EL TEATRO DEL MUNDO

En realidad, la de Pascal es una crítica al todo, y no sólo al todo de los salones. Pero una sociedad como la nobiliaria de tan fina psicología y con una autoconciencia tan desarrollada habría de generar también su parcial autocrítica. Ninguna obra humana es perfecta, y aunque la que estamos viendo apunta al ideal de un lugar libre de animadversión y de falsedad, entregado a la comodidad y al entretenimiento, encontramos voces que desde dentro nos dan cuenta de superficialidad y engaño. Así, Madame du Deffand dice: «Cada uno interpretaba su papel por costumbre: la duquesa d´Aiguillon reía sin parar, Madame de Forcalquier lo despreciaba todo, Madame de La Vallière parloteaba de todo lo habido y por haber».

Asistimos aquí a una tensión entre autenticidad como ideal y falsedad como amenaza que podemos ver en multitud de ejemplos. Es por ello por lo que la idea de naturalidad frente a lo afectado cobró una gran importancia en los salones, aunque esa naturalidad se lograra a base de un enorme esfuerzo y artificio. Precisamente fue el mencionado Voiture quien incorporó ese rasgo de estilo que se extenderá a la conducta de los nobles y, a la postre, a la literatura francesa. Por supuesto, el esfuerzo empeñado en el resultado no había de notarse. El arte consistía en esconder el arte.

Pero esa naturalidad no dependía solamente de la dedicación y el trabajo. Estos no le faltaron a la mujer del ministro de Finanzas Necker, dueña del último gran salón del Antiguo Régimen. Pese a ellos, a su belleza, a su cultura y a su virtud, había algo forzado en su comportamiento, como el bailarín que ejecuta sus movimientos con absoluta corrección pero sin gracia. Marmontel nos dice: «Se la veía de lo más preocupada por agradar a su sociedad, solícita cuando recibía a las personas que había invitado, siempre con el afán de decir a cada uno lo que más le podía gustar; pero todo era premeditado, nada era espontáneo, nada parecía natural». Hasta el punto de que uno de sus invitados descubrió un día un cuadernillo en el que había anotado de qué hablaría a algunos de ellos. En la comida, el invitado comprobó divertido cómo la anfitriona se ajustaba al guión.

Quizá la falsedad que se detectaba en los salones y la conciencia de estar representando un papel explica la enorme importancia del teatro en la vida mundana, aunque también podría decirse esto exactamente a la inversa. En cualquier caso, el teatro será uno de los loisirs principales de la vida mundana. Madame de Rambouillet, por ejemplo, aparece retratada en una comedia como una muchacha virtuosa que sólo ama el teatro y en su salón no sólo interpretaban grandes actores como Molière, sino que sus habituales actuaban como aficionados. Un autor teatral como Corneille confiaba tanto en el juicio de estos mismos nobles que sometió a ellos su obra Polyeucte.

 

LA CONVERSACIÓN, UN ARTE EFÍMERO

El De sermone de Giovanni Pontano pasa por ser el primer tratado sobre el arte de la conversación, el primer texto que la concibe como un fenómeno ético y estético que puede educar al hombre y hacerlo más pacífico y tolerante. Ese carácter modélico lo seguirá teniendo al pasar a Francia y constituir el más importante elemento de los salones.

En ellos, la conversación acaece dentro de un marco establecido y conocido, regido por las palabras politesse, bienséances, honnêteté, lo que podemos llamar –en general– el buen gusto. Ese buen gusto se adquiere observándolo y practicándolo. Aunque hay manuales de buenos modales, se coincide en que, como toda habilidad, es la práctica la que permite dominar ese arte. Sus límites son irrebasables, pero no inflexibles, y jugar con ellos es parte importante del encanto de esas conversaciones. La raillerie, por ejemplo, esa burla simpática, supone un tacto exquisito, pues si uno se pasa se cae en la ofensa y el mal gusto. Es lo que denuncia Duclos a mediados del siglo xviii al decir que «la malicia ha dejado de ser odiosa, hoy es solamente una moda» y es considerada un mérito de aquellos que no tienen ninguno más. Saltado el límite, la raillerie deja de serlo para ser persiflage.

Otra actitud en la que también se juega con los límites es la complacencia (complaisance). Esta virtud consiste en tener en cuenta al otro y su amor propio, hacerle sentir bien consigo mismo. Pero si no se comporta uno con cuidado se cae en la proscrita adulación.

La propia politesse, que se trata de un comportamiento que descubre o supone en el otro alguna excelencia, también tiene sus límites, que traspasados suponen quedarse en las formas sin mostrar cordialidad, un interés real en la otra persona. Las reglas para aplicar en cada circunstancia concreta esa politesse reciben el nombre de bienséances, y se han configurado por la razón, las convenciones y el uso.

Hemos visto antes la importancia otorgada en los salones al esprit. La buena conversación tiene ingenio, es chispeante, rápida, sus transiciones son veloces. Se pasa con celeridad de un tema a otro, se pregunta y se responde sin solución de continuidad. Como decía un cronista, «cada frase recuerda un golpe de remos, leve y a la vez profundo». Se diría una asociación de ideas freudiana avant la lettre. Hay entretenimiento y certera oportunidad: todos los analistas coinciden en que es fundamental adaptarse a las circunstancias (el lugar, las personas con las que se está, el momento justo).

Era inevitable, pues, que se dedicara una atención especial a la lengua. Alejadas del habla popular tanto como de la pedantería o los tecnicismos de los sabios, las nobles del siglo xvii son tenidas como autoridades en el uso del francés y su arbitraje al respecto se considera fuera de toda duda.

Mirando al trasluz estos elementos nos aparece un ideal: el de la sociabilidad, la grata convivencia con los demás. No hay verdadera conversación sin saber escuchar, sin tener en cuenta al otro. El caballero de Méré dice que debemos hacer que el interlocutor tome la palabra y saque lo mejor de sí. La Rochefoucauld y La Bruyère confirman esta idea: el éxito en la conversación está, según ellos, en hacer que los otros brillen. Cómo no acordarse de la mayéutica socrática, en la que el filósofo servía de partera para que el otro llegara por sí mismo a la verdad. Algo así ocurre con el buen conversador, que hábilmente logra que los otros se conozcan mejor a sí mismos, se descubran ante sí.

También la dueña del salón tiene una función mayéutica, pues consiste en la de un buen intérprete o la de un director de orquesta que maneja con maestría a sus músicos. Madame Geoffrin, por ejemplo, le dijo a un invitado que se marchaba: «Señor abate, habéis tenido una excelente conversación», a lo que el abate respondió: «Madame, soy un simple instrumento que vos habéis sabido tocar».

Algo que –puede adivinarse– sería impensable sin otro componente fundamental en los salones: la penetración psicológica. Así como los psicólogos prácticos de hoy son los publicistas y los expertos en marketing, los del Antiguo Régimen eran los miembros de los salones. Dos buenos conversadores podían llegar a conocerse hasta el punto de un entendimiento mutuo sorprendente: «Sabéis bien, señor conde, que antes teníamos el don de entendernos antes de empezar a hablar. Cada uno de los dos respondía perfectamente a lo que el otro tenía ganas de decir; y si no hubiésemos querido concedernos el placer de pronunciar con cierta facilidad palabras, nuestro recíproco entendimiento habría hecho casi las veces de conversación», escribía Madame de Sévigné a un amigo.

Los temas de las conversaciones son de lo más variado, pero destacan, dada esta afición a la psicología y a los matices, el amor y la amistad. Las questions d´amour eran preguntas sobre aspectos de ese sentimiento que permitían a los participantes lucir su agudeza psicológica. Por ejemplo: ¿la presencia de la persona amada suscita una dicha mayor que el dolor que provoca su indiferencia? Esas inquisiciones, junto con las maximes d´amour (tesis sobre el amor) tuvieron un gran éxito como pasatiempo a mitad del siglo xvii. Por la misma época La Rochefoucauld jugó con un amigo y con Madame de Sablé (experta en el tema amoroso) a un juego de intercambio de sentencias que está en el origen de las famosas Máximas del primero. La finura psicológica de algunas de ellas servirá de ejemplo del sustrato de las conversaciones que se llevaban a cabo en los salones: «El deseo de parecer hábil impide a menudo el llegar a serlo»; «No deberíamos sorprendernos más que de poder todavía sorprendernos»; «El verdadero hombre honesto (honnête homme, un concepto propio de los salones) es el que no se jacta de nada».

Otro pasatiempo muy cultivado por la aristocracia fue el de los retratos. Mademoiselle de Scudéry lanzó la moda a través de sus novelas, que retrataban en clave la sociedad de su época. Un escritor avispado aprovechó la circunstancia para hacer una lista de las privilegiadas de su época, idea que ha llegado hasta nuestros días en el concepto del Who´s who. Pero los retratos saltarían de la novela a la vida mundana y se convertirían en divertissement inspirado que servía para homenajearse (autorretrato) o para homenajear a otro. Madame de Lambert y Madame du Deffand destacaron en este juego.