del siglo xvii. Mientras que el segundo encuentra su acomodo fácilmente en los salones con los pasatiempos de las questions d´amour y la maximes d´amour, el primero supone una tensión continua. La propia palabra que se usaba para el ámbito de los salones, mundo, era también utilizada para designar la dimensión secular opuesta a la religiosa. Habrá salonnières como Madame de la Sablière que se retiren del mundo decididas a dedicarse a Dios, y otras, como Madame de Sablé o Madame du Deffand (esta ya en el xviii) que irán a vivir a un convento, aunque con una independencia que les permitirá mantener su propio salón. Capítulo importante en esta historia es la relación entre el jansenismo, un movimiento religioso muy influyente en la Francia del xvii, opuesto a los jesuitas, y los salones. El jansenismo fue una doctrina religiosa de corte agustiniano que denunciaba la falsedad de los valores mundanos y de la grandeza e invitaba a la introspección y al retiro. A diferencia de los jesuitas, que intentaban conciliar la religión y el mundo, los jansenistas proclamaban su incompatibilidad. ¿Por qué, pues, triunfaron estos y no aquellos en los salones?
La explicación no es sencilla, pero fue fundamental que los escritores jansenistas se dirigieran directamente a las mujeres y consiguieran su apoyo. Ellas eran la llave de la sociedad mundana. Para ganárselas había que usar un francés (y no el latín) adecuado y bello que abordara los problemas contando con la capacidad de juicio del lector. Pero había también una sintonía entre el moralismo, el intelectualismo y sobre todo la tendencia a la introspección de los jansenistas y las preocupaciones de los miembros de los salones, así como un afán de distinción nada ajeno a la aristocracia. Además, se permitirá una retirada del mundo incompleta y, como hemos visto, Madame de Sablé seguirá con su salón en la casa que se construye dentro de los muros del convento jansenista de Port-Royal.
Cercano al jansenismo y gran conocedor de la vida mundana, Pascal supone la voz crítica más penetrante al mundo de los salones. Su tesis es que la función de las diversiones es ocultarnos a nosotros mismos, evitar una quietud en la que no tendríamos más remedio que mirarnos y descubrir así nuestra miseria o sentir un profundo hastío. La miseria que vio en sí Madame de la Sablière o el aburrimiento al que tanto temía Madame du Deffand.